I
—Buenas…
—Y santas.
Hacía ya unas horas y muchas leguas de
llanura interminable que, aunque el caballo mantenía constante el ritmo del
trote, el estilita permanecía siempre a la misma distancia, un poco por delante
y un tanto a la derecha él. Para evitar el embiste del animal contra la
columna, pensó. El poncho blanco
empezaba a pesarle y sintió el sol como si se le clavara en la cabeza y se le
metiera adentro.
—¿Tenés calor? —le
preguntó el penitente.
—Es que prefiero la noche
—le contestó él. Cabalgaba desde hacía días. Entraba en el sueño y cabalgaba.
La cara de la enfermera se le agrandaba ante los ojos y sentía como un mareo y
después cabalgaba.
II
—Antonio, ¿me escucha
Antonio? —la enfermera se acercó y le habló. Sí, dijo o pensó, no estaba
seguro. Agua, dijo después.
—No sé, pruebe usted —la
enfermera miró hacia atrás por encima del hombro. El desconocido acercó una
silla y se sentó. Agua, dijo él otra vez.
—Me parece que tiene
fiebre —el desconocido le había apoyado la mano en la frente húmeda y ahora
sacaba un pañuelo para secársela. Se parece al penitente, pensó él. Agua, creyó
que pedía.
I
Cabalgaba al paso mirando a lo lejos,
buscaba un caballo que enlazar para alivianarle al alazán la tarea de
sostenerlo día y noche sin descanso. El santón oraba, lo hacía de pie sobre la
columna. Él no se tiene que preocupar
por estas cosas, pensó, y se puso a contar las reverencias que el estilita
hacía mientras rezaba. Ochenta y cinco, ochenta y seis,…, noventa y dos; en la
ciento seis se detuvo. Para que yo expíe
mis pecados, pensó.
—¿Cómo se reza? —le
preguntó.
—Para adentro.
—Ya me lo figuraba ¿Nunca
baja de ahí?
—Nunca.
—¿Y cómo se las arregla
con?
—Nunca bajo.
II
La enfermera estaba otra vez inclinada sobre
él. Sentía que las sábanas le quemaban a
la altura de la espalda. El desconocido permanecía sentado a su lado. Intentó
alagar la mano. Quién sos, pensó que dijo.
—Está conciente —dijo la
enfermera.
—No se esfuerce Antonio
—alcanzó a escuchar.
I
—Se va a tener que
esforzar si quiere llegar antes de que se desangre.
—Pero el caballo va
reventar.
—Entonces se desangra
nomás —dijo el santón y regresó a sus oraciones, esta vez de rodillas sobre la
columna.
El caballo apuró el paso azuzado por él.
Sabía que Zama tenía una oportunidad de vivir. Así lo había escrito, lo
recordaba bien, le había dado una oportunidad a su personaje; aunque remota, le
había dado una oportunidad: “Hunde los
muñones en las cenizas del fogón. Si no te desangras, si te encuentra un indio,
sobrevivirás”. Taloneó al alazán. Antes había mirado al costado, al río
marrón y traicionero, al frasco medio sepultado en el agua; “Marta, no he naufragado”, leyó en el
papel que flotaba en el frasco. Todavía flota acá el frasco, pensó, yo no lo
escribí de ese modo. El caballo obedeció la orden. Él vio la polvareda al
frente. Los soldados ya se van, dijo. Meté los muñones en la ceniza Zama que ya
llego. ¡Ya llego!, gritó. El alazán se lanzó al galope, obediente. A lo lejos
el cielo de polvo que levantaban los soldados se achicaba. En el río, el frasco
cabalgaba a la par del alazán.
—Te bajaste —le dijo el
santón.
—Fue por causa mayor —le
contestó.
—Mataste al alazán.
—No aguantó más.
—Pobre animal.
—Concédame…—dijo de pie
junto a la columna. El santón le arrojó una rienda.
—Ahí tenés mi cimarrón.
Cuidalo.
—Para eso necesito
ladero.
Monta y ve asentarse la polvareda a lo
lejos.
