LA VUELTA A LONDRES
Hércules Poirot concluyó la lectura del
mensaje. El botones había llamado a su puerta con la bandeja del desayuno,
donde, bajo la carpetita de fino hilo, asomaba la esquela sin que nadie supiera
cómo había llegado hasta allí. Era el
tercero de aquellos correos inquietantes que había recibido esa semana. El
primero lo había conducido hasta Londres, el segundo lo había llevado a
alojarse en el hotel Majestic, donde aguardaba pacientemente el devenir de los
acontecimientos. El tercero, el que ahora sostenía en la mano abatida, lo había
sumido en un estado de inquietud que su carácter sobrio le impedía manifestar
abiertamente. Plegó el papel pensando en la enigmática frase: “EL TELÓN CAERÁ
POR ÚLTIMA VEZ”
La letra reconocible de la señorita Marple
había sido su primera pista, a la vez que parte del misterio.
¿Por qué la señorita Marple no firmaba las
misivas?, se preguntó. La señorita Marple sabía que él reconocería su letra
antigua, inclinada y majestuosa ¿De
quién ocultaba su identidad? ¿A quién o quienes temía y por qué?
El detective tenía muchas preguntas y
ninguna respuesta. Bebió su café sin
prestar atención, sin darse cuenta siquiera de que estaba frío. Se paró, caminó hasta la ventana y miró largo rato la
ciudad oculta por la niebla.
LA VISITA A LA MANSIÓN
Dos días atrás, vencido por su curiosidad, el
inspector Poirot se había presentado en la mansión Devon, donde la señora
Christie vivía tranquilamente su retiro. Aquellas novelas de misterio, que
durante cuarenta años había escrito con pasión que habían y entretenido y
encantado a sus compatriotas ingleses y al mundo entero, ya no parecían
interesarle en lo más mínimo. Hércules
Poirot, la señorita Marple, Mary Westmacott,
y tantos otros personajes reposaban en su retiro obligado, por quien les había dado vida.
Al enfrentarse a la reja que rodeaba la
mansión, el detective pensó que la casa necesitaba un buen repaso de
pintura. El jardinero quitaba la maleza
que crecía entre los macizos de flores. Poirot atravesó el jardín
rengueando levemente. El clima de
Londres empeoraba los síntomas de su
artritis. “Debí permanecer en Egipto”, pensó y creyó sentir en la piel y
hasta en sus viejos huesos el calor seco del desierto, pero la ilusión
desapareció tan rápido como había llegado.
La venerable escritora lo recibió con
calidez, aunque no se ocupó en disimular su sorpresa. Al verla, Poirot pensó
que a sus ochenta y cuatro años aún conservaba parte del encanto juvenil en la
mirada.
—Bienvenido mon ami —ella estiró su mano de niña y
el detective le besó levemente los dedos a la antigua usanza; pensó que la voz
de la señora Christie se había quedado detenida en el tiempo, que si cerraba
los ojos un momento, al abrirlos vería aquella mujer joven, segura de sí,
levemente atractiva, que conoció en 1920 en Styles, aquella primera novela que
le dio vida y que los unió para desentrañar un misterioso crimen tras otro,
novela tras novela, atrapar al culpable y ponerlo tras las rejas.
—Ha pasado mucho tiempo
señorita Ágatha —Poirot tenía un dejo de tristeza en la mirada.
—No he podido evitar que
así fuera, mi viejo amigo —la señora Christie fue contundente.
—De eso estoy
completamente seguro mon chèrie —el detective recuperó la postura
erguida y su mirada penetrante.
La señora Christie advirtió que Poirot no
había perdido la costumbre de ladear hacia un costado aquella cabeza con forma
de huevo que ella había elegido para su personaje más famoso, solo por
divertirse un poco. Mientras escribía una escena llena de tensión,
repentinamente una imagen de un huevo reluciente se le apareció sobre los
hombros de su detective, aquello la hizo reír en la soledad de su estudio
mientras tecleaba la máquina de escribir, así de simple había sido.
—Ha llegado usted a
tiempo para acompañarnos a cenar —la escritora extendió el brazo trazando un
semicírculo con la palma de la mano hacia arriba, señalando el acceso al
comedor.
Era un amable gesto de invitación a pasar
que el detective agradeció con una levísima reverencia acompañada de una
inclinación rígida de cabeza. Después se colocó junto a la señora Christie y le
ofreció el brazo. Ella apoyó su manecita surcada de venas azules sobre el
antebrazo de él. El detective se sorprendió de la levedad del contacto. Juntos
caminaron, lenta, solemnemente, hacia el comedor.
Durante la velada fue la señorita Marple la
que ofició de anfitriona. Envuelta en su aire antiguo, dispuso que se sirviera y mantuvo animada la
conversación.
Poirot observó a su más sagaz contrincante
en la resolución de crímenes: la señorita Marple, esa pequeña viejecita
aparentemente inocente, de inteligencia aguda y percepción aguda. “Una
mente deductiva, la mente de una científica, de una exploradora del alma
humana. De una bruja”, pensó Poirot.
Aquella noche eran seis a la mesa. La señora
Christie ocupaba la cabecera; a su derecha se encontraba la señorita Marple y
junto a ella, Mary Westmacott, una novelista de historias rosa, historias de
enamorados, colmadas desencuentros, besos ardientes y bodas alegres, a quien Poirot no le quitaba los ojos de
encima.
El detective se hallaba a la izquierda de la
escritora y junto a él, Sir Max
Mallowan, esposo de Christie, quien hablaba detalladamente acerca del hallazgo
de unos petroglifos, en el sur de Puerto Rico, que según Mallowan, podrían
derramar luz sobre muchos aspectos de la vida indígena en la región, desde
rituales religiosos, hasta hábitos de comer, cosa que Mallowan parecía
considerar de vital importancia en su vida a juzgar por el entusiasmo que
mostraba en su relato.
—Los petroglifos incluyen
el tallado de una figura humana de rostro masculino y patas de rana. También
descubrieron varias tumbas con cuerpos enterrados bocabajo, con las piernas
dobladas a nivel de las rodillas, un estilo nunca antes visto en la región. Mi
colega y amigo, Hernán Bustelo, me ha mantenido informado y esta mañana ha
despachado hacia aquí, una serie de fotografías tomadas en el sitio del
hallazgo.
—¡Oh! Cuánto me alegro
por ti, querido ¡Debes mostrarme esas fotografías en cuanto lleguen! —los ojos
de la señora Christie chispearon de emoción.
