lunes, 23 de marzo de 2020

Escribir rima con morir



   Escribir rima con morir solía decir La Pocha, agregando un dubitativo “eso creo” mientras hacía un bollito una hoja y la dejaba junto a otros bollitos casi idénticos al que ahora apoyaba distraídamente, sin mirarlo siquiera, sobre la mesa del comedor; cocina-comedor, como ella llamaba a ese lugar, ya que a varios metros de la mesa se encontraban, la cocina propiamente dicha, la mesada, y un mueblecito para planchado, inútil, porque La Pocha nunca planchaba nada.  Después bajaba la cabeza y garabateaba en su cuaderno de notas, no sin antes beber un sorbito de aquel vino que tanto le gustaba y que paladeaba con los ojos entrecerrados para luego asegurar, en el vino está la verdad, antes de sumergirse en un delirio de escritura apretada y diminuta.
   Al lado del mueblecito inútil había una biblioteca, o mejor dicho, un armario blanco para escobas convertido en biblioteca por La Pocha, porque ella tenía muebles que improvisaba para guardar libros en cada rincón, hasta que un día la pequeña casa, que además de la cocina tenía un cuarto de baño y una habitación enorme que daba a un patio que habitaba la más diversa maleza, le quedó más pequeña todavía tanto mueble-biblioteca improvisado, y empezó a guardar los libros en cajas para televisores, que se procuraba luego de una tarea detectivesca llamando a la puerta de los compradores de esos aparatos, que se las entregaban gustosos, según ella. Y eran precisamente aquellas cajas que dejaba por todos lados, las que hacían que andar por la casa-biblioteca de La Pocha fuera una misión como quien dice imposible.  Eso sí, lugar para sentarse había de sobra porque La Pocha ponía almohadones que ella misma hacía sobre las cajas que previamente forraba con géneros que compraba de oferta, y que le daban al lugar, a quien ingresara al lugar, y a primera vista, una sensación como de mareo con tanto color desordenado y encimado. 
   Claro que para los que acostumbrábamos a visitar a La Pocha, aquella característica tan peculiar de su decoración había dejado de llamarnos la atención hacía años y ni siquiera reparábamos en ella. 
   Lo que yo más admiraba de La Pocha era esa memoria de elefante, para ser gráfico, ya que por todos es conocida y aceptada la metáfora.  Ella sabía en ese revoltijo, dónde se encontraban cada uno de sus libros y, sin dudar, abría el mueble o la caja correcta.  Lo único un poco incómodo era que los que la visitábamos, los que asistíamos a los viernes de vino, teníamos que andar levantándonos de las cajas-sillones, para que ella pudiera abrirlas mientras nosotros escogíamos otra donde sentarnos, por un rato nomás, ya que La Pocha se la pasaba sacando libros de aquí y de allá, por lo que si alguien pudiese ver, solo ver, sin oír lo que allí ocurría,  habría pensado que se trataba de algún extraño juego de cambio de lugares.
   Si bien los temas en la casa de La Pocha eran diversos y ruidosos, acompañados por la guitarra del Guille o los viejos discos de Silvia, la literatura se llevaba las de ganar, porque La Pocha no tenía ni  quería tener otro tema de conversación, excepto que se tratara de alguna vieja película europea repuesta en algún canal de cable, o el descubrimiento de algún vinillo tardío con sabor a madera y pasas, que gustaba acompañar con criollitas untadas con queso roquefort, presa de un éxtasis que los que la conocíamos sabíamos que no debíamos interrumpir aunque fuese para anunciarle que la mismísima felicidad en persona se encontraba llamando a su puerta.
   La Pocha había enviudado de mi hermano Manuel hacía una decena de años y todavía insistía en guardar sus cenizas, porque, si bien él le había pedido que las arrojara a las aguas del Salado y me había hecho jurar que yo se lo iba a hacer cumplir bajo amenaza de  volver por las noches y tirarme de las patas mientras duermo, ella decía que ni loca lo iba a tirar a ese río lleno de caca y que se acabó el tema y que después de todo, al que le iban a tirar de las patas mientras dormía era a mí y no a ella.
   Fue después del cáncer que se llevó a Manuel de buenas a primeras sin darnos tiempo a nada que ya estaba muerto, acostado en su cama y con su mujer agarrándole la mano y rezando para que se fuera directo al cielo, que la Pocha se convirtió en “La Pocha”, la que ahora es esta otra Pocha, que, ni bien se lo llevaron a Manuel para la funeraria, plantó bandera, mandó al diablo el estudio contable, se despidió de los clientes que según ella le habían amargado la vida por más de  veinte años y se dedicó a vivir a lo Keynes, como le gustaba decir, con una frugalidad digna de un monje, encerrada en la pequeña casita donde entraban solo los invitados de los viernes de vino, entre los que me encontraba yo, Gerar, como me llamaba a pesar de mi disgusto por el recorte innecesario a mi nombre, maniático, solterón, machista, buen amigo-cuñado, y confiable para guardar secretos y penas ajenas, todo eso según ella, que tenía la ciega certeza de poseer un sexto sentido que le permitía clasificar -así decía- a la gente.
   Si bien seguía siendo hermosa, el rostro de La Pocha mostraba las señales del paso del tiempo, y su cabellera, que desde la muerte de Manuel llevaba corta, comenzaba, para usar otra metáfora conocida, a platear.
   Manuel le había dejado, además de la casita que levantaron juntos cuando todavía hacían el amor de parados contra el sauce del patio, o dentro del galponcito de los vinos, como llamaban a esa cueva hecha con piedras traídas a Santa Fe desde las sierras de Córdoba, recubierta en madera y en la que se habían gastado la mitad del presupuesto para la casa, una pensión que ni regia ni miserable, le permitía esa vida que a ella parecía bastarle para ser, yo creo, medianamente feliz, entre sus cajas de libros, su vieja computadora que se oponía terminantemente a cambiar por una más moderna, y sus botellitas de tardíos, que eran el mejor regalo que cualquiera pudiera hacerle.
     