—Zama se desangró nomás
—le dice el santón, todavía de rodillas sobre la columna —Parece que va a
llover.
II
El agua le calma el calor que siente en la
cara.
—Bajó la fiebre —la
enfermera enjuaga la esponja, la tuerce y le frota las muñecas y las manos.
—¿Usted cree que me
escucha? —pregunta el desconocido. Tiene la misma cara que el santón, piensa
él.
—No sé, algunos dicen que
sí escuchan; yo no sé —responde ella.
—Antonio… ¿me escucha
Antonio? —Sí, lo escucho, dice o piensa que dice y ve la cara del desconocido
sobre su cara. Es el santón, piensa. Agua, quiero agua.
—Escucha. Venga
enfermera, mire usted; escucha.
—Si usted lo dice.
—Antonio, no me afloje.
I
Abatidos los ojos por el aguacero se aferra al
cimarrón. El santón se ha sentado
y ha bajado la cabeza. El
agua le chorrea por las orejas, por los cabellos que se pegan a la barba de la
que caen hilos de agua sucia. Esta vez el mareo lo ha acompañado hasta allí. No
aflojo, yo no aflojo, pensó. El viento o un rayo lo tumban. Está de espaldas.
El guardia lo levanta a punta de
pistola. No hace falta el chumbo, piensa, si yo voy, si yo no me
resisto, sacame el chumo, sacámelo. Lo conduce a un patio sin cielo. Lo coloca
frente a la fila de soldados. Da orden de disparar. Los tiros resuenan en su
cabeza. No cae de rodillas como en las películas que solía ver de niño, ni se
aplasta contra la pared del fondo; se queda ahí como pegado al suelo. El
guardia se ríe; no con los dientes, se ríe con la mirada. Es la tercera vez que
simulan fusilarlo. Fueron cuatro en total. Todavía falta una, piensa. Por qué,
piensa también. Las manos le tiemblan. Ya nunca dejarán de hacerlo.
—¿Y por qué te llevaron
los milicos? ¿Te lo dijeron? —oye que le pregunta el santón. Él duda un
momento. Nunca voy a estar seguro, piensa, a lo mejor algo que publiqué; si me
hubieran dicho habría sufrido menos. Esta incertidumbre es la más horrorosa de
las torturas, piensa también. Finalmente contesta:
—Asunto de polleras; me
salvó una carta. En realidad me salvaron varias cartas, la de Heinrich Böll
me sacó de ahí y las que le escribí a Adelma Petroni me mantuvieron vivo;
ella las leía con una lupa y transcribía los cuentos, eran cuentos los que
escribía, decía que eran sueños, pero ella entendía que eran cuentos; después
los publicó. Ella también me salvó. Lo que no pude es olvidarme.
—Hablás mucho vos.
—No se crea. No me gustan
los ruidos, ni el chamuyo en exceso. Traen accidentes, deforman las cosas.
Traen sufrimiento.
II
—Intenta decirme algo
¡Enfermera! Vea, intenta hablar.
—Debe ser un reflejo.
—No. Intenta decirme
algo.
—Si usted lo dice.
—Dígame Antonio. Dígame.
No me haga pensar que Saer le marcó el destino con el título de aquel prólogo,
que el pobre se va hacer sentir culpable y se va a tener que subir a un caballo
a penar como Aballay. ¿Lo ve? Una sonrisa ¿Lo ve?
—Yo veo una mueca. Debe
ser una contractura o algo así.
—No. Me sonrió. Entendió
que bromeaba y se sonrió.
—¿De qué dice que se rió?
No entendí.
—El narrador silenciado,
así lo llamó Saer; el narrador silenciado. Alcánceme ese libro.
—¿Este?
—Sí. Lea.
—¿Qué?
—Que lea mujer.
—“El narrador silenciado.
Las tres principales novelas de
Antonio Di Benedetto, Zama, El silenciero y Los
suicidas, en razón de la unidad estilística
—Eso no mujer. Déme. Acá,
empiece acá.