Durante su juventud, el matrimonio había
disfrutado de las excursiones arqueológicas de Sir Mallowan, amándose
apasionadamente, compartiendo y alegrándose uno por el otro. Ella por los
hallazgos de él, y él por la inspiración que aquellos lugares lejanos y
exóticos despertaban en la escritora,
que la llevaban a crear sus maravillosas
historias de misterio.
—No logro comprender todo
ese entusiasmo —la señorita Marple aguijoneó a Mallowan. Con los años, la antipatía que se profesaban
se había consolidado y tenía la consistencia de la lava solidificada. El motivo
era tan simple como absurdo: ambos amaban a la escritora más que a ningún otro
ser en el mundo y ambos, marido y amiga entrañable, sentían celos descomunales
el uno del otro.
—Es que no puedes
imaginar querida, la emoción de limpiar con ahínco el polvo y la mugre y
descubrir un amuleto de siete mil años de antigüedad —intervino la señora Christie,
a favor de su esposo.
—Ciertamente no —ironizó
mirando a los ojos serenos de Mallowan, la señorita Marple.
El extremo opuesto de la mesa fue ocupado
por Philip Duchamp, un jovenzuelo aspirante a escritor que oficiaba de
secretario de la señora Christie. El joven tenía unos modales indecisos, de
persona nerviosa, y una pose aristocrática demasiado estudiada, como aprendida
en clases de teatro. Su cabello rojizo parecía imposible de doblegar por peine
alguno y su rostro, blanquecino,
salpicado de pecas, sugería que vivía una tragedia personal.
Poirot se detuvo en pensar lo extraño de
aquella disposición a la mesa, fuera del protocolo. ¿Un jovenzuelo altanero
sentado a la cabecera de la mesa en el lugar que debería ocupar el dueño de la
mansión? Otra pregunta a la que tendré que encontrarle una respuesta lógica,
pensó.
—¿Cómo va ese trabajo
Philip? —interrogó con suavidad la señorita Marple.
—Impecable, tanto que
sería imposible mejorarlo, diría yo.
—Un joven eficiente
—celebró con un aplausito suave y sordo, la escritora.
—Y poco modesto —agregó
la anciana señorita Marple, con una sonrisa que hizo chispear sus ojos azules y
marcarse aún más las incontables arrugas de sus mejillas sonrosadas.
—No es falta de modestia,
es sinceridad —replicó vanidoso el joven secretario, levantando orgullosamente el mentón.
—Mi querido Philip, su
soberbia está ampliamente compensada por su talento. No se ocupe usted de ella.
Los años lo harán ¿No lo cree usted
Max? —la señorita Marple, volvió a incitar
al jovenzuelo, con su dudoso sentido del humor, pero éste pareció no comprender
la ironía.
—No veo que lo hayan
hecho con la suya, Miss Marple —Sir Mallowan salió en defensa del inexperto
Philip, sin saber si lo hacía por simpatía hacia él o para molestar a la señorita
Marple.
—Siempre le he resultado
odiosa, Max, lo sé ¿No le parece que a esta altura de nuestras vidas deberíamos
abandonar rivalidades? —la invitación de la señorita Marple fue acompañada por
una amplia sonrisa.
—Yo no he sido nunca su
rival Miss Marple —fue la respuesta de Sir Mallovan.
—Me refería a que yo he
sido la suya —contestó son un risita pícara, un tanto siniestra, la señorita
Marple.
—Lo reitero estimada
anciana, los años no han podido con ciertos rasgos de su carácter.
—Eso se lo debo enteramente
a Ágatha —contestó la señorita Marple, mientras se llevaba un bocado diminuto a
la boca.
—Nada me debes querida,
ha sido un placer crearte con ese indócil carácter escondido tras tu bondadosa
mirada de viejecita inocente —la señora Christie, aparentemente ausente, había
seguido la conversación con verdadero deleite, le gustaban esas disputas
verbales tan parecidas a juegos de esgrima, esos juegos que mucho la deleitaron
mientras los escribía para sus personajes—
¿Cuándo cree que terminará usted ese dichoso libro, Philip?
—En un par de meses —el
muchacho hizo una pausa— a lo sumo —agregó, abriendo desmesuradamente los ojos
porque se había atragantado —, pretendo que su biografía sea un retracto exacto
de su persona y su valía —completó la frase con la voz afinada por la falta de
aire.
—Un par de meses —la
señora Christie repitió la frase; luego
meditó un momento—. Muy bien, le concedo ese tiempo antes de marchar.
—¿Planeas un viaje,
querida?
—Uno muy largo Miss
Marple. Me pregunto a quién de ustedes llevaré conmigo.
—Tal vez deberías pensar
en Max.
—Max ha viajado más de lo
recomendable.
—Nunca se ha viajado lo
suficiente ni explorado lo necesario querida Ágatha —fue la respuesta de su
marido, recordándole sus viajes por Egipto y por América en busca de reliquias
ocultas, cuando él era aún un prometedor arqueólogo joven, lleno de entusiasmo,
deseoso de hallar aquellos tesoros de los que hablan las leyendas y ella la
única mujer sobre la tierra para él.
—¿Todavía desentierra
cosas Max?
—Hasta que sea a mí a
quien entierren.
—Cuando eso ocurra
prometo no intentar desenterrarle.
—Para eso tendría usted
que sobrevivirme, Miss Marple.
—Ciertamente Sir
Mallowan, no me cabe la menor duda de
que lo haré.
—Brindemos entonces, por
el oráculo Marple.
Mallovan
bebió un largo sorbo de vino de su copa de fino cristal, sintiéndose muy
satisfecho. “Gané esta batalla”, pensó y buscó la mirada cómplice de la señora
Christie que levantó su copa en señal de festejo por el triunfo de su marido.
Poirot se había mantenido alejado de la contienda, atento a los modales
suaves de Mary Westmacott, cuyo perfume dulce, acaramelado, podía oler con cada
inspiración. Para Mary los años parecían no haber pasado, como para la señorita
Marple. Ambas mujeres se veían tal y como él las recordaba, tal y como eran
veinte años atrás. Solo él, aunque lo disimulaba muy bien, no era el mismo de
siempre, no era el mismo de todas aquellas novelas que lo tuvieron por el más
lúcido de los detectives: siempre triunfador, siempre admirado, pulcro hasta el
exceso, pintorescamente vestido, luciendo su tieso bigote militar.
—Ciertamente no esperaba
verla aquí Mary —la voz de Poirot se suavizó al dirigirse a Mary.
—Ni yo a usted Hércules.
