jueves, 9 de abril de 2020

Afrodita





El sol estaba alto ya. Ella dormía aún. Las flores que el viento había arrancado a los espinillos de la costa le cubrían el vientre, salpicaban de amarillo sus senos pálidos, se desperezaban enredándose en su pelo.
Él llegó del lado del río, empapado en agua salada. De los hombros le caían peces. De los dedos y los dientes, le chorreaba el sol a borbotones.
Al verla allí, tendida sobre el pasto, los ojos le lloraron su nombre.
Se tumbó a su lado. La fue regando de peces y untando con el sol que le brotaba de los dedos, de los dientes, de la lengua, y el que se le derramó del sexo cuando ella, al despertar, abrió las piernas dejando escapar mariposas de alas pardas que volaron hasta su boca y le endulzaron la saliva y la voz.
—Serás mi diosa.
—No quiero.
—Serás mi reina.
—No quiero.
—Serás mi mujer.
—No quiero.
Él le fue quitando las flores del vientre, de los senos, del pelo. Las fue reemplazando por espinas y ella sangró niños. Algunos llevaban alas traslúcidas en las manos y en los pies, otros tenían branquias y escamas.
Los alados volaron cruzando entre los dedos de él, llevándose algo de sol.  Los escamados le lamieron la sal y se arrojaron al agua haciendo estallar el río en gotas oscuras que ella guardó en una cajita de sueños.
Como él lloraba, ella lo besó.
Lo besó en las sienes y en los ojos, lo besó en el pecho y en el sol que le salía de allí, de esa hendidura desde la que se derramaba tumbado sobre ella. Lo besó hasta beberlo.
Ella rió y con las manos apoyadas sobre la frente de él, alfombrada de piedras y abrojos y cuchillos, lo fue guiando. Lo empujó decidida,  los empujó más y un poco más, hasta ese lugar de ella donde las mariposas batían sus alas pardas murmurando el nombre de él, llamándole la boca, pidiéndole el sol escondido entre los dientes.
Y otra vez la voz de él se endulzó, y se le endulzaron la saliva y las pestañas. Y otra vez ella sangró niños, algunos voladores, otros, nadadores veloces de dientes afilados.

Por la noche la luna lamió sus las heridas.

  


martes, 31 de marzo de 2020

El tiempo del vino



—Ha muerto.
—Salga, Gutiérrez.
—Ha muerto.
—¡No joda!
—¡Le digo que ha muerto!
   Nula abandona los pies del lecho desde donde ha estado observando la respiración acompasada y leve del enfermo y se abalanza hacia la cabecera en tanto Gutiérrez camina en diagonal atravesando la habitación, se sienta con las piernas abiertas sobre la silla que de frente a la ventana da la espalda a la cama, y descansa los brazos sobre los muslos; las manos, los dedos, cuelgan confiados como ramas de sauces sobre las aguas de un río.
—Ha muerto —repite, calmo. El cielo es gris y los árboles manchas que el calor inmóvil del verano arroja sobre los ojos de Gutiérrez, que las reflejan.   
—¡A ver! —Escalante ha apartado a Nula que absorto en la contemplación de los ojos cerrados, la boca entreabierta en un círculo minúsculo a través del cual hasta hace un minuto atrás silbaba el aire vital, ha permanecido agarrotado con una mano aferrada al respaldo de hierro de la cama blanca, de la que asoman aquellas manijas que giradas en uno u otro sentido permitían sentar o acostar al enfermo, elevarle un poco las piernas, acomodar la cabeza donde el cabello comienza a la altura de las orejas dejando que la frente descanse enorme, sobre las cejas enmarañadas.    
—¡¿A ver qué?! ¡Ha muerto! —le dice Nula a Escalante en tanto pierde el equilibrio a causa del empujón, dando un par de pasos en falso y entrecortados,  haciendo con los brazos un movimiento asincrónico de marioneta.
—Con la lluvia llegó el otoño y con el otoño el tiempo del vino —dice Marcos Rosemberg que lleva a Clara Rosemberg pegada a su espalda y leyendo por encima del hombro de su marido.
—¿Qué decís? —le pregunta Diana que hasta ese momento ha  permanecido sentada junto al enfermo, viendo el último aliento como quien dice deslizarse fuera del cuerpo, a Gutiérrez salir huyendo, a su marido acercarse y agarrotarse aferrado al respaldo de hierro, y no ha hecho ni dicho nada cuando Escalante lo ha empujado haciéndolo trastabillar, limitándose a acariciar con el muñón la frente enorme del autor,  pronunciando un “¿por qué sin mano?” que los demás no han podido escuchar, para luego sostenerse el brazo incompleto a la altura del pecho y fruncir los labios  y mantenerlos apretados hacia adentro, como si se los hubiese tragado. La primera lágrima ha caído marcándole la mejilla, dejando sobre la piel un rastro como de cicatriz; la segunda se ha deslizado desde el lagrimal hasta la nariz donde permanece como gota, temblando, hasta que ella la ha aspirado con una breve inhalación antes de soltar el muñón para pasarse la mano por la cara, limpiándose con rabia las que ahora se deslizan de sus ojos y fluyen sin que puedan distinguirse unas de otras, corriendo, rápidas, hasta el mentón. 
—Lo que digo es lo que acá está escrito y ahora está muerto —contesta Marcos Rosemberg en dirección a Tomatis y se aparta de Clara con un movimiento brusco del hombro como si quisiera desembarazarse de un insecto que se le ha posado.
—Dame, a ver, dejame ver —dice Tomatis acercándose a las zancadas hasta donde Marcos Rosemberg permanece con la mirada en el cuaderno aunque ya no lee.
—¿Nada más? ¿Ese renglón nada más? —pregunta Nula que ya ha recuperado el equilibrio  y se acerca a Marcos Rosemberg y a Tomatis, con las manos en los bolsillos.
—¡Buscá, buscá  en los otros cuadernos! —le ordena a Nula su mujer.
—Acá están —dice Nula, y Diana y Clara Rosemberg se acercan.
—Dame, dejame a mí —dice Clara, y Nula y Diana la miran abrir un cuaderno y luego otro y pasar rápidamente las hojas. 
—Esperá, me parece que ahí hay algo —le dice Diana.
—No. Acá no hay nada —le dice Clara dejando el cuaderno abatido sobre el escritorio.
Acá tampoco —agrega Tomatis que camina hacia ellos sacudiendo en el aire el cuaderno que le ha quitado a Marcos Rosemberg, y que sostenido por el espiral que une las hojas se abre en abanico a cada sacudón de Tomatis, emitiendo un ruido sordo como de lamento ante la muerte de Saer que permanece aún atrapado en su cuerpo inerte pero que, aunque sus personajes no pueden saberlo, los escucha discutir y caminar y revisar sus cuadernos y siente una especie de un pudor inexplicable.
—Busquen un cuaderno que diga Lunes río abajo —dice Escalante sin apartar la vista del autor.
—Y vos qué sabés —le dice Nula.
—Más que vos seguro. Buscá el cuaderno que dice Lunes, río abajo, te digo.
—A mí dame la notebook —pide Nula.
—En la notebook no debe haber nada —dice Escalante— él escribía en cuadernos y después dictaba. Se vé que sos nuevito vos, recién inventado, de esta novela nomás.
—Yo ya estuve antes en unos cuentos de Lugar para que sepás. Si no te hubieses mandado mudar fuera del mundo después de las muertes de Cicatrices, seguro te hubieras enterado.
—Vos no sabés nada pibe. Decile Tomatis, decile vos que estás desde el principio ¿Alguien sabe el título de esta novela?
La Grande —contesta Tomatis absorto en la contemplación de la cara del autor—. Esta la primera vez que lo miro —murmura con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. El brazo derecho apoyado en el izquierdo que le cruza la cintura, la mano derecha cerrada en un puño que sostiene a la altura de la boca y la cabeza un tanto inclinada en una postura que de algún modo recuerda la del pensador.
—Ese cuaderno,  Lunes, no está —dice por lo bajo Diana que se ha sentado a los pies de la cama y ve a Tomatis mirar absorto la cara del autor, los ojos cerrados del autor, la boca del autor entreabierta en un pequeño círculo donde el aire vital ya no se escucha silbar.
—Te dije que estaba escribiendo directamente en la notebook —dice Clara Rosemberg a su marido y  enciende la computadora.
—Nunca escribió en computadora, buscá otra vez en los cuadernos. Dejame a mí —dice Tomatis y se aparta de la cama.
—¿Y ahora qué? —dice Nula y mira a Gutiérrez que sigue sentado frente a la ventana con los árboles que son manchas reflejándosele en los ojos.
—No sé —contesta Gutiérrez y gira la cabeza y las manchas desaparecen.
—Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino. No hay nada más —dice Carlos Tomatis.
  