La enfermera observa el
índice que señala el primer párrafo y lee— El aeroplano viene toreando el aire. Cuando
pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación, los chicos desandan.
I
—Se sienten los olores
del campo —el santón aspira un bocado de aire y se lo guarda un rato en el
pecho.
—Y hace un silencio
imperioso.
El santón ha estado tallando una rama.
Primero la limpió de asperezas, después la fue moldeando despacio con el
cuchillo paciente entre los dedos. Uno le sangra de un tajo limpio. Estira la
mano y le ofrece la obra. Una cruz con un Cristo flaco hundido entre la
corteza.
“La arena es blanda”. Oye la voz de la
enfermera entrando a su sueño, a su delirio,
no sabe. No sé qué carajos pasa, piensa.
—¿Escuchó?
—¿Qué cosa?
—pregunta el santón.
—No; nada, me pareció
nomás. Caballo y carro deben estar cerca —dice y mira a lo lejos. El cimarrón
olisquea el aire y se inquieta.
—Mirá que sos embromado.
Escribir tanta amargura es lo que te debe haber secado a vos.
—No crea, estos son
cuentos nomás.
“La uña pisa ya la ciénaga salitrosa”.
—Pobre animal. Ahí va el
puma.
—Ahí va.
“Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso, jugoso,
de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto”. La voz de
la enfermera es monótona. Parece no sentir nada; lee mal, piensa. Mal escrito,
concluye.
—Lo hiciste morir de
hambre, pobre animal. Habría sido más piadoso que lo matara el puma.
—Hay cosas peores que las
metáforas.
—Vaya si hay —dice el
santón—. Ya clarea —agrega y le da la espalda—. El Ángel del Señor anunció a
María; y concibió por obra del Espíritu Santo. Dios te salve,
María...
II
—“Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al otro
día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia atrás,
las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el aire”. Bueno,
siga usted que a mí no me pagan por leer
a los pacientes.
—Ahora estoy
seguro; él escucha. Vea esa mirada. Escucha.
¿Usted lo conoce?
—¿Qué me
pregunta? ¿No lo atiendo acaso?
—Sí, pero sabe
quién es él.
—Un paciente.
—Un escritor. Un
gran escritor.
—¿Sí? ¿Y lo que
estaba leyendo lo escribió él?
—Sí.
—No me gusta, es
triste.
I
—Qué triste che,
tanta muerte junta. Qué obsesión la tuya. ¿Y de qué los hiciste morir a estos
infelices?
—Yo no los hice
morir, se suicidaron. La muerte puede ser también una irrealidad.
Caballo y columna caracolean entre los
cuerpos. El caballo olfatea, arisquea, allí hay más que sólo muertos.
—Insisto. Qué obsesión
la tuya —el estilita santigua los cuerpos, les echa bendiciones y rezos —no
debería porque son suicidas.
—El hombre tiene
derecho a decidir cuándo y cómo morir —explica él, pero el santón no lo
escucha.
Los cadáveres van quedando atrás, ocultos
por el polvo que levanta el trotar del cimarrón. Caballo y columna entran en la espesura de la
llanura, vadean el pastizal.
“Dispone
de los cacharros debidos. Elige un desnivel del terreno que le sirve de mesa en
tanto él pueda arrimarle el caballo de manera que, aproximadamente, se recueste
en el borde. Sobre esa prominencia, no más alta que donde va la montura, hace
un fueguito y caldea el agua”. Se le
antoja matear.
—¿Un amargo?
—dice mientras ofrece. El santón alarga la mano desde la columna, él desde el
caballo.
—No a cualquiera
se le suicida un pariente —dice como al descuido, para ver cómo reacciona él.
—No crea, nacemos
con la muerte dentro.
—Está bueno
—sorbe; se escucha el ruido del agua saliéndose de la yerba, entrando a la
bombilla; unas gotitas verdes llegan a los labios del santón que alarga el
brazo sobre los pastizales y le devuelve
el mate— insisto en que es demasiada muerte.
—A lo mejor
siempre es la misma —le contesta mirando cómo el animal explora los pastos,
encuentra unos brotes tiernos y los masca.
