Escribir rima con morir solía decir La Pocha , agregando un
dubitativo “eso creo” mientras hacía un bollito una hoja y la dejaba
junto a otros bollitos casi idénticos al que ahora apoyaba distraídamente, sin
mirarlo siquiera, sobre la mesa del comedor; cocina-comedor, como ella llamaba
a ese lugar, ya que a varios metros de la mesa se encontraban, la cocina
propiamente dicha, la mesada, y un mueblecito para planchado, inútil, porque La Pocha nunca planchaba
nada. Después bajaba la cabeza y
garabateaba en su cuaderno de notas, no sin antes beber un sorbito
de aquel vino que tanto le gustaba y que paladeaba con los ojos entrecerrados
para luego asegurar, en el vino está la verdad, antes de sumergirse en un
delirio de escritura apretada y diminuta.
Al lado del mueblecito inútil había una
biblioteca, o mejor dicho, un armario blanco para escobas convertido en
biblioteca por La Pocha ,
porque ella tenía muebles que improvisaba para guardar libros en cada rincón,
hasta que un día la pequeña casa, que además de la cocina tenía un cuarto de
baño y una habitación enorme que daba a un patio que habitaba la más diversa
maleza, le quedó más pequeña todavía tanto mueble-biblioteca improvisado, y
empezó a guardar los libros en cajas para televisores, que se procuraba luego
de una tarea detectivesca llamando a la puerta de los compradores de esos
aparatos, que se las entregaban gustosos, según ella. Y eran precisamente
aquellas cajas que dejaba por todos lados, las que hacían que andar por la
casa-biblioteca de La Pocha
fuera una misión como quien dice imposible.
Eso sí, lugar para sentarse había de sobra porque La Pocha ponía almohadones que
ella misma hacía sobre las cajas que previamente forraba con géneros que
compraba de oferta, y que le daban al lugar, a quien ingresara al lugar, y a
primera vista, una sensación como de mareo con tanto color desordenado y
encimado.
Claro que para los que acostumbrábamos a
visitar a La Pocha ,
aquella característica tan peculiar de su decoración había dejado de
llamarnos la atención hacía años y ni siquiera reparábamos en ella.
Lo que yo más admiraba de La Pocha era esa memoria de
elefante, para ser gráfico, ya que por todos es conocida y aceptada la
metáfora. Ella sabía en ese revoltijo,
dónde se encontraban cada uno de sus libros y, sin dudar, abría el mueble o la
caja correcta. Lo único un poco incómodo
era que los que la visitábamos, los que asistíamos a los viernes de vino,
teníamos que andar levantándonos de las cajas-sillones, para que ella pudiera
abrirlas mientras nosotros escogíamos otra donde sentarnos, por un rato nomás,
ya que La Pocha
se la pasaba sacando libros de aquí y de allá, por lo que si alguien pudiese
ver, solo ver, sin oír lo que allí ocurría,
habría pensado que se trataba de algún extraño juego de cambio de
lugares.
Si bien los temas en la casa de La Pocha eran diversos y
ruidosos, acompañados por la guitarra del Guille o los viejos discos de Silvia,
la literatura se llevaba las de ganar, porque La Pocha no tenía ni quería tener otro tema de conversación,
excepto que se tratara de alguna vieja película europea repuesta en algún canal
de cable, o el descubrimiento de algún vinillo tardío con sabor a madera y
pasas, que gustaba acompañar con criollitas untadas con queso roquefort, presa
de un éxtasis que los que la conocíamos sabíamos que no debíamos interrumpir
aunque fuese para anunciarle que la mismísima felicidad en persona se
encontraba llamando a su puerta.
Fue después del cáncer que se llevó a Manuel
de buenas a primeras sin darnos tiempo a nada que ya estaba muerto, acostado en
su cama y con su mujer agarrándole la mano y rezando para que se fuera directo
al cielo, que la Pocha
se convirtió en “La Pocha ”,
la que ahora es esta otra Pocha, que, ni bien se lo llevaron a Manuel para la
funeraria, plantó bandera, mandó al diablo el estudio contable, se despidió de
los clientes que según ella le habían amargado la vida por más de veinte años y se dedicó a vivir a lo Keynes,
como le gustaba decir, con una frugalidad digna de un monje, encerrada en la
pequeña casita donde entraban solo los invitados de los viernes de vino, entre
los que me encontraba yo, Gerar, como me llamaba a pesar de mi disgusto por el
recorte innecesario a mi nombre, maniático, solterón, machista, buen
amigo-cuñado, y confiable para guardar secretos y penas ajenas, todo eso según
ella, que tenía la ciega certeza de poseer un sexto sentido que le permitía
clasificar -así decía- a la gente.
Si bien seguía siendo hermosa, el rostro de La Pocha mostraba las señales
del paso del tiempo, y su cabellera, que desde la muerte de Manuel llevaba
corta, comenzaba, para usar otra metáfora conocida, a platear.
Manuel le había dejado, además de la casita
que levantaron juntos cuando todavía hacían el amor de parados contra el sauce
del patio, o dentro del galponcito de los vinos, como llamaban a esa cueva
hecha con piedras traídas a Santa Fe desde las sierras de Córdoba, recubierta
en madera y en la que se habían gastado la mitad del presupuesto para la casa,
una pensión que ni regia ni miserable, le permitía esa vida que a ella parecía
bastarle para ser, yo creo, medianamente feliz, entre sus cajas de libros, su
vieja computadora que se oponía terminantemente a cambiar por una más moderna,
y sus botellitas de tardíos, que eran el mejor regalo que cualquiera pudiera
hacerle.
Fue Gloria la que me avisó. Gloria tenía una llave de la casita que usaba
todos los jueves a eso de las ocho y cuarto de la mañana para entrar sin
necesidad de despertar a La
Pocha. Entraba silenciosamente para volver a salir y luego
regresar con las provisiones para la semana.
Después, siempre sin hacer ruidos, ordenaba y limpiaba todo lo que le era
posible dadas las pilas de libros y papeles que La Pocha tenía por todos lados
y que, en caso de encontrar fuera de lugar era capaz, siguiendo con los lugares
comunes, de hacer arder Troya. Gloria
era sumamente cuidadosa con esas cosas ya que aseguraba que La Pocha tenía el don divino de
darse cuenta con una ojeada de soslayo si algo no estaba donde lo había dejado.
El primer jueves que Gloria no vio a La Pocha no se alarmó ni mucho
menos, incluso pensó que tendría la
mañana en paz sin ella hormigueando por ahí todo el tiempo. Gloria sabía que La Pocha solía amanecerse entre
sus cuadernos llenos de borrones, como llamaba ella a los escritos de su
patrona, solo para divertirse haciéndola rabiar un poco, porque eso era algo
que Gloria disfrutaba muchísimo.
Tampoco nosotros nos extrañamos de la falta
del viernes de vino porque La
Pocha era así, un día se levantaba cruzada y se hacía un
viernes de vino para ella sola y ¡guay! del que cayera sin invitación.
Fue a la semana siguiente cuando Gloria,
después de sus acostumbrados quehaceres silenciosos, se atrevió a llamar a la
puerta de la pieza de La Pocha
no sin antes persignarse por las dudas y, como nadie contestó, se persignó
nuevamente y entró, y no fue La
Pocha recostada en su cama, que sonreía como soñando
despierta abrazada a uno de sus cuadernos, sino aquel olor que se le pegó a
la nariz y según ella no se le fue más, lo que la hizo darse cuenta; y llorar.
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