   Diana ha vuelto a sentarse junto a la cabecera de la cama. Clara y Marcos Rosemberg se han abrazado y ella llora con la mejilla apretada al pecho de él. Nula se acerca a su mujer y le pone una mano sobre el hombro y ella se la acaricia, primero rozándola y luego dándole golpecitos suaves con la superficie lisa y redonda del muñón, y Saer puede ver a Gutiérrez parado a los pies del lecho y a Escalante hacerse la señal de la cruz y murmurar lo que piensa ha de ser una oración para su alma.  
—Saer le dijo a  A.D. que terminaba con Moro vende.
—¿Qué decís Tomatis? —pregunta Nula.
—Que la ha dicho a  A.D. que la novela termina Moro vende.
—Lo que hay que hacer es encontrar sus cuadernos de notas —dice apartándose de Marcos, Clara Rosemberg y se aleja hacia el escritorio retorciéndose las manos —, siempre ha escrito resúmenes de los capítulos en sus cuadernos.
—No te gastés Clara, ya revisé y no hay nada, no hay síntesis de capítulos ni resúmenes del argumento, ni nada que sirva  —dice Tomatis— habrá sentido que  se moría sin terminarla y por eso se pasó a la computadora.
—Seguro que la tenía completa en la cabeza y no necesitaba notas ni resúmenes ni nada. Él trabajaba como lo que era; un poeta. —dice Escalante  y se inclina sobre la cara de Saer y le besa los ojos.
—¡Qué hacés! —le dice Gutiérrez.
—Para darles la luz —contesta Escalante.
—A vos el vino te pudrió el cerebro.
—Yo soy jugador, no borracho.
—Dejálo Gutiérrez, no te la agarrés con él —dice Tomatis, y agrega—. Pensemos. Si termina Moro vende entonces cabría suponer.
—A eso lo decís vos —dice Gutiérrez.
—Si termina Moro vende —repite Tomatis— cabría suponer  que después del alegrón que recordó Gutierrez al despertar el domingo, antes del asado en que nos encontramos todos menos éste —dice señalando a Escalante.
—¿Qué pasa conmigo? —pregunta Moro que acaba de, como quien dice, corporizarse.
—¿Qué alegrón? —pregunta Nula.
—Nada, taradeces de éste —dice Gutiérrez echando una mirada tensa sobre la sonrisa amplia de Tomatis que recuerda la primera frase del capítulo seis: “¡Los dos primeros sin sacarla!”, y sigue sonriendo hasta que a Gutiérrez no le queda otra y lo hace también.
—¿Qué pasa conmigo? —insiste Moro y Nula le cuenta, cortito y rápido, que el autor ha muerto y que los cuadernos no adelantan nada del último capítulo y que Tomatis dice que el autor le ha dicho a A.D.  que La Grande, que así se llama la novela, termina Moro vende, y Moro dice “Si hay que vender yo vendo”, y Nula le hace una seña para que lo deje escuchar lo que dice  Tomatis que ha seguido hablando como si nada, como si no hubiese visto aparecer a Moro ni lo hubiese escuchado preguntar ni hubiese visto a Nula dando explicaciones y pidiéndole después que se callara.  
—Pasado entonces el recuerdo del alegrón, y como Gutiérrez es muy limpito, después de la toilette, los preparativos para el asado y el asado mismo cargado con ese tufillo que se percibe entre Leonor que, abriendo paréntesis,  es o mejor dicho fue la causa del alegrón, ahora recuerdo de alegrón, cuya consecuencia mediata ha sido Lucía, decía ese tufillo que se percibe ente los tres.
—¡Qué decís Tomatis! —interrumpe Escalante.
—Dice que Lucía es hija de Gutiérrez —contesta Nula, que atando cabos recuerda que en el capítulo uno de la novela, Gutiérrez se lo ha dicho y él no le ha creído ni medio y se había indignado por pensar que lo había tomado de tonto y así se lo había dicho esa tardecita a Soldi y a  Gabriela Barco en el barcito Amigos del vino, y Soldi había bajado los ojos y le había dicho que parecía que eso era así nomás,  que mejor se buscara otra causa para su indignación.
—Lo que yo no veo es qué tienen que ver mis cosas con Moro vende.
—Parece que va para largo el asunto —dice Escalante y saca una par de salamines de los que vende Nula y se va para el escritorio para empezar a contarlos seguido por Clara Rosemberg.
—¿No te parece que la situación no da para picaditas? 
—Tengo hambre. Si no vas a picar andá a joder a otro lado, Clara.
—Sergio tienen razón Clara, que no comer, o no dormir, o reírse si viene al caso, no tiene nada que ver con los sentimientos.
—Pero el autor está ahí todavía ­­—la voz de Clara es apenas airecito tibio saliéndosele de los labios.
—¿Acaso no reparten mixtos de jamón y queso en los velorios? —dice Sergio Escalante y le pone a Clara una rodaja de salamín frente a la nariz y Clara se la mete en la boca rozándole los dedos con los dientes como si también fuera a comérselos, y dice, “Está bueno. Gracias”.
—Suponiendo que Leonor y vos —continuaba Tomatis— se diesen una segunda oportunidad, ahora que para eso no habría que sacrificar a nadie, tal vez Santa Fe no fuera el mejor lugar, sobre todo si quieren blanquear a Lucía como hija de ustedes, digo que por la memoria del incorruptiblemente bueno del finado marido Calcagno, tal vez sería mejor que se las tomaran juntos.
 —Pará Tomatis, que a mí Saer me acaba de traer al país o mejor dicho llevar si pensamos que, después de todo estamos en Francia. En qué cabeza cabe que me mande para Europa o me traiga para Europa, como sea, que vos me entendés; además yo no me voy o no me vengo nada, ahora que me encontré con mi hija. Si lo pensás mejor, tratándose de Saer y suponiendo que lo que decís fuera cierto, Moro vende puede ser cualquier cosa, puede ser un cartel que ve Nula mientras reparte vinos.
—Gutiérrez, viejo, al fin se te cayó de la boca esa prosa culta con la que volviste —dice Tomatis riéndose, y antes de continuar, escucha la protesta de Nula que trata de parecer ofendido, aunque sin demasiada convicción. “Yo no soy repartidor,  soy comerciante en vinos”, le escucha decir y a Escalante contestarle “¡Dejate de joder, Nula!, y al otro retrucar ahí nomás “¿Y por qué no habría de vender Escalante y tomárselas por ahí y ponerse a jugar hasta las medias de la mujer?”
—Yo ya no juego, pibe —contesta Sergio Escalante —, no como antes —agrega bajando la voz y pensando en las partidas de cartas en El Amarillo.
—Más respeto con el doctor —dice Gutiérrez— que el hombre llegó a la pantalla grande.
—De eso hace más de veinte años y quién se acuerda —dice Escalante.
—De eso hablo, de los años —murmura Gutiérrez.
—¿Y? ¿Vendo o no vendo? —pregunta Moro.
—Si acá hay un famoso ese soy yo —dice Tomatis y se ríe y señala su hombro sobre el que se ha apoyado Saer, libre del cuerpo inerte donde el cáncer se ha quedado solo. 

