sábado, 29 de febrero de 2020

Zeus


Aplacaba su lujuria por ella sin pudor y sin malicia.  Después solía llorar. De pie, desnudo ante la ventana, viendo el río arder.
Nunca se quedaba más allá de la ascensión del éxtasis. Saltaba del lecho cuando su corazón aún palpitaba al ritmo del orgasmo demorado hasta saber de ella, del  orgasmo de ella.
—Mirá mi obligación es satisfacerte así que decime.
—Lo hacés, no te preocupés.
—¿No me vas a decir?
—No, ya te dije, así está bien. Está todo bien.
Nunca se quedaba, ni por un minuto, ni por un segundo. Saltaba de la cama impelido por una decisión irreversible y brutal de la que parecía saber lo que necesitaba saber y nada más: nunca acariciar, nunca abrazar, nunca besar después del ascenso, después de perder la urgencia, de entregarla a regañadientes entre quejidos mezquinos.
—Andá al baño.
—Sí ya voy.
—La canilla está un poco…
—Sí ya sé.
Esperaba a escuchar el agua correr para llorar en silencio, mirando el río en llamas desde la ventana.

La había conocido como a todas, por ahí, de cruce, por casualidad. Como con todas le había llamado la atención algo en el cuerpo, le había gustado ese algo, había pensado en ese algo. En ella fueron las piernas. Después  lo atrajo eso que llamó la energía. Una fuerza que percibió a la  distancia y descubrió con la piel. Fue una corriente que llegó desde ella hasta su carne y le instaló la urgencia.  
Después hizo lo de siempre, buscarla allí donde la había visto. Esa playa marrón, con la arena quemada por las llamas del río. Buscarla durante días hasta que ella regresó, dorada y ligera como la brisa, como la siesta. Se habían  encontrado con la mirada entre la gente y el viento. Los que trafican con el amor se reconocen mutuamente.
La había invitado a cenar. Un día de semana. Nunca las invitaba los viernes ni los sábados. Solo los días de semana, era su regla, la número dos. La número uno era el salto colosal, ese salto parecido al asco o al espanto.
Ella había aceptado sin dudar, con poca coquetería, más bien con un aire de cansancio bien disimulado por la sonrisa amplia. A él le gustaba la sonrisa de ella. A veces la recordaba sin proponérselo, a veces la pensaba por un momento antes de espantarla como a una mosca. A veces la miraba, definitiva, en la cara de ella, la miraba antes de ocultarla con un beso, siempre el mismo. Un beso imperativo e implacable.
—Dejame besarte. Nunca dejás que te bese.
—Nos besamos todo el tiempo.
—No, no nos besamos. Me comés la boca todo el tiempo. Me ahogás, pero no me dejás besarte. Igual me gusta.
A ella le gustaba que él la besara de eso modo, con ese beso iracundo que no dejaba lugar para la ternura; le servía para creer que él la deseaba como ese beso. Desesperado.
Después del encuentro breve, demoledor, ella, como todas, obedecía la orden: andá el baño.
Cuando reaparecía en la cocina oliendo a jabón, él servía la cena, o el postre si previamente habían cenado. O el vino, si habían cenado y comido el postre. O simplemente le decía no te borres, si ella se había entretenido en la ducha y él había llorado mucho, esperándola, parado desnudo frente a la ventana, viendo las brasas del río iluminar la isla.

Con ella lo habían hecho en la cama, en la suya, esa que no usó nunca con las otras, con las otras lo hacía en una tarima, cuadrada y enorme, que construyó él mismo y preparó exclusivamente para el sexo, tanto como pudiera, con tantas como pudiera. También lo había hecho ahí con ella, al principio, las primeras veces; y en la cocina: ella sentada sobre la mesa, ella parada aplastada contra la pared, o de espaldas a él, con la ropa enredada sobre las sandalias, las manos apoyadas en el vidrio esmerilado de la puerta que da al patio. También en una silla, y  sentados en el doble escalón que lleva a la tarima. Una vez lo hicieron en el baño, pero no en la ducha. En la ducha no, esa era la tercera regla.
La cuarta era no buscar y limitarse a esperar sin esperar realmente. Después de haberlas elegido y concretado el primero encuentro, no volvía a buscarlas; esperaba. Secretamente deseaba que ellas no volvieran nunca. Secretamente esperaba que comprendieran que no debían volver.
—¿Te llamo?
—Me da igual. Vos decidís.
—¿Querés que volvamos a vernos?
—Me da igual, si sí o si no, está bien para mí. Es la mujer la que decide así que decidí vos.
—Bueno, si te da igual, te mando un mensaje y acordamos.
—Dale, lo que vos digas, yo no obligo a nadie a nada.

Con ella quiso que volviera, no lo dijo, pero quiso. Entonces dejó entrar al gato que había estado maullando fuera, durante toda la cena. Dejalo entrar, le había dicho ella mientras comían. No, es una porquería, te va a molestar todo el tiempo, le había contestado él.
Así que pensó que si dejaba entrar al gato, ella se quedaría unos minutos más. Más allá del sexo, del salto brutal, del baño, del vino.  
—¿Cómo se llama tu gato?
—Rafael; por el tenista.
—Va a ser grande, es largo.
—Es una porquería.
—Sí, se ve que es malcriado, una porquería de malcriado.

Con ella quiso que volviera y ella volvió. Otras habían vuelto también aunque él no lo había querido así.

Ella le había dicho que no esperara nada más que lo que habían tenido, nada más  que lo que tenían: las pieles cambiando el olor, los ascensos, los gritos ahogados, el salto de él, el baño de ella. El vino.

Pero él tenía también el llanto; ese llanto derramado sobre el fuego del río.

Ella le había dicho su nombre aquel día sobre la arena chamuscada. Se lo había dicho, y el nombre había atravesado la sonrisa de ella y se había sentado en la tristeza refugiada en los ojos de él.  Fue entonces que había comenzado a llorar. Era por la belleza de ella que él lloraba. Por la belleza y por el nombre.
Ella le había dicho su nombre y él lo repetía cada vez, antes del salto, mientras ascendía, y más tarde: después del salto, del baño, del vino. Lo repetía cuando ella se había ido y el fuego en el río se había extinguido y el cansancio lo había alcanzado a él, como un bálsamo, como un conjuro, como una redención.  Lo repetía sin saberlo entre los paisajes del sueño, ininteligible y atroz.  Lo repetía sin quererlo, después,  mucho después, cuando ella dejó de ir y las llamas del río se ahogaron y muchos nombres de muchas ellas intentaban reemplazarlo.


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Afrodita