—Han pasado…
—Demasiados años como
para pensar en ellos —lo interrumpió Mary.
—Se ve usted
verdaderamente atractiva.
—Gracias.
—Por los viejos tiempos
—Poirot alzó la copa de vino y Mary hizo lo propio.
La señorita Marple, siempre atenta a cuanto
ocurría a su alrededor, advirtió el encuentro de las miradas del detective y la
encantadora Mary. “He aquí el reencuentro de un par de tórtolos heridos”,
pensó.
Finalizada la cena la señora Christie se
despidió. Luchó durante algunos minutos por levantarse de su silla. Una mirada
de Sir Mallowan detuvo el intento de Poirot por ayudarla. La escena no pasó inadvertida a la mirada
aguda de la escritora.
—¡Oh! no se moleste viejo
amigo, ni piense que Max ha perdido sus
modales, tan sólo sigue las instrucciones del sádico de mi médico. Nada de
ayuda para que ejercite mis cansados músculos. Creo que no los acompañaré
durante el café, si me disculpan.
—No te inquietes querida
—se apuró en decir la señorita Marple—, vete a descansar, deja que yo me ocupe
del invitado.
—Hércules, espero que
disfrute su estancia en Londres. Siéntase bienvenido a esta casa.
—No le quepa duda de que
abusaré de su hospitalidad señorita Christie.
—También yo me retiro
—Mary Westmacott tomó del brazo a señora Christie.
—Espero verla pronto mon amiè
La señorita Marple observó el cambio en el
rostro del detective mientras Mary se alejaba. Parecía como si una luz interior
se le fuera apagando de a poco. “No existe nada más evidente que las penas de
amor”, pensó.
—¿Un coñac? —dijo la señorita marple—, eso
es, nada de café para mí.
Su pequeña voz pareció despertar al
detective de un sueño. Ella se había
sentado en un mullido sillón frente al hogar encendido. De las llamas azules,
amarillas y rojas, se desprendía una
tibieza tenue que invitaba a acercarse. Cada tanto podía escucharse el crepitar
de los leños y algunas chispas saltaban ascendiendo por el aire para disolverse
a pocos centímetros de las llamas.
La señorita Marple invitó al detective a
acompañarla, éste aceptó pero antes se disculpó y se dirigió al cuarto de baño.
El amplio pasillo que separaba las
habitaciones del piso superior de la mansión se encontraba en penumbras. Poirot
oyó las voces que llegaban al descanso de la escalera en un susurro. Se acercó
con cautela y en la media luz que iluminaba el corredor reconoció la silueta de
Sir Mallowan.
—Será con veneno entonces
—la voz nerviosa, un tanto aguda, llegó con claridad delatora hasta los oídos
del detective.
En ese momento, Poirot reconoció la segunda
sombra, se trataba de Philip Duchamp.
—¡Qué poco creativo!
—protestó Mallovan.
—Pero efectivo.
—Eso debo reconocerlo.
—Me parece una buena
jugada —reconoció Philip Duchamp—. Lo que no comprendo es qué hace él aquí
—hizo una pausa, luego dijo algo que Poirot no alcanzó a escuchar.
—Telón —fue la respuesta
de Sir Mallowan.
—Otra buena jugada, muy
digna de ella.
“Muy digno de ella”, pensó Poirot. “Buena
jugada”, repitió para sí, evidentemente hablaban de la señorita Christie.
Veneno: la palabra resonó en su mente una y otra vez, dejando un eco oscuro.
Las siluetas se alejaron por el pasillo.
Poirot caminó hacia el cuarto de baño
con los pensamientos inmersos en la conversación que acababa de
escuchar. “Esta vieja próstata”, pensó mientras se enjabonaba las manos. Luego
regresó al gran salón donde la señorita
Marple se encontraba cómodamente sentada, en aparente paz, como dormitando.
—Aquí está finalmente,
Hércules ¿Dónde ha dejado usted al buen
George?
—Mucho lamento que ya no
esté a mi servicio.
—Mala señal.
Poirot recordó la repentina muerte en
circunstancias un tanto confusas de su fiel sirviente, George.
—¿A qué se refiere
señorita Marple?
—¿No ha recibido usted
mis mensajes?
—Por ningún otro motivo
habría abandonado Egipto, se lo aseguro
¿De qué se trata esta vez señorita Marple?
—De un nuevo crimen, ¿de
qué otra cosa si no, mi querido Hércules?
Hércules Poirot rió,
aquel juego le divertía.
—Un crimen —murmuró
mientras se arreglaba su bigote renegrido—. Y supongo que será cometido aquí
mismo.
—Y en breve —la señorita
Marple se irguió en el sillón. Sus ojitos como espejos azules reflejaron el
rojo del fuego del hogar.
—Debo deducir entonces,
ya que los mensajes me han traído hasta aquí, que la víctima se encuentra en
esta casa en este momento.
—Así es —la señorita
Marple volvió a hundirse en el blando sillón.
—¿Y sabe usted quién será
la víctima?
—Mucho me temo mi querido
amigo que estamos en peligro. Uno de los dos hemos de encontrarnos pronto con el Señor.
—De lo que deduzco que el
asesino será una persona muy engreída y con una excesiva confianza en sí misma.
La señorita Marple rió
con su risita cascada ante la ocurrencia del detective.
—No tanto como usted, mi querido Hércules.
—Habladurías, señorita
Marple; habladurías —Poirot hizo una pausa y volvió a tocarse el bigote—. No
atino a pensar quién podría tener interés en terminar con la vida de una mujer
encantadora que no le hace el menor daño a nadie, o con la de un viejo
artrítico que ya no puede ejercer su precioso oficio.
—No debería usted
tratarse con tanta rudeza, amigo mío.
—Ha sido la señorita
Christie la que me ha pasado a retiro.
—Está usted en un error,
Ágatha guarda una sorpresa para sus lectores, la he escuchado hablar con su
apoderado y si no he comprendido mal, planea una nueva aventura para usted.
—Hace años que la
señorita Christie ha dejado de escribir novelas.
—Yo no he dicho que haya
estado escribiendo sino que planea sacar una novela a la luz.
—Me temo que no la
comprendo.
—Pronto lo hará, no
quiero arruinarle la sorpresa. Además lo he hecho venir por otro motivo.
—El supuesto crimen.
—Le aseguro que habrá una
muerte; aquí, y en breve.
—¿Qué propone entonces,
señorita Marple? Supongo que tiene un plan.
—Pues, por el momento,
estar a la acecho juntos.
—Y encomendarnos al bon
Dieu.
—Amén.