                                          Moro vende, habría dicho Saer, y reído también.




lunes, 30 de marzo de 2020

Un último misterio para Hércules Poirot (Falso cuento inglés)




LA VUELTA A LONDRES
  
   Hércules Poirot concluyó la lectura del mensaje. El botones había llamado a su puerta con la bandeja del desayuno, donde, bajo la carpetita de fino hilo, asomaba la esquela sin que nadie supiera cómo había llegado hasta allí.  Era el tercero de aquellos correos inquietantes que había recibido esa semana. El primero lo había conducido hasta Londres, el segundo lo había llevado a alojarse en el hotel Majestic, donde aguardaba pacientemente el devenir de los acontecimientos. El tercero, el que ahora sostenía en la mano abatida, lo había sumido en un estado de inquietud que su carácter sobrio le impedía manifestar abiertamente. Plegó el papel pensando en la enigmática frase: “EL TELÓN CAERÁ POR ÚLTIMA VEZ”
   La letra reconocible de la señorita Marple había sido su primera pista, a la vez que parte del misterio.
   ¿Por qué la señorita Marple no firmaba las misivas?, se preguntó. La señorita Marple sabía que él reconocería su letra antigua,  inclinada y majestuosa ¿De quién ocultaba su identidad? ¿A quién o quienes temía y por qué?
   El detective tenía muchas preguntas y ninguna respuesta.  Bebió su café sin prestar atención, sin darse cuenta siquiera de que estaba frío. Se paró,  caminó hasta la ventana y miró largo rato la ciudad oculta por la niebla.
  


LA VISITA A LA MANSIÓN
  Dos días atrás, vencido por su curiosidad, el inspector Poirot se había presentado en la mansión Devon, donde la señora Christie vivía tranquilamente su retiro. Aquellas novelas de misterio, que durante cuarenta años había escrito con pasión que habían y entretenido y encantado a sus compatriotas ingleses y al mundo entero, ya no parecían interesarle en lo más mínimo.  Hércules Poirot, la señorita Marple, Mary Westmacott,  y tantos otros personajes reposaban en su retiro obligado,  por quien les había dado vida.
   Al enfrentarse a la reja que rodeaba la mansión, el detective pensó que la casa necesitaba un buen repaso de pintura.   El jardinero quitaba la maleza que crecía entre los macizos de flores. Poirot atravesó el jardín rengueando  levemente. El clima de Londres empeoraba los síntomas de su  artritis. “Debí permanecer en Egipto”, pensó y creyó sentir en la piel y hasta en sus viejos huesos el calor seco del desierto, pero la ilusión desapareció tan rápido como había llegado. 
   La venerable escritora lo recibió con calidez, aunque no se ocupó en disimular su sorpresa. Al verla, Poirot pensó que a sus ochenta y cuatro años aún conservaba parte del encanto juvenil en la mirada.
—Bienvenido mon ami —ella estiró su mano de niña y el detective le besó levemente los dedos a la antigua usanza; pensó que la voz de la señora Christie se había quedado detenida en el tiempo, que si cerraba los ojos un momento, al abrirlos vería aquella mujer joven, segura de sí, levemente atractiva, que conoció en 1920 en Styles, aquella primera novela que le dio vida y que los unió para desentrañar un misterioso crimen tras otro, novela tras novela, atrapar al culpable y ponerlo tras las rejas. 
—Ha pasado mucho tiempo señorita Ágatha —Poirot tenía un dejo de tristeza en la mirada.
—No he podido evitar que así fuera, mi viejo amigo —la señora Christie fue contundente.
—De eso estoy completamente seguro mon chèrie —el detective recuperó la postura erguida y su mirada penetrante.
   La señora Christie advirtió que Poirot no había perdido la costumbre de ladear hacia un costado aquella cabeza con forma de huevo que ella había elegido para su personaje más famoso, solo por divertirse un poco. Mientras escribía una escena llena de tensión, repentinamente una imagen de un huevo reluciente se le apareció sobre los hombros de su detective, aquello la hizo reír en la soledad de su estudio mientras tecleaba la máquina de escribir, así de simple había sido. 
—Ha llegado usted a tiempo para acompañarnos a cenar —la escritora extendió el brazo trazando un semicírculo con la palma de la mano hacia arriba, señalando el acceso al comedor.
   Era un amable gesto de invitación a pasar que el detective agradeció con una levísima reverencia acompañada de una inclinación rígida de cabeza. Después se colocó junto a la señora Christie y le ofreció el brazo. Ella apoyó su manecita surcada de venas azules sobre el antebrazo de él. El detective se sorprendió de la levedad del contacto. Juntos caminaron, lenta, solemnemente, hacia el comedor.
  