—El suicidio es
pecado.
—¿Sabía que la
gente se suicida más en primavera y verano que en invierno?
—Estamos en
primavera. La chica tenía la mirada para adentro.
—Estaba muerta.
—Debe ser por
eso que miraba para adentro.
—¿Y ese de ahí
atado con una cuerda a la lápida?
—Mi padre. Tuve
que atarlo para educarlo. Se salió de la tumba y se la pasaba persiguiendo
mujeres y cometiendo infracciones. Igualito que cuando estaba vivo. Así que lo
até para que no se fuera demasiado lejos.
—Puedo verle los ojos
pero no la mirada.
II
—“Puedo
verle los ojos pero ha perdido la mirada”.
—Es que está inconciente
—le informa la enfermera.
—Es una cita.
—¿Lo ve? Es como lo que dije. Escribe cosas tristes.
—No siempre.
I
—Lindo
bosquecito.
—New
Hampshire. Me
vine después de la cárcel.
—Eso no fue cárcel, eso
fue la represión militar, che amigo. Me extraña que confunda.
—¿Se acuerda de las
cartas que le dije que escribía cuando estaba preso?
—Sí.
—Bueno, con la guita que
produjo ese libro me vine, también ayudaron los amigos. Al mediodía Caperucita
Roja me traía una canastilla con el almuerzo. Tenía todas mis necesidades
materiales cubiertas. Escribía todo el día y al atardecer cenaba pavo asado
porque los yanquis no tienen vacas; pero tienen el fuego, el viento y la luz.
—Pero vivías encerrado.
—Vivía escribiendo.
—Encerrado.
—Usted no entiende.
—Sí que entiendo. La
gente olvida rápido. A vos ya te olvidaron.
—Todavía no. Ahora lo
verá.
—A dónde vamos.
—A Los Andes. Regreso a
Los Andes.
—¿La cordillera?
—El diario.
—Nadie te espera.
—Creí que venía de chiste
la cosa.
—No, no era chiste; era
la realidad horrenda nomás.
—Me esperan. Ahí está mi
escritorio ¿Los ve? Se acercan para recibirme.
—Te veo frotarte las
manos con alcohol después de saludarlos.
—Una vieja costumbre.
—Una mala costumbre.
—Los crímenes se cometen
con las manos, además el baño estaba en el otro piso.
—Sos hostil a la hora de
mirar vos.
—Mis colegas me
aprecian. Conseguiré trabajo. Volveré a
ejercer.
—Tus colegas no te ven ni
te escuchan.
—No es cierto.
—Te veo caminar entre
ellos pero ellos no te ven. Ni al caballo ven.
—Seguimos con los
chistes.
—Creí que te gustaban.
—Para leerlos, sí
—¿Por qué volviste al
país?
—Porque me llamaron.
—Y por qué andás errando.
—No me renovaron el contrato.
Razones de austeridad. Por eso me vuelvo al exilio. En realidad no importa, me
gusta la soledad.
—En la noche hay
soledad.
II
—“La
noche sigue…y no es hacia la paz adonde fluye”.
—Ya no puede escucharlo
señor.
Sí que puedo, piensa él.
—Vaya con Dios, Antonio
—escucha y mira aquella cara. Sabe que será la última vez. Que entrará al sueño
y ya no volverá a salir. El desconocido se me parece, piensa.
I
—La noche es lo que sigue
—El santón se ha parado sobre la columna y señala el horizonte donde la llanura
va entrando.
—Y el silencio.
—Y la soledad.
—Sigo solo —dice él y
mira aquella cara por última vez. Ojos secos. Boca para adentro. Se me parece,
piensa.
—Vaya con Dios.
—En eso estoy —le dice,
pero el santón no lo escucha, ha entrado en las ensoñaciones del Ángelus. Reza
de pie, murmurando, ayudándose con el cuerpo. Inclina la cabeza y el tronco; y
reza.
El cimarrón se hunde en los pastizales. El
atardecer amarillea la llanura a lo lejos.
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