Un silencio oscuro que solo interrumpía el
crepitar del fuego, se instaló entre aquellos seres. Eran los personajes más famosos de la señora Christie,
de algún modo ellos la habían convertido en la gran escritora de historias de
misterio que ella era, le habían prodigado la fama de la que disfrutaba
actualmente. Ambos personajes sabían que la habían acompañado
incondicionalmente durante muchos años, décadas en verdad, trajinando en
cientos de aventuras. Siempre se habían sentido
los preferidos, sus creaciones mimadas. Pero un día eso había cambiado, la señora
Christie simplemente había dejado de escribir y ahora ellos deambulaban sin
sentido y sin rumbo.
Poirot
miraba las pequeñas llamas bailar. Sentía en el rostro el calor que
emanaba de ellas. Sonrió al escuchar los ronquidos de la señorita Marple.
TELÓN
En aquellos acontecimientos pasados dos días
atrás, sobre todo en la charla misteriosa en el pasillo de la mansión, pensaba Poirot después de leer cien
veces el último mensaje que había
llegado en la bandeja del desayuno. Su mente buscaba una pista, un hilo
conductor que uniera los datos que se le presentaban como cuentas dispersas de
un collar roto, mientras, apoyado en el marco de la ventana y con su taza de
café frío en la mano, parecía observar
atentamente a lo lejos, cuando en realidad, aunque la niebla comenzaba a
levantarse y la ciudad aparecía ante sus ojos, Poirot no podía verla pues su
mirada se encontrada vuelta hacia adentro de sí, enredada en el puñado de
acertijos.
Se alejó de la ventana y volvió a leer el
mensaje. “TELÓN”. La palabra escrita con la prolija caligrafía de la señorita
Marple ocupaba el centro del papel. Repasó la conversación en el pasillo de la
mansión Devon: “Telón”, había dicho claramente Sir Mallovan.
El detective apartó la vista de los techos
de las casas que comenzaban a iluminase con unos tímidos rayos de sol. Una
sonrisa asomó a sus labios: ya tenía su segunda pista. Se preguntó por dónde
comenzar la búsqueda.
Supuso que Telón sería seguramente el nombre
de un lugar y por ende el lugar donde se perpetraría el asesinato del que
hablaba con tanta seguridad la señorita Marple.
Dudó unos instantes ¿No estaría un tanto
anciana la señorita Marple? Tal vez, pero su mente parecía tan lúcida como siempre ¿Acaso buscaría algo de
diversión para darle un poco de emoción a su retiro? El detective apartó
aquellas dudas con unos movimientos rápidos de cabeza, como sacudiera fuera de
sí aquellas preguntas que lo acecharon.
En primer lugar, repasó la lista de hoteles
de Londres: nada. Ninguno llamado Telón. Hizo un gesto de fastidio torciendo la
boca. Con la cabeza inclinada a un costado permaneció concentrado algunos
instantes. Decidió recorrer la ciudad. Si Telón no era un hotel, sería un
restaurante, una confitería, un bar de
mala muerte, un muelle, un barco tal
vez, no importaba: él lo encontraría;
encontraría el lugar donde se perpetraría el crimen.
Londres había cambiado desde su última
estanca allí. Se había convertido en una urbe bulliciosa, un lugar que Poirot
apenas reconocía. Después de una infructuosa búsqueda por las zonas céntricas,
pidió al chofer del taxi que recorriera los suburbios, los barrios más
alejados, atestados de hoteluchos y bares que no figuraban en las guías
telefónicas. Finalmente dio con el
lugar. Un teatro de segunda categoría que ostentaba un enorme cartel anunciando
el estreno de una obra.
El inigualable Marcel Stapleton protagoniza “TELÓN”. Autor anónimo. Estreno
esta noche”, rezaba el cartel.
Poirot pidió al taxista que se detuviera
haciendo caso omiso a las advertencias de éste respecto de lo inseguro del
sitio que el detective parecía haber elegido para dar un paseo. Se bajó del
automóvil y se detuvo a observar el edifico. Era un lugar muy particular, ya
que emulaba una mansión victoriana. Al entrar, el sagaz detective abarcó con
una sola mirada todo el lugar. Fingiendo extraviarse en busca del cuarto de
baño lo exploró rápidamente. El ensayo de la obra había comenzado y nadie
prestó la menor atención al detective. Poirot recorrió el sitio. Observó que la
primera planta había sido transformada, allí se encontraban ahora el escenario y
las plateas. La segunda planta, donde en algún tiempo lejano se hallaron
las habitaciones, servía ahora de camarines a los actores. Solo la cocina
mantenía el estilo y las características de antaño, como si fuese un reducto
olvidado de otro tiempo.
Satisfecho con su exploración, Poirot
regresó a la sala y se sentó. Sobre el escenario los actores interpretaban sus
papeles. Aunque la obra se presentaba un tanto confusa, Poirot no tardó mucho
en comprender que un detective en decadencia, decrépito y acabado por lo años,
intentaba desentrañar una serie de crímenes horrendos ocurridos tiempo atrás,
en cuya resolución había fracasado provocando su descrédito y actual retiro.
Aquellos viles asesinatos habían sido tan bien planeados, ejecutados y
simulados como accidentes, que el viejo investigador, aunque estaba seguro de
conocer sin la menor duda la identidad del asesino, no podía más que resignarse
a su derrota y callar.
Poirot prestó atención al
diálogo que se desarrollaba en escena:
—Tendrá usted pruebas,
supongo —decía al tiempo que sonreía con evidente placer el asesino.
—Usted bien sabe que no.
—¿Y qué hará entonces?
—Tan solo verlo morir al
terminar ese delicioso té.
Un sudor frío corrió por la espalda de
Poirot al escuchar aquel diálogo. Un minuto después el actor que interpretaba
al asesino caía al suelo preso de convulsiones que sacudían todo su cuerpo. El
actor que interpretaba al viejo detective dejó su tasa sobre la mesa y esperó,
de frente a la sala, donde unos pocos espectadores aguardaban en silencio; unos
segundos después, también cayó al suelo en agonía terrible.
Al final de aquel ensayo Poirot se acercó al
actor que interpretaba al investigador
derrotado. Éste se mostró encantado del interés que había despertado en
el detective, aunque sin reconocerlo, considerándolo un simple admirador.
Poirot lo invitó con una taza de té
—Sin veneno, supongo
—bromeó el actor.
El bar estaba colmado de gente, pero al
fondo, en un rincón atestado por el humo de los cigarrillos, quedaba una
pequeña mesa redonda para dos. Allí se sentaron Poirot y el presumido actor.