   Durante la velada fue la señorita Marple la que ofició de anfitriona. Envuelta en su aire antiguo,  dispuso que se sirviera y mantuvo animada la conversación.
   Poirot observó a su más sagaz contrincante en la resolución de crímenes: la señorita Marple, esa pequeña viejecita aparentemente inocente,  de  inteligencia aguda y percepción aguda. “Una mente deductiva, la mente de una científica, de una exploradora del alma humana. De una bruja”, pensó Poirot.  

   Aquella noche eran seis a la mesa. La señora Christie ocupaba la cabecera; a su derecha se encontraba la señorita Marple y junto a ella, Mary Westmacott, una novelista de historias rosa, historias de enamorados, colmadas desencuentros, besos ardientes y bodas alegres,  a quien Poirot no le quitaba los ojos de encima.
   El detective se hallaba a la izquierda de la escritora y junto a él,  Sir Max Mallowan, esposo de Christie, quien hablaba detalladamente acerca del hallazgo de unos petroglifos, en el sur de Puerto Rico, que según Mallowan, podrían derramar luz sobre muchos aspectos de la vida indígena en la región, desde rituales religiosos, hasta hábitos de comer, cosa que Mallowan parecía considerar de vital importancia en su vida a juzgar por el entusiasmo que mostraba en su relato.
—Los petroglifos incluyen el tallado de una figura humana de rostro masculino y patas de rana. También descubrieron varias tumbas con cuerpos enterrados bocabajo, con las piernas dobladas a nivel de las rodillas, un estilo nunca antes visto en la región. Mi colega y amigo, Hernán Bustelo, me ha mantenido informado y esta mañana ha despachado hacia aquí, una serie de fotografías tomadas en el sitio del hallazgo.
—¡Oh! Cuánto me alegro por ti, querido ¡Debes mostrarme esas fotografías en cuanto lleguen! —los ojos de la señora Christie chispearon de emoción.
   Durante su juventud, el matrimonio había disfrutado de las excursiones arqueológicas de Sir Mallowan, amándose apasionadamente, compartiendo y alegrándose uno por el otro. Ella por los hallazgos de él, y él por la inspiración que aquellos lugares lejanos y exóticos despertaban en la escritora,  que la llevaban a crear  sus maravillosas historias de misterio. 
—No logro comprender todo ese entusiasmo —la señorita Marple aguijoneó a Mallowan.   Con los años, la antipatía que se profesaban se había consolidado y tenía la consistencia de la lava solidificada. El motivo era tan simple como absurdo: ambos amaban a la escritora más que a ningún otro ser en el mundo y ambos, marido y amiga entrañable, sentían celos descomunales el uno del otro.
—Es que no puedes imaginar querida, la emoción de limpiar con ahínco el polvo y la mugre y descubrir un amuleto de siete mil años de antigüedad —intervino la señora Christie, a favor de su esposo.
—Ciertamente no —ironizó mirando a los ojos serenos de Mallowan, la señorita Marple.
 
   El extremo opuesto de la mesa fue ocupado por Philip Duchamp, un jovenzuelo aspirante a escritor que oficiaba de secretario de la señora Christie. El joven tenía unos modales indecisos, de persona nerviosa, y una pose aristocrática demasiado estudiada, como aprendida en clases de teatro. Su cabello rojizo parecía imposible de doblegar por peine alguno y su rostro, blanquecino,  salpicado de pecas, sugería que vivía una tragedia personal.
   Poirot se detuvo en pensar lo extraño de aquella disposición a la mesa, fuera del protocolo. ¿Un jovenzuelo altanero sentado a la cabecera de la mesa en el lugar que debería ocupar el dueño de la mansión? Otra pregunta a la que tendré que encontrarle una respuesta lógica, pensó.
—¿Cómo va ese trabajo Philip? —interrogó con suavidad la señorita Marple.
—Impecable, tanto que sería imposible mejorarlo, diría yo.
—Un joven eficiente —celebró con un aplausito suave y sordo, la escritora.
—Y poco modesto —agregó la anciana señorita Marple, con una sonrisa que hizo chispear sus ojos azules y marcarse aún más las incontables arrugas de sus mejillas sonrosadas.
—No es falta de modestia, es sinceridad ­—replicó vanidoso el joven secretario,  levantando orgullosamente el mentón.
—Mi querido Philip, su soberbia está ampliamente compensada por su talento. No se ocupe usted de ella. Los años lo harán  ¿No lo cree usted Max?  —la señorita Marple, volvió a incitar al jovenzuelo, con su dudoso sentido del humor, pero éste pareció no comprender la ironía.
—No veo que lo hayan hecho con la suya, Miss Marple —Sir Mallowan salió en defensa del inexperto Philip, sin saber si lo hacía por simpatía hacia él o para molestar a la señorita Marple.
—Siempre le he resultado odiosa, Max, lo sé ¿No le parece que a esta altura de nuestras vidas deberíamos abandonar rivalidades? —la invitación de la señorita Marple fue acompañada por una amplia sonrisa.
—Yo no he sido nunca su rival Miss Marple —fue la respuesta de Sir Mallovan.
—Me refería a que yo he sido la suya —contestó son un risita pícara, un tanto siniestra, la señorita Marple.
—Lo reitero estimada anciana, los años no han podido con ciertos rasgos de su carácter.
—Eso se lo debo enteramente a Ágatha —contestó la señorita Marple, mientras se llevaba un bocado diminuto a la boca.
—Nada me debes querida, ha sido un placer crearte con ese indócil carácter escondido tras tu bondadosa mirada de viejecita inocente —la señora Christie, aparentemente ausente, había seguido la conversación con verdadero deleite, le gustaban esas disputas verbales tan parecidas a juegos de esgrima, esos juegos que mucho la deleitaron mientras los escribía  para sus personajes— ¿Cuándo cree que terminará usted ese dichoso libro, Philip?
—En un par de meses —el muchacho hizo una pausa— a lo sumo —agregó, abriendo desmesuradamente los ojos porque se había atragantado —, pretendo que su biografía sea un retracto exacto de su persona y su valía —completó la frase con la voz afinada por la falta de aire.
—Un par de meses —la señora Christie repitió la frase; luego  meditó un momento—. Muy bien, le concedo ese tiempo antes de marchar.
—¿Planeas un viaje, querida?
—Uno muy largo Miss Marple. Me pregunto a quién de ustedes llevaré conmigo.
—Tal vez deberías pensar en Max.
—Max ha viajado más de lo recomendable.
—Nunca se ha viajado lo suficiente ni explorado lo necesario querida Ágatha —fue la respuesta de su marido, recordándole sus viajes por Egipto y por América en busca de reliquias ocultas, cuando él era aún un prometedor arqueólogo joven, lleno de entusiasmo, deseoso de hallar aquellos tesoros de los que hablan las leyendas y ella la única mujer sobre la tierra para él.
—¿Todavía desentierra cosas Max?
—Hasta que sea a mí a quien entierren.
—Cuando eso ocurra prometo no intentar desenterrarle.
—Para eso tendría usted que sobrevivirme, Miss Marple.
—Ciertamente Sir Mallowan, no me cabe la menor duda  de que lo haré.
—Brindemos entonces, por el oráculo Marple.
   Mallovan  bebió un largo sorbo de vino de su copa de fino cristal, sintiéndose muy satisfecho. “Gané esta batalla”, pensó y buscó la mirada cómplice de la señora Christie que levantó su copa en señal de festejo por el triunfo de su marido.
  