   Fue Gloria la que me avisó.  Gloria tenía una llave de la casita que usaba todos los jueves a eso de las ocho y cuarto de la mañana para entrar sin necesidad de despertar a La Pocha. Entraba silenciosamente para volver a salir y luego regresar con las provisiones para la semana.  Después, siempre sin hacer ruidos, ordenaba y limpiaba todo lo que le era posible dadas las pilas de libros y papeles que La Pocha tenía por todos lados y que, en caso de encontrar fuera de lugar era capaz, siguiendo con los lugares comunes, de hacer arder Troya.   Gloria era sumamente cuidadosa con esas cosas ya que aseguraba que La Pocha tenía el don divino de darse cuenta con una ojeada de soslayo si algo no estaba donde lo había dejado.
  
   El primer jueves que Gloria no vio a La Pocha no se alarmó ni mucho menos,  incluso pensó que tendría la mañana en paz sin ella hormigueando por ahí todo el tiempo.  Gloria sabía que La Pocha solía amanecerse entre sus cuadernos llenos de borrones, como llamaba ella a los escritos de su patrona, solo para divertirse haciéndola rabiar un poco, porque eso era algo que Gloria disfrutaba muchísimo. 
   Tampoco nosotros nos extrañamos de la falta del viernes de vino porque La Pocha era así, un día se levantaba cruzada y se hacía un viernes de vino para ella sola y ¡guay! del que cayera sin invitación.
   Fue a la semana siguiente cuando Gloria, después de sus acostumbrados quehaceres silenciosos, se atrevió a llamar a la puerta de la pieza de La Pocha no sin antes persignarse por las dudas y, como nadie contestó, se persignó nuevamente y entró, y no fue La Pocha recostada en su cama, que sonreía como soñando despierta abrazada a uno de sus cuadernos, sino aquel olor que se le pegó a la nariz y según ella no se le fue más, lo que la hizo darse cuenta;  y llorar.


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