—Así que mi actuación lo
ha impresionado —Stapleton se apoyó un brazo y parte de la espalda en el
respaldar de la silla. Su postura mostraba un exceso de seguridad en sí mismo
—Té o café —interrogó
Poirot. “Qué petulante”, pensó.
—Té —contestó al
descuido, como si no le importara—. Tardé varios meses en compenetrarme con el
papel —el viejo relataba con minuciosamente los detalles inherentes a su oficio; habló hasta que el mozo sirvió el
té.
Poirot estaba distraído, no le interesaba en
lo más mínimo lo que estaba escuchando: el estudio del personaje, su caracterización,
los ensayos fallidos hasta encontrar la personalidad exacta, la postura
adecuada, el tono correcto de la voz, y otras cosas sobre las que el actor se
explayaba interminablemente, sino el autor de la obra ¿Quién era el autor de
Telón? ¿Por qué aquella palabra que había escuchado en el rellano de la
escalera coincidía con el título de la obra y aparecía en el tercer mensaje que
le enviara la de la señorita Marple? ¿Qué las une. Qué las une?, se repetía el
detective para sí una y otra vez.
Inútilmente intentó Poirot, sonsacar
Stapleton cualquier dato que no estuviese ligado con su actuación, en fin,
cualquier dato que no estuviese relacionado con su muy alarmante y explícita
vanidad.
“Telón. Telón…”. Poirot
regresó al hotel sin ninguna pista y agotado por la charlatanería interminable
del actor que insistió en que la obra era de un autor que no deseaba ser
reconocido y que él, suponiendo que conociera su identidad -y no admitía que
así fuera-, jamás la revelaría.
Una vez en el Majestic, Poirot rechazó el
almuerzo, subió a su habitación y se sumió en un sueño cargado de sobresaltos
del que despertó con una palabra única en
la mente: veneno. Eso es,
pensó. Veneno, es lo que une la obra Telón y lo conversación entre Mallowan y
Duchamp.
Una ducha cliente lo reconfortó pero no lo
libró de su mente intranquila que ahora más que nunca buscaba encontrar el
nombre del autor de la obra. Comenzó a barajar una hipótesis:
Un viejo detective: yo
Un criminal impune:
¿quién, quien?
Justicia por mano propia:
no, no, no, nadie con honor.
Un suicidio: nadie que
pretenda salvar su alma. Entonces el viejo detective no soy yo, concluyó
¿Entonces quién? No puede ser la señorita Marple ¿O sí?
Por la tarde el botones llamó a su puerta, era un llamado que
Poirot esperaba con ansia.
—La señora Mary
Westmacott dice que usted la espera.
—Efectivamente.
Poirot vio entrar a Mary andando con paso
elegante, y se apresuró a tomarle las manos y besarlas mil veces.
—Chèrie, mon chèrie
—repitió una y otra vez mientras la besaba.
Los labios de los amantes se resecan con el
tiempo y la distancia, los de Mary se
conservaban suaves y tibios. Poirot sintió que todos los años que los habían
mantenido alejados se disipaban en ese momento anhelado, en ese beso mil veces
pensado, mil veces soñado.
—Creí que nunca volvería
a verte, Hércules. Ha sido una suerte que la señorita Christie volviese a
escribir.
—No lo ha hecho —se
apresuró a contestar el detective.
—Entonces… ¿Cómo se
explica tu presencia en Londres? ¿Cómo es posible que la señorita Marple y que
yo estemos aquí? —Mary se soltó del abrazo de Poirot.
—Mucho me temo que esté
llegando el final para alguno de nosotros, tal vez para todos, incluso para
Ágatha.
El detective se acercó nuevamente a su amada.
Nuevamente la besó.
—Hay algo que debes saber
—dijo y se alejó de ella unos pasos.
Como si se tratase de un acto teatral,
Poirot sostuvo su bigote por uno de los extremos, tiró de él y el postizo se despegó del rostro
dejando una línea roja sobre los labios.
Luego apoyó la mano en su cabeza y suavemente se quitó la peluca,
lentamente fue asomando una mata rala de
cabellos grises. Mary Westmacott no pudo disimular su sorpresa.
—¿Qué está ocurriendo,
Hércules?
—No lo sé. No hablemos de
eso ahora. Acércate mon chèrie.
—No sabes cuánto te he
extrañado Hércules.
DOS TAZAS DOS MUERTOS
“DOS TAZAS DOS MUERTOS”. La señorita Marple
plegó con delicadeza la hoja en la que acababa de escribir aquella frase y la
guardó en un sobre, después lo ocultó entre los pliegues de su amplia falda. La
señora Christie dormitaba a su lado.
Philip Duchamp entró en el salón con la cabeza baja, la mirada perdida en los
papeles que llevaba.
—Quisiera leerle unos
párrafos si me permite señorita Ágatha —la señora Christie abrió los ojos y se
irguió en el sillón, un tanto desconcertada.
—Creo que me he dormido
—dijo pestañeando repetidas veces detrás de sus pequeños anteojos de lectura.
—Lo siento señorita
Ágatha, no era mi intención despertarla —Philip se disculpó, enrojeció un poco y sus pecas se marcaron aún
más.
—¡Oh!, no se inquiete usted tanto Philip. Lo viejos
recibimos el privilegio de las siestas breves, a cambio de entregar las noches
largas ¿No es cierto querida? —preguntó la señora Christie, dirigiéndose al
señorita Marple.
—No lo sé querida, no
encuentro nada más placentero para hacer que dormir —contestó la anciana
tratando de disimular un bostezo.
—Usted no es vieja,
señorita Ágatha —el muchacho se deshizo en una sonrisa que mostró sus
dientecitos filosos.
—No alcanzo a decidir si
Philip se encuentra particularmente adulador o sarcástico esta larguísima tarde
—aguijoneó la señorita Marple, con su acostumbrada forma afectada de hablar.
—Miss Marple —el
secretario se limitó a saludarla pronunciando su nombre al tiempo que hacía con
una severa y rápida inclinación de cabeza.
—Philip —fue la respuesta
de Marple, que lo imitó con una media sonrisa al pronunciar su nombre,
irritando aún más al joven.
—Hagan una tregua por
Dios —ante el requerimiento de la escritora la contienda cesó.
—Deseo leerle unos
párrafos en los que he estado trabajando hoy —la señora Christie hizo un gesto
de asentimiento con la cabeza que acompañó con un movimiento sumiso de las
manos, indicando a Philip que leyera—. “En su juventud fue una muchacha
típicamente británica, no demasiado agraciada aunque tampoco fea…”
—Eso no me parece muy
halagador Philip —la señora Christie emitió una risita juvenil.