  Poirot se había mantenido  alejado de la contienda, atento a los modales suaves de Mary Westmacott, cuyo perfume dulce, acaramelado, podía oler con cada inspiración. Para Mary los años parecían no haber pasado, como para la señorita Marple. Ambas mujeres se veían tal y como él las recordaba, tal y como eran veinte años atrás. Solo él, aunque lo disimulaba muy bien, no era el mismo de siempre, no era el mismo de todas aquellas novelas que lo tuvieron por el más lúcido de los detectives: siempre triunfador, siempre admirado, pulcro hasta el exceso, pintorescamente vestido, luciendo su tieso bigote militar.
—Ciertamente no esperaba verla aquí Mary —la voz de Poirot se suavizó al dirigirse a Mary.
—Ni yo a usted Hércules.
—Han pasado…
—Demasiados años como para pensar en ellos —lo interrumpió Mary.
—Se ve usted verdaderamente atractiva.
—Gracias.
—Por los viejos tiempos —Poirot alzó la copa de vino y Mary hizo lo propio.
   La señorita Marple, siempre atenta a cuanto ocurría a su alrededor, advirtió el encuentro de las miradas del detective y la encantadora Mary. “He aquí el reencuentro de un par de tórtolos heridos”, pensó.

   Finalizada la cena la señora Christie se despidió. Luchó durante algunos minutos por levantarse de su silla. Una mirada de Sir Mallowan detuvo el intento de Poirot por ayudarla.  La escena no pasó inadvertida a la mirada aguda de la escritora.
—¡Oh! no se moleste viejo amigo,  ni piense que Max ha perdido sus modales, tan sólo sigue las instrucciones del sádico de mi médico. Nada de ayuda para que ejercite mis cansados músculos. Creo que no los acompañaré durante el café, si me disculpan.
—No te inquietes querida —se apuró en decir la señorita Marple—, vete a descansar, deja que yo me ocupe del invitado.
—Hércules, espero que disfrute su estancia en Londres. Siéntase bienvenido a esta casa.
—No le quepa duda de que abusaré de su hospitalidad señorita Christie.
—También yo me retiro —Mary Westmacott tomó del brazo a señora Christie.
—Espero verla pronto mon amiè
   La señorita Marple observó el cambio en el rostro del detective mientras Mary se alejaba. Parecía como si una luz interior se le fuera apagando de a poco. “No existe nada más evidente que las penas de amor”, pensó.   
   —¿Un coñac? —dijo la señorita marple—, eso es, nada de café para mí.  
   Su pequeña voz pareció despertar al detective de un sueño.  Ella se había sentado en un mullido sillón frente al hogar encendido. De las llamas azules, amarillas y rojas, se desprendía  una tibieza tenue que invitaba a acercarse. Cada tanto podía escucharse el crepitar de los leños y algunas chispas saltaban ascendiendo por el aire para disolverse a pocos centímetros de las llamas.
   La señorita Marple invitó al detective a acompañarla, éste aceptó pero antes se disculpó y se dirigió al cuarto de baño.
  
   El amplio pasillo que separaba las habitaciones del piso superior de la mansión se encontraba en penumbras. Poirot oyó las voces que llegaban al descanso de la escalera en un susurro. Se acercó con cautela y en la media luz que iluminaba el corredor reconoció la silueta de Sir Mallowan.
—Será con veneno entonces —la voz nerviosa, un tanto aguda, llegó con claridad delatora hasta los oídos del detective.
   En ese momento, Poirot reconoció la segunda sombra, se trataba de Philip Duchamp.
—¡Qué poco creativo! —protestó Mallovan.
—Pero efectivo.
—Eso debo reconocerlo.
—Me parece una buena jugada —reconoció Philip Duchamp—. Lo que no comprendo es qué hace él aquí —hizo una pausa, luego dijo algo que Poirot no alcanzó a escuchar.
—Telón —fue la respuesta de Sir Mallowan.
—Otra buena jugada, muy digna de ella.
   “Muy digno de ella”, pensó Poirot. “Buena jugada”, repitió para sí, evidentemente hablaban de la señorita Christie. Veneno: la palabra resonó en su mente una y otra vez, dejando un eco oscuro. 
   Las siluetas se alejaron por el pasillo. Poirot caminó hacia el cuarto de baño  con los pensamientos inmersos en la conversación que acababa de escuchar. “Esta vieja próstata”, pensó mientras se enjabonaba las manos. Luego regresó al gran salón  donde la señorita Marple se encontraba cómodamente sentada, en aparente paz, como dormitando.
—Aquí está finalmente, Hércules ¿Dónde ha  dejado usted al buen George?
—Mucho lamento que ya no esté a mi servicio.
—Mala señal.
   Poirot recordó la repentina muerte en circunstancias un tanto confusas de su fiel sirviente, George.
—¿A qué se refiere señorita Marple?
—¿No ha recibido usted mis mensajes?
—Por ningún otro motivo habría abandonado Egipto, se lo aseguro  ¿De qué se trata esta vez señorita Marple?
—De un nuevo crimen, ¿de qué otra cosa si no, mi querido Hércules?
Hércules Poirot rió, aquel juego le divertía.
—Un crimen —murmuró mientras se arreglaba su bigote renegrido—. Y supongo que será cometido aquí mismo.
—Y en breve —la señorita Marple se irguió en el sillón. Sus ojitos como espejos azules reflejaron el rojo del fuego del hogar.
—Debo deducir entonces, ya que los mensajes me han traído hasta aquí, que la víctima se encuentra en esta casa en este momento.
—Así es —la señorita Marple volvió a hundirse en el blando sillón.
—¿Y sabe usted quién será la víctima?
—Mucho me temo mi querido amigo que estamos en peligro. Uno de los dos hemos de  encontrarnos pronto con el Señor.
—De lo que deduzco que el asesino será una persona muy engreída y con una excesiva confianza en sí misma.
La señorita Marple rió con su risita cascada ante la ocurrencia del detective.
 —No tanto como usted, mi querido Hércules.
—Habladurías, señorita Marple; habladurías —Poirot hizo una pausa y volvió a tocarse el bigote—. No atino a pensar quién podría tener interés en terminar con la vida de una mujer encantadora que no le hace el menor daño a nadie, o con la de un viejo artrítico que ya no puede ejercer su precioso oficio. 
—No debería usted tratarse con tanta rudeza, amigo mío.
—Ha sido la señorita Christie la que me ha pasado a retiro.
—Está usted en un error, Ágatha guarda una sorpresa para sus lectores, la he escuchado hablar con su apoderado y si no he comprendido mal, planea una nueva aventura para usted.
—Hace años que la señorita Christie ha dejado de escribir novelas.
—Yo no he dicho que haya estado escribiendo sino que planea sacar una novela a la luz.
—Me temo que no la comprendo.
—Pronto lo hará, no quiero arruinarle la sorpresa. Además lo he hecho venir por otro motivo.
—El supuesto crimen.
—Le aseguro que habrá una muerte; aquí, y en breve.
—¿Qué propone entonces, señorita Marple? Supongo que tiene un plan.
—Pues, por el momento, estar a la acecho juntos.
—Y encomendarnos al bon Dieu.
—Amén.
   Un silencio oscuro que solo interrumpía el crepitar del fuego, se instaló entre aquellos seres. Eran los  personajes más famosos de la señora Christie, de algún modo ellos la habían convertido en la gran escritora de historias de misterio que ella era, le habían prodigado la fama de la que disfrutaba actualmente. Ambos personajes sabían que la habían acompañado incondicionalmente durante muchos años, décadas en verdad, trajinando en cientos de aventuras. Siempre se habían sentido  los preferidos, sus creaciones mimadas.  Pero un día eso había cambiado, la señora Christie simplemente había dejado de escribir y ahora ellos deambulaban sin sentido y sin rumbo.
   Poirot  miraba las pequeñas llamas bailar. Sentía en el rostro el calor que emanaba de ellas. Sonrió al escuchar los ronquidos de la señorita Marple.

