Aplacaba su lujuria por ella sin pudor y sin malicia. Después solía llorar. De pie, desnudo ante la
ventana, viendo el río arder.
Nunca se quedaba más allá de la ascensión del éxtasis.
Saltaba del lecho cuando su corazón aún palpitaba al ritmo del orgasmo demorado
hasta saber de ella, del orgasmo de
ella.
—Mirá mi obligación es satisfacerte así que decime.
—Lo hacés, no te preocupés.
—¿No me vas a decir?
—No, ya te dije, así está bien. Está todo bien.
Nunca se quedaba, ni por un minuto, ni por un segundo.
Saltaba de la cama impelido por una decisión irreversible y brutal de la que
parecía saber lo que necesitaba saber y nada más: nunca acariciar, nunca
abrazar, nunca besar después del ascenso, después de perder la urgencia, de
entregarla a regañadientes entre quejidos mezquinos.
—Andá al baño.
—Sí ya voy.
—La canilla está un poco…
—Sí ya sé.
Esperaba a escuchar el agua correr para llorar en
silencio, mirando el río en llamas desde la ventana.
La había conocido como a todas, por ahí, de cruce, por
casualidad. Como con todas le había llamado la atención algo en el cuerpo, le
había gustado ese algo, había pensado en ese algo. En ella fueron las piernas.
Después lo atrajo eso que llamó la
energía. Una fuerza que percibió a la
distancia y descubrió con la piel. Fue una corriente que llegó desde
ella hasta su carne y le instaló la urgencia.
Después hizo lo de siempre, buscarla allí donde la
había visto. Esa playa marrón, con la arena quemada por las llamas del río.
Buscarla durante días hasta que ella regresó, dorada y ligera como la brisa,
como la siesta. Se habían encontrado con
la mirada entre la gente y el viento. Los que trafican con el amor se reconocen
mutuamente.
La había invitado a cenar. Un día de semana. Nunca las
invitaba los viernes ni los sábados. Solo los días de semana, era su regla, la
número dos. La número uno era el salto colosal, ese salto parecido al asco o al
espanto.
Ella había aceptado sin dudar, con poca coquetería,
más bien con un aire de cansancio bien disimulado por la sonrisa amplia. A él
le gustaba la sonrisa de ella. A veces la recordaba sin proponérselo, a veces
la pensaba por un momento antes de espantarla como a una mosca. A veces la
miraba, definitiva, en la cara de ella, la miraba antes de ocultarla con un
beso, siempre el mismo. Un beso imperativo e implacable.
—Dejame besarte. Nunca dejás que te bese.
—Nos besamos todo el tiempo.
—No, no nos besamos. Me comés la boca todo el tiempo.
Me ahogás, pero no me dejás besarte. Igual me gusta.
A ella le gustaba que él la besara de eso modo, con
ese beso iracundo que no dejaba lugar para la ternura; le servía para creer que
él la deseaba como ese beso. Desesperado.
Después del encuentro breve, demoledor, ella, como
todas, obedecía la orden: andá el baño.
Cuando reaparecía en la cocina oliendo a jabón, él
servía la cena, o el postre si previamente habían cenado. O el vino, si habían
cenado y comido el postre. O simplemente le decía no te borres, si ella se
había entretenido en la ducha y él había llorado mucho, esperándola, parado
desnudo frente a la ventana, viendo las brasas del río iluminar la isla.
Con ella lo habían hecho en la cama, en la suya, esa
que no usó nunca con las otras, con las otras lo hacía en una tarima, cuadrada
y enorme, que construyó él mismo y preparó exclusivamente para el sexo, tanto
como pudiera, con tantas como pudiera. También lo había hecho ahí con ella, al principio,
las primeras veces; y en la cocina: ella sentada sobre la mesa, ella parada
aplastada contra la pared, o de espaldas a él, con la ropa enredada sobre las
sandalias, las manos apoyadas en el vidrio esmerilado de la puerta que da al
patio. También en una silla, y sentados
en el doble escalón que lleva a la tarima. Una vez lo hicieron en el baño, pero
no en la ducha. En la ducha no, esa era la tercera regla.
La cuarta era no buscar y limitarse a esperar sin
esperar realmente. Después de haberlas elegido y concretado el primero
encuentro, no volvía a buscarlas; esperaba. Secretamente deseaba que ellas no
volvieran nunca. Secretamente esperaba que comprendieran que no debían volver.
—¿Te llamo?
—Me da igual. Vos decidís.
—¿Querés que volvamos a vernos?
—Me da igual, si sí o si no, está bien para mí. Es la
mujer la que decide así que decidí vos.
—Bueno, si te da igual, te mando un mensaje y acordamos.
—Dale, lo que vos digas, yo no obligo a nadie a nada.
Con ella quiso que volviera, no lo dijo, pero quiso.
Entonces dejó entrar al gato que había estado maullando fuera, durante toda la
cena. Dejalo entrar, le había dicho ella mientras comían. No, es una porquería,
te va a molestar todo el tiempo, le había contestado él.
Así que pensó que si dejaba entrar al gato, ella se
quedaría unos minutos más. Más allá del sexo, del salto brutal, del baño, del
vino.
—¿Cómo se llama tu gato?
—Rafael; por el tenista.
—Va a ser grande, es largo.
—Es una porquería.
—Sí, se ve que es malcriado, una porquería de
malcriado.
Con ella quiso que volviera y ella volvió. Otras
habían vuelto también aunque él no lo había querido así.
Ella le había dicho que no esperara nada más que lo
que habían tenido, nada más que lo que
tenían: las pieles cambiando el olor, los ascensos, los gritos ahogados, el
salto de él, el baño de ella. El vino.
Pero él tenía también el llanto; ese llanto derramado sobre
el fuego del río.
Ella le había dicho su nombre aquel día sobre la arena
chamuscada. Se lo había dicho, y el nombre había atravesado la sonrisa de ella y
se había sentado en la tristeza refugiada en los ojos de él. Fue entonces que había comenzado a llorar. Era
por la belleza de ella que él lloraba. Por la belleza y por el nombre.
Ella le había dicho su nombre y él lo repetía cada
vez, antes del salto, mientras ascendía, y más tarde: después del salto, del
baño, del vino. Lo repetía cuando ella se había ido y el fuego en el río se
había extinguido y el cansancio lo había alcanzado a él, como un bálsamo, como
un conjuro, como una redención. Lo
repetía sin saberlo entre los paisajes del sueño, ininteligible y atroz. Lo repetía sin quererlo, después, mucho después, cuando ella dejó de ir y las
llamas del río se ahogaron y muchos nombres de muchas ellas intentaban
reemplazarlo.
Me gustó, pero quedé incmpleto,ahogado y deseante, como el personaje.
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