—No se burle señorita
Ágatha, déjeme continuar.
—Por favor, hágalo usted
—la risita se repitió mientras cruzaba una mirada cómplice con la señorita
Marple que se encontraba desinflada, como a ella le gustaba decir, sobre un
cómodo sillón que llevaba las marcas de sus
partes, como también le gustaba decir con picardía.
—“No asistió en forma
permanente a ningún colegio”.
—¡Qué vergüenza Ágatha!
—interrumpió la señorita Marple; Philip tosió—. Tu secretario se ha disgustado,
fíjate como tuerce el bigote —murmuró la
anciana al oído de la escritora. Philip volvió a toser, esta vez más fuerte.
Otra vez sus pecas se marcaron, furiosas, en la piel de las mejillas.
—“Sus ocupaciones eran
las corrientes para la época dentro de la clase social acomodada, cantaba,
bordaba, ayudaba en la cocina, incluso en el jardín…”
—Toda una alhajita —interrumpió la señorita Marple emitiendo una
risa rota por los años.
—¡Me hace usted ver como
una tonta Philip! —protestó la señora Christie, fingiendo disgusto.
—Espere, señorita Ágatha,
tenga usted un poco de paciencia —el joven comenzó a pasar las hojas
prolijamente mecanografiadas—. Aquí está, esto es lo que quería leerle: “era
aficionada a las historias de hadas, leía a Dickens y a Conan Doyle. Fue su
madre quien la animó a escribir su primer cuento”.
—Correcto aunque, perdone
usted, mi querido Philip, me parece que su estilo está un poco tieso. Los
lectores morirán de aburrimiento antes de acabar la primera página. No podría
hacerme ver menos seria, más ligera, más
—Más Ágtha —completó la
señorita Marple—, aventurera, decidida, indomable, intolerante, irascible,
porfiada, propicia a las rabietas, pero eso sí: constante, muy contante y
trabajadora, ingeniosa y talentosa; la más talentosa.
—Gracias querida, pero
creo que no será necesario que los lectores conozcan con tanto detalle mi
carácter.
—¡Oh! ¡Quién dirá dónde está la ficción. Si la
ficción no está aquí! —la señorita Marple se levantó de su sillón y recitó los versos con ademanes de
colegiala.
—¡Porque aquí están el
Color, la Muerte
y el Sueño! —respondió la señora Christie.
—No comprendo —balbuceó
azorado Duchamp.
—¿No conoce el poema de
Ágatha, Philip?
—Mi ignorancia sólo puede
compararse con la profundidad de Támesis, Miss Maple.
—¿El Támesis? Qué
ocurrencia ¿Ha observado usted que el agua del Tigris da mejor té que el agua
del Támesis? —se burló la anciana.
—No —contestó con
sequedad el joven; y dirigiéndose a la señora Christie— ¿A qué poema se refiere
Miss Marple?
—Al que Ágatha escribió
en su juventud, trabajando en el hospital de la Cruz Roja —contestó la
señorita Marple, pasando por alto que el joven no se dirigía a ella.
—No molestes al joven con
historias de viejos, querida.
—Ella trabajó como
enfermera en Torquay durante la primera guerra.
—¿Por qué no me lo había
dicho usted?
—Lo habré olvidado.
—Pues no parece haber
olvidado el poema.
—Cosas que ocurren con la
memoria de los viejos.
—Sales brillantes y
relucientes escamas, cristales del blanco más puro… y muchas tinturas, muchos
vinos, de lejanas tierras desconocidas…Un filtro de amor -un filtro de muerte-.
Aquí las sales de cobre, que avergüenzan a los cielos, con su centelleo
profundo y azul. Porque aquí están el
Color, la Muerte
y el Sueño….
— ¡Y la magia por
doquier! —concluyó la señora Christie.
—¡Bravo! —Philips
aplaudió de buena gana a la señorita
Marple. Ésta agradeció con una reverencia
—Gracias, querida,
querida amiga —la emoción se filtró en la voz de la señora Christie.
—No le he hecho justicia
Ágatha, apenas he recordado unos versos sueltos y en desorden.
—Estuviste maravillosa
Jane.
—Ya nadie me llama de eso
modo Ágatha: Jane —la señorita Marple pronunció su nombre con un dejo de
ternura en la voz.
—El nombre de pila es tan
solo otra de las pérdidas que ocurren con los años, querida.
—Cierto, pero prefiero
hablar de las ganancias, si no te importa.
—Te prometo que sólo
hablaremos de ellas de aquí en adelante, querida —y dirigiéndose a Duchamp —.
Continúe usted, Philips.
No muy lejos de allí, en el lujoso Majestic,
la tarde compartida pasó tan rápido como un leve suspiro para los viejos
amantes. Después de tantos y tan largos años de separación. Las palabras, las
miradas, los besos, las manos entrelazadas y finalmente las lágrimas, se
llevaron aquellas horas largamente esperadas y anheladas.
Después de compartir una cena frugal y
silenciosa, Poirot acompañó a Mary Westmacott a la estación de trenes.
—Hay una isla
solitaria, apartada, en medio del mar
—citó el detective y tomó la mano
de Mary. Ella lo miró con los ojos humedecidos. Él recitó el poema que abría la
última novela que ella había publicado.
—No puedo creer que después
de tantos años sigas leyendo esas olvidadas novelas mías, Hércules.
—No sólo las he leído,
también he pensado mon amour —hizo
una pausa— ¿Por qué no… nosotros…
—Nosotros no volveremos a
vernos —Mary intentó ocultar el pesar en
su voz.
—De eso no estaría yo tan
seguro, mon chèrie.
—Así será —dijo
enigmática, pero enérgicamente Mary y sacó un sobre de la cartera que entregó
al detective al mismo tiempo que lo besaba en la mejilla.
—Lo envía… —empezó a
decir pero el detective no la dejó concluir la frase.
—Lo sé —dijo él tomando
el sobre sin dejar de mirar a Mary a los ojos.
—Au revoir mon grand amour.
—Au revoir mon amie.
Poirot desplegó la hoja del mensaje y guardó
el sobre en el bolsillo. El guarda de la estación daba el último aviso antes de
la partida. Mary Westmacott se acomodó junto a la ventanilla. En el andén,
Poirot le daba la espalda con la cabeza baja, evidentemente leía la carta que
le enviara la señorita Marple. Mary lo vio erguirse y marcharse, la renguera de
la pierna del detective se había acentuado.