 


TELÓN
  
   En aquellos acontecimientos pasados dos días atrás, sobre todo en la charla misteriosa en el pasillo de la  mansión, pensaba Poirot después de leer cien veces  el último mensaje que había llegado en la bandeja del desayuno. Su mente buscaba una pista, un hilo conductor que uniera los datos que se le presentaban como cuentas dispersas de un collar roto, mientras, apoyado en el marco de la ventana y con su taza de café frío en la mano,  parecía observar atentamente a lo lejos, cuando en realidad, aunque la niebla comenzaba a levantarse y la ciudad aparecía ante sus ojos, Poirot no podía verla pues su mirada se encontrada vuelta hacia adentro de sí, enredada en el puñado de acertijos.
   Se alejó de la ventana y volvió a leer el mensaje. “TELÓN”. La palabra escrita con la prolija caligrafía de la señorita Marple ocupaba el centro del papel. Repasó la conversación en el pasillo de la mansión Devon: “Telón”, había dicho claramente Sir Mallovan. 
   El detective apartó la vista de los techos de las casas que comenzaban a iluminase con unos tímidos rayos de sol. Una sonrisa asomó a sus labios: ya tenía su segunda pista. Se preguntó por dónde comenzar la búsqueda.
   Supuso que Telón sería seguramente el nombre de un lugar y por ende el lugar donde se perpetraría el asesinato del que hablaba con tanta seguridad la señorita Marple.
   Dudó unos instantes ¿No estaría un tanto anciana la señorita Marple? Tal vez, pero su mente parecía tan lúcida  como siempre ¿Acaso buscaría algo de diversión para darle un poco de emoción a su retiro? El detective apartó aquellas dudas con unos movimientos rápidos de cabeza, como sacudiera fuera de sí aquellas preguntas que lo acecharon.
   En primer lugar, repasó la lista de hoteles de Londres: nada. Ninguno llamado Telón. Hizo un gesto de fastidio torciendo la boca. Con la cabeza inclinada a un costado permaneció concentrado algunos instantes. Decidió recorrer la ciudad. Si Telón no era un hotel, sería un restaurante, una confitería,  un bar de mala muerte,  un muelle, un barco tal vez, no importaba:  él lo encontraría; encontraría el lugar donde se perpetraría el crimen.
  
   Londres había cambiado desde su última estanca allí. Se había convertido en una urbe bulliciosa, un lugar que Poirot apenas reconocía. Después de una infructuosa búsqueda por las zonas céntricas, pidió al chofer del taxi que recorriera los suburbios, los barrios más alejados, atestados de hoteluchos y bares que no figuraban en las guías telefónicas.  Finalmente dio con el lugar. Un teatro de segunda categoría que ostentaba un enorme cartel anunciando el estreno de una obra.
    El inigualable Marcel Stapleton  protagoniza “TELÓN”. Autor anónimo. Estreno esta noche”, rezaba el cartel.
   Poirot pidió al taxista que se detuviera haciendo caso omiso a las advertencias de éste respecto de lo inseguro del sitio que el detective parecía haber elegido para dar un paseo. Se bajó del automóvil y se detuvo a observar el edifico. Era un lugar muy particular, ya que emulaba una mansión victoriana. Al entrar, el sagaz detective abarcó con una sola mirada todo el lugar. Fingiendo extraviarse en busca del cuarto de baño lo exploró rápidamente. El ensayo de la obra había comenzado y nadie prestó la menor atención al detective. Poirot recorrió el sitio. Observó que la primera planta había sido transformada, allí se encontraban ahora el  escenario y  las plateas. La segunda planta, donde en algún tiempo lejano se hallaron las habitaciones, servía ahora de camarines a los actores. Solo la cocina mantenía el estilo y las características de antaño, como si fuese un reducto olvidado de otro tiempo. 
   Satisfecho con su exploración, Poirot regresó a la sala y se sentó. Sobre el escenario los actores interpretaban sus papeles. Aunque la obra se presentaba un tanto confusa, Poirot no tardó mucho en comprender que un detective en decadencia, decrépito y acabado por lo años, intentaba desentrañar una serie de crímenes horrendos ocurridos tiempo atrás, en cuya resolución había fracasado provocando su descrédito y actual retiro. Aquellos viles asesinatos habían sido tan bien planeados, ejecutados y simulados como accidentes, que el viejo investigador, aunque estaba seguro de conocer sin la menor duda la identidad del asesino, no podía más que resignarse a su derrota y callar.
Poirot prestó atención al diálogo que se desarrollaba en escena:
—Tendrá usted pruebas, supongo —decía al tiempo que sonreía con evidente placer el asesino.
—Usted bien sabe que no.
—¿Y qué hará entonces?
—Tan solo verlo morir al terminar ese delicioso té.
  
   Un sudor frío corrió por la espalda de Poirot al escuchar aquel diálogo. Un minuto después el actor que interpretaba al asesino caía al suelo preso de convulsiones que sacudían todo su cuerpo. El actor que interpretaba al viejo detective dejó su tasa sobre la mesa y esperó, de frente a la sala, donde unos pocos espectadores aguardaban en silencio; unos segundos después, también cayó al suelo en agonía terrible.
   Al final de aquel ensayo Poirot se acercó al actor que interpretaba al investigador  derrotado. Éste se mostró encantado del interés que había despertado en el detective, aunque sin reconocerlo, considerándolo un simple admirador.
   Poirot lo invitó con una taza de té
—Sin veneno, supongo —bromeó el actor.
  

   El bar estaba colmado de gente, pero al fondo, en un rincón atestado por el humo de los cigarrillos, quedaba una pequeña mesa redonda para dos. Allí se sentaron Poirot y el presumido actor.
—Así que mi actuación lo ha impresionado —Stapleton se apoyó un brazo y parte de la espalda en el respaldar de la silla. Su postura mostraba un exceso de seguridad en sí mismo
—Té o café —interrogó Poirot. “Qué petulante”, pensó.
—Té —contestó al descuido, como si no le importara—. Tardé varios meses en compenetrarme con el papel —el viejo relataba con minuciosamente los detalles inherentes a  su oficio; habló hasta que el mozo sirvió el té.
   Poirot estaba distraído, no le interesaba en lo más mínimo lo que estaba escuchando: el estudio del personaje, su caracterización, los ensayos fallidos hasta encontrar la personalidad exacta, la postura adecuada, el tono correcto de la voz,  y otras cosas sobre las que el actor se explayaba interminablemente, sino el autor de la obra ¿Quién era el autor de Telón? ¿Por qué aquella palabra que había escuchado en el rellano de la escalera coincidía con el título de la obra y aparecía en el tercer mensaje que le enviara la de la señorita Marple? ¿Qué las une. Qué las une?, se repetía el detective para sí una y otra vez. 
   Inútilmente intentó Poirot, sonsacar Stapleton cualquier dato que no estuviese ligado con su actuación, en fin, cualquier dato que no estuviese relacionado con su muy alarmante y explícita vanidad.
“Telón. Telón…”. Poirot regresó al hotel sin ninguna pista y agotado por la charlatanería interminable del actor que insistió en que la obra era de un autor que no deseaba ser reconocido y que él, suponiendo que conociera su identidad -y no admitía que así fuera-, jamás la revelaría.
  
   Una vez en el Majestic, Poirot rechazó el almuerzo, subió a su habitación y se sumió en un sueño cargado de sobresaltos del que despertó con una palabra única en  la mente: veneno. Eso es, pensó. Veneno, es lo que une la obra Telón y lo conversación entre Mallowan y Duchamp. 
   Una ducha cliente lo reconfortó pero no lo libró de su mente intranquila que ahora más que nunca buscaba encontrar el nombre del autor de la obra. Comenzó a barajar una hipótesis:
Un viejo detective: yo
Un criminal impune: ¿quién, quien?
Justicia por mano propia: no, no, no, nadie con honor.
Un suicidio: nadie que pretenda salvar su alma. Entonces el viejo detective no soy yo, concluyó ¿Entonces quién? No puede ser la señorita Marple ¿O sí?
  
   Por la tarde el  botones llamó a su puerta, era un llamado que Poirot esperaba con ansia.
—La señora Mary Westmacott dice que usted la espera.
—Efectivamente.
   Poirot vio entrar a Mary andando con paso elegante, y se apresuró a tomarle las manos y besarlas mil veces.
—Chèrie, mon chèrie —repitió una y otra vez mientras la besaba.
   Los labios de los amantes se resecan con el tiempo y la distancia,  los de Mary se conservaban suaves y tibios. Poirot sintió que todos los años que los habían mantenido alejados se disipaban en ese momento anhelado, en ese beso mil veces pensado, mil veces soñado.   
—Creí que nunca volvería a verte, Hércules. Ha sido una suerte que la señorita Christie volviese a escribir.
—No lo ha hecho —se apresuró  a contestar el detective.
—Entonces… ¿Cómo se explica tu presencia en Londres? ¿Cómo es posible que la señorita Marple y que yo estemos aquí? —Mary se soltó del abrazo de Poirot.
—Mucho me temo que esté llegando el final para alguno de nosotros, tal vez para todos, incluso para Ágatha.
   El detective se acercó nuevamente a su amada. Nuevamente la besó.  
—Hay algo que debes saber —dijo y se alejó de ella unos pasos.
   Como si se tratase de un acto teatral, Poirot sostuvo su bigote por uno de los extremos,  tiró de él y el postizo se despegó del rostro dejando una línea roja sobre los labios.  Luego apoyó la mano en su cabeza y suavemente se quitó la peluca, lentamente  fue asomando una mata rala de cabellos grises. Mary Westmacott no pudo disimular su sorpresa.
—¿Qué está ocurriendo, Hércules?
—No lo sé. No hablemos de eso ahora. Acércate mon chèrie.
—No sabes cuánto te he extrañado Hércules.
 