Ella estiró su mano enguantada y le dedicó un último saludo. Una
lágrima caía por su mejilla.
Poirot regresó al Majestic. DOS TAZAS DOS MUERTOS. La frase lo desconcertó, pero
después de unos minutos de reflexión recordó el viejo teatro, la última escena,
las tazas con las que se perpetraron un homicidio y también un suicidio.
Ingresó al vestíbulo envuelto en sus
cavilaciones, tejiendo nuevas hipótesis. Un viejo detective, algunos crímenes
irresueltos, un asesino certero e imposible de atrapar. Un autor que desea
mantener su nombre en secreto, un telón
y ¡dos tazas, dos muertos! La sangre fluyó con violencia a la cara del
detective. Un ligero mareo lo obligó a poyarse en el mostrador de la
recepción.
—Monsieur Poirot, la señorita Christie ha telefoneado en su
ausencia. Lo espera a tomar chocolate.
—¿Chocolate?
—We monsieur; chocolate.
El taxi tardó en llegar. Poirot, de pié en
la recepción del Majestic, ojeaba las
páginas del Daily Mirror. El conserje
tuvo que llamar su atención dos veces cuando el automóvil se detuvo a las
puertas del hotel a la espera de su pasajero. El detective había empalidecido.
Plegó el diario y salió a la calle.
El viaje fue lento a causa del tránsito.
Poirot releyó el artículo una decena de veces.
“[…]
la publicación de “Telón- Último caso de Poirot”, causará un gran revuelo entre
los seguidores de Ágatha Christie. La
autora sorprenderá a sus lectores con un final que dejará helado al propio
Poirot […] Mrs. Christie ofrecerá una conferencia de prensa el lunes por la
tarde en el […] Una pobre despedida para el más grande de los detectives. ¿Cómo
reaccionarán los seguidores de Poirot? […]”.
Así que de eso se trataba, finalmente la
señora Christie terminaría lo que había comenzado. Terminaría con Hércules
Poirot. Pero, ¿qué más podía hacerle al viejo detective la escritora?
¿Qué más que este estado
de enfermedad, de decrepitud? Poirot cerró el periódico, lo plegó y lo abandonó
en el asiento del taxi.
Se desató una llovizna cerrada. Al descender
del automóvil, Poirot sintió los aguijones fríos sobre la cara. El taxista le
sonrió
—Es usted Poirot ¿no es
cierto? —el detective asintió con una inclinación de cabeza.
—Soy un gran admirador
suyo, dígame ¿de qué trata su último caso?, no, no me lo diga. Dicen que la
señorita Christie había dispuesto que no publicaran la novela hasta después de
su muerte, pero que ha cambiado de opinión y quiere verla publicada antes de
morir ¿Está enferma la señorita Christie?
Dicen que la escribió hace 30 años, ¿es cierto eso?
—La señorita Christie no
me perdonaría que hiciera alguna revelación antes de la aparición de la novela.
—Entiendo, entiendo —dijo
el taxista, excitado y extasiado ante su célebre pasajero—. Llegamos. No, no me
debe nada, es por cuenta de la casa ¿Me firmaría un autógrafo?
—¿Cómo se llama?
—Alfonso —“para monsieur Alphonse, con respeto, Hércules
Poirot”.
Al ver al detective descender del taxi, el
jardinero acudió presuroso a abrir el pórtico, un portón de hierro forjado de doble
hoja, sencillamente ornamentado. Saludó a Poirot con una sonrisa amplia que
mostró la boca de dientes enormes,
desparejos y amarillentos. Se inclinó en una especie de reverencia que
el detective calificó de ridícula.
—Señor Poirot, permítame
felicitarlo.
La actitud toda del jardinero mostraba una
alegría que el detective consideró absurda. “El taxista”, pensó, “Ahora el
jardinero ¡Bon Dieu!”, murmuró entre dientes.
Poirot atravesó el parque con paso inseguro.
La pierna le dolía y aunque intentaba, no podía disimular su renguera. Pensaba
que al ingresar a la mansión encontraría a Sir Mallowan con la mano tendida
hacia él en una actitud que delataría el evidente de orgullo que sentía por la
señorita Christie; era algo que había presenciado muchas veces a lo largo de
aquellos años, siempre en la víspera de la aparición de una novela. También
estaría allí Philip Duchamp, “ese engreído”, zumbó, “ese poeta de domingo que
cree que pasará a la historia con una biografía escrita sin atractivo alguno.
Deberé estrechar su mano también”.
Por último pensó en la señorita Marple y
sintió envidia por primera vez; envidia y quizás celos. Ella lo observaría con
sus perspicaces ojitos azules. Se preguntó si estaría sonriendo como los demás.
Todo aquello le parecía un complot, una trampa. su sospecha se había convertido
en certeza: en la casa se celebraba su muerte.
El jardín que separaba la casa de la calle
era el orgullo del viejo jardinero. Poirot caminó por la senda de ladrillos
rojos sin mirar los macizos de flores, ni el seto bien cortado, ni los
ligustros podados semejando objetos fácilmente
reconocibles: aquí un cántaro, allá una gran pelota junto a una luna en
cuarto menguante, más allá un gran pájaro con las alas desplegadas. Toda
aquella perfección lograda a fuerza del arduo y constante trabajo del
jardinero, pasaba inadvertida a los ojos
del detective. Sus pensamientos se remontaban a los años de su juventud. Los
títulos de las novelas en que había sido el gran detective, el héroe de todos
los lectores que lo seguían y admiraban, se amontonaban en su mente, se
fusionaban; los años se confundían en su memoria. Esto o aquello, ¿había
ocurrido en 1920 o 23? ¿Era el 32 o el 62?
. Tantos lugares, tantas misterios
resueltos, tantos años de fidelidad: El
misterioso caso de Styles; Asesinato en el campo de golf ; Poirot investiga;
Los cuatro grandes; Los relojes;
La tercera muchacha; Las manzana; Primeros casos de Poirot. Una lista muy larga que sumaban […] “¿Cincuenta y
cuatro años? No pueden ser tantos”, pensó el detective. Sonrío. “Vaya
anacronismo”, masculló.
Al entrar a la mansión no encontró a la
señora Christie en el salón. Allí lo recibieron Sir Max Mallovan y Philip
Duchamp, tal como él había imaginado que ocurriría. Se alegró de ver que la
señorita Marple no sonreía como ellos.
—Ágatha lo espera en la
biblioteca —oyó de Sir Mallowan, que fue el último en saludarlo y que, sin
cambiar su expresión de satisfacción, lo acompañó hasta la puerta de la
biblioteca a la que llamó con un leve golpe
con los nudillos. La abrió sin esperar respuesta.
—Tu detective está aquí,
querida.
—Que pase. Déjanos solos,
por favor.
Sobre la mesa una bandeja de plata sostenía
dos tazas de porcelana de falso blanco con filigranas de flores; también una
tetera.
—¿Chocolate?
—Finalmente lo hará —no
fue una pregunta fue una afirmación la que el detective dirigió a su creadora.
—Hace tiempo que debí
hacerlo. La señorita Marple no debió advertirle —la señora Christie sirvió las
tazas. El aroma del cacao caliente se esparció por el lugar.
—Solidaridad entre
personajes.
—Quería ser yo la que se
lo dijera.
—¿Siempre ha pensado
usted que soy… —hizo una pausa buscando
en su mente—, como lo dijo… déjeme recordarlo con las palabras exactas, lo
escuché claramente en la obra de autor
anónimo –Poirot asentuó las últimas palabras—: "detestable,
ampuloso, pesado, egocéntrico"?
—Olvida que yo lo
he creado de ese modo per también: leal, inteligente, un creyente ferviente, un
alma noble —fue la contestación sin emoción de la escritora.
—Sabe usted bien
que hace años que me he escurrido de sus manos.
—Cierto, aunque no todo
lo que usted supone.
—No debí confiarme.
—Siempre ha sido un
engreído.
—Engreído; olvidé ese
calificativo en mi lista.
—Lo que ha de ocurrir es
lo mejor para usted.
—Perdone que opine que mi
muerte no me sentaría bien. Además, ¿ha considerado ya la reacción de los
lectores?
—Beba usted antes de que
se enfríe.
—Dos tazas dos muertos
—dijo, repitiendo la frase escrita en la misiva de la señorita Marple— ¿No
estará planeando asesinarme y suicidarse, supongo?, no sería digno de su genio.
—Yo soy la autora, ¿lo
olvida usted Poirot?
—Eso no la convierte
en mi dueña —la escritora bebía su
cacao— me ha humillado, me ha reducido a un payaso. Lo he visto en la obra.
—Eso cambia en el final
Poirot, no se porte como un chico.
—Me hace ver ridículo, me
convierte en una ruina.
—En beneficio de la
trama.
—¿En beneficio de la
trama termino mis días asesinando? ¡Yo, Hércules Poirot, reducido a un vil
asesino! ¡Un cobarde!
—Se lo toma usted
demasiado a pecho. Sólo he querido protegerlo del futuro.
—Convirtiéndome en un
cobarde, un asesino y un suicida, haciéndome actuar en contra del mandato
divino. El peor de los pecados que un católico pueda cometer ¿Protegerme del
futuro? Sólo piensa en su fama, en que nadie toque a su monigote predilecto y
para eso me destruye no sólo física, sino moralmente, condenando mi alma
inmortal.
—No sabe usted nada,
amigo mío, no sabe nada acerca de los que esperan mi muerte, que será pronto,
créame, lo sé, apenas lo sobreviviré a usted; no sabe que en cuanto sellen mi
cajón ya habrá algún Philip Duchamp garabateando un nuevo caso para el gran
Hércules Poirot. Tenía que evitarlo. Piensan que quiero sentir nuevamente la
gloria antes de morir, lo que deseo es llevarlo conmigo para protegerlo, estoy
en mi derecho Poirot. Usted es mi mayor creación.
—¡No me lleva con usted,
me desecha! No me protege. Se protege a sí misma, protege su fama, su ego. Teme
que en lugar de recordarla a usted sea a
mí a quien recuerden. Ese y no otro motivo la impulsa, es por eso que el telón cae para mí, y por ese motivo
también que me ha ridiculizado.
EPÍLOGO
“Querida Rosaleen:
La muerte de Poirot en
Telón, ha desatado una gran polémica en la aletargada Londres, Ágatha ha
recibido las más gratas felicitaciones a la vez que las más descarnadas
críticas. A continuación transcribo un obituario aparecido en el New York
Time. Qué ironía, pequeña, ¿me permites que siga llamándote pequeña, no es
cierto?
6 de noviembre de 1975 "Hercule Poirot Is Dead;
Famed Belgian Detective; Hercule Poirot, the Detective, Dies"
En cuanto a tus preguntas sobre
aquella tarde, pues la discusión fue larga, te diré que por momentos hemos
escuchado sus voces ardientes desde el salón. Max estuvo a punto de intervenir,
ha sido Duchamp quien se lo ha impedido. Creo que hizo bien. No hemos vuelto a
ver a Poirot desde aquel día fatal en que se alejó sin despedirse. Ahora nadie
lo verá nuevamente. Desde entonces tu madre no ha sido la misma. Se pasa el día
releyendo la novela, parece que buscara
algo; temo que confirme que los reproches de Hércules han sido justificados. A
veces pienso que se ha arrepentido de haberla publicado. Cuando escribió Telón,
Hércules, cómo decirlo mi querida, él no
significaba lo que hoy en la vida de todos y tal vez por eso, no sé, ya sacarás
tú tus propias conclusiones cuando la leas. A veces ella me mira y parece que
va a decirme algo, pero ni un sólo reproche ha salido de sus labios por mi
advertencia a mi viejo amigo. Extraño a
Hércules, también Max lo extraña, aunque no lo diga.
Ágatha parece no vivir
entre nosotros, como si parte de ella ya
se hubiese ido. Como si la partida de Poirot se la hubiese llevado un poco a
ella también. La extrañaré cuando ya no esté, ya la extraño, es todo tan
triste, no sé con cuál de los dos ha sido más cruel, si con él destruyéndolo, o
conmigo dejándome para siempre aquí sin él, y pronto sin ella. Mi última
aventura saldrá a la luz después de su muerte, así lo ha dispuesto. Un notario
guarda la novela que llevará por título “Asesinato al dormir”, al igual que
antes guardó celosamente Telón por tantos años, y, a diferencia de mi buen
amigo, yo he de sobrevivir en una vida eterna donde ni él ni Ágata me harán
compañía.
Actualmente tu madre se
encuentra en cama y te imploro regreses pronto si deseas verla antes de la
partida de su alma. Me ha prohibido que te informe sobre su estado de salud,
pero ya ves que no la he escuchado. Creo que
tu presencia la alegraría, además siento el deber de informarte que los
médicos esperan un desenlace pronto.
El pobre Max [……………..]