DOS TAZAS DOS MUERTOS

   “DOS TAZAS DOS MUERTOS”. La señorita Marple plegó con delicadeza la hoja en la que acababa de escribir aquella frase y la guardó en un sobre, después lo ocultó entre los pliegues de su amplia falda. La señora Christie  dormitaba a su lado. Philip Duchamp entró en el salón con la cabeza baja, la mirada perdida en los papeles que llevaba.
—Quisiera leerle unos párrafos si me permite señorita Ágatha —la señora Christie abrió los ojos y se irguió en el sillón, un tanto desconcertada.
—Creo que me he dormido —dijo pestañeando repetidas veces detrás de sus pequeños anteojos de lectura.
—Lo siento señorita Ágatha, no era mi intención despertarla —Philip se disculpó,  enrojeció un poco y sus pecas se marcaron aún más.
—¡Oh!,  no se inquiete usted tanto Philip. Lo viejos recibimos el privilegio de las siestas breves, a cambio de entregar las noches largas ¿No es cierto querida? —preguntó la señora Christie, dirigiéndose al señorita Marple.
—No lo sé querida, no encuentro nada más placentero para hacer que dormir —contestó la anciana tratando de disimular un bostezo.
—Usted no es vieja, señorita Ágatha —el muchacho se deshizo en una sonrisa que mostró sus dientecitos filosos.
—No alcanzo a decidir si Philip se encuentra particularmente adulador o sarcástico esta larguísima tarde —aguijoneó la señorita Marple, con su acostumbrada forma afectada de hablar.
—Miss Marple —el secretario se limitó a saludarla pronunciando su nombre al tiempo que hacía con una severa y rápida inclinación de cabeza.
—Philip —fue la respuesta de Marple, que lo imitó con una media sonrisa al pronunciar su nombre, irritando aún más al  joven.
—Hagan una tregua por Dios —ante el requerimiento de la escritora la contienda cesó.
—Deseo leerle unos párrafos en los que he estado trabajando hoy —la señora Christie hizo un gesto de asentimiento con la cabeza que acompañó con un movimiento sumiso de las manos, indicando a Philip que leyera—. “En su juventud fue una muchacha típicamente británica, no demasiado agraciada aunque tampoco fea…”
—Eso no me parece muy halagador Philip —la señora Christie emitió una risita juvenil.
—No se burle señorita Ágatha, déjeme continuar.
—Por favor, hágalo usted —la risita se repitió mientras cruzaba una mirada cómplice con la señorita Marple que se encontraba desinflada, como a ella le gustaba decir, sobre un cómodo sillón que llevaba las marcas de sus partes, como también le gustaba decir con picardía.
—“No asistió en forma permanente a ningún colegio”.
—¡Qué vergüenza Ágatha! —interrumpió la señorita Marple; Philip tosió—. Tu secretario se ha disgustado, fíjate como tuerce el bigote —murmuró  la anciana al oído de la escritora. Philip volvió a toser, esta vez más fuerte. Otra vez sus pecas se marcaron, furiosas, en la piel de las mejillas.
—“Sus ocupaciones eran las corrientes para la época dentro de la clase social acomodada, cantaba, bordaba, ayudaba en la cocina, incluso en el jardín…”
—Toda una alhajita  —interrumpió la señorita Marple emitiendo una risa rota por los años.
—¡Me hace usted ver como una tonta Philip! —protestó la señora Christie, fingiendo disgusto.
—Espere, señorita Ágatha, tenga usted un poco de paciencia —el joven comenzó a pasar las hojas prolijamente mecanografiadas—. Aquí está, esto es lo que quería leerle: “era aficionada a las historias de hadas, leía a Dickens y a Conan Doyle. Fue su madre quien la animó a escribir su primer cuento”.
—Correcto aunque, perdone usted, mi querido Philip, me parece que su estilo está un poco tieso. Los lectores morirán de aburrimiento antes de acabar la primera página. No podría hacerme ver menos seria, más ligera, más
—Más Ágtha —completó la señorita Marple—, aventurera, decidida, indomable, intolerante, irascible, porfiada, propicia a las rabietas, pero eso sí: constante, muy contante y trabajadora, ingeniosa y talentosa; la más talentosa.
—Gracias querida, pero creo que no será necesario que los lectores conozcan con tanto detalle mi carácter.
 —¡Oh! ¡Quién dirá dónde está la ficción. Si la ficción no está aquí! —la señorita Marple se levantó de su sillón  y recitó los versos con ademanes de colegiala.
—¡Porque aquí están el Color, la Muerte y el Sueño! —respondió la señora Christie.
—No comprendo —balbuceó azorado Duchamp.
—¿No conoce el poema de Ágatha,  Philip?
—Mi ignorancia sólo puede compararse con la profundidad de Támesis, Miss Maple.
—¿El Támesis? Qué ocurrencia ¿Ha observado usted que el agua del Tigris da mejor té que el agua del Támesis? —se burló la anciana.
—No —contestó con sequedad el joven; y dirigiéndose a la señora Christie— ¿A qué poema se refiere Miss Marple?
—Al que Ágatha escribió en su juventud, trabajando en el hospital de la Cruz Roja —contestó la señorita Marple, pasando por alto que el joven no se dirigía a ella.
—No molestes al joven con historias de viejos, querida.
—Ella trabajó como enfermera en Torquay durante la primera guerra.
—¿Por qué no me lo había dicho usted?
—Lo habré olvidado.
—Pues no parece haber olvidado el poema.
—Cosas que ocurren con la memoria de los viejos.
—Sales brillantes y relucientes escamas, cristales del blanco más puro… y muchas tinturas, muchos vinos, de lejanas tierras desconocidas…Un filtro de amor -un filtro de muerte-. Aquí las sales de cobre, que avergüenzan a los cielos, con su centelleo profundo y azul.  Porque aquí están el Color, la Muerte y el Sueño….
— ¡Y la magia por doquier! —concluyó la señora Christie.
—¡Bravo! —Philips aplaudió de buena gana a la señorita  Marple. Ésta agradeció con una reverencia
—Gracias, querida, querida amiga —la emoción se filtró en la voz de la señora Christie.
—No le he hecho justicia Ágatha, apenas he recordado unos versos sueltos y en desorden.
—Estuviste maravillosa Jane.
—Ya nadie me llama de eso modo Ágatha: Jane —la señorita Marple pronunció su nombre con un dejo de ternura en la voz.
—El nombre de pila es tan solo otra de las pérdidas que ocurren con los años, querida.
—Cierto, pero prefiero hablar de las ganancias, si no te importa.
—Te prometo que sólo hablaremos de ellas de aquí en adelante, querida —y dirigiéndose a Duchamp —. Continúe usted, Philips. 

   No muy lejos de allí, en el lujoso Majestic, la tarde compartida pasó tan rápido como un leve suspiro para los viejos amantes. Después de tantos y tan largos años de separación. Las palabras, las miradas, los besos, las manos entrelazadas y finalmente las lágrimas, se llevaron aquellas horas largamente esperadas y anheladas. 
   Después de compartir una cena frugal y silenciosa, Poirot acompañó a Mary Westmacott a la estación de  trenes. 
Hay una isla solitaria, apartada, en medio del mar  —citó el detective y  tomó la mano de Mary. Ella lo miró con los ojos humedecidos. Él recitó el poema que abría la última novela que ella había publicado.
—No puedo creer que después de tantos años sigas leyendo esas olvidadas novelas mías, Hércules.
—No sólo las he leído, también he pensado mon amour —hizo una pausa— ¿Por qué no… nosotros…
—Nosotros no volveremos a vernos  —Mary intentó ocultar el pesar en su voz.
—De eso no estaría yo tan seguro, mon chèrie.
—Así será —dijo enigmática, pero enérgicamente Mary y sacó un sobre de la cartera que entregó al detective al mismo tiempo que lo besaba en la mejilla.
—Lo envía… —empezó a decir pero el detective no la dejó concluir la frase.
—Lo sé —dijo él tomando el sobre sin dejar de mirar a Mary a los ojos.
Au revoir mon grand amour.
Au revoir mon amie.
     
   Poirot desplegó la hoja del mensaje y guardó el sobre en el bolsillo. El guarda de la estación daba el último aviso antes de la partida. Mary Westmacott se acomodó junto a la ventanilla. En el andén, Poirot le daba la espalda con la cabeza baja, evidentemente leía la carta que le enviara la señorita Marple. Mary lo vio erguirse y marcharse, la renguera de la pierna del detective se había acentuado.  Ella estiró  su mano  enguantada y le dedicó un último saludo. Una lágrima caía por su mejilla.

   Poirot regresó al Majestic. DOS TAZAS DOS MUERTOS. La frase lo desconcertó, pero después de unos minutos de reflexión recordó el viejo teatro, la última escena, las tazas con las que se perpetraron un homicidio y también un suicidio.
   Ingresó al vestíbulo envuelto en sus cavilaciones, tejiendo nuevas hipótesis. Un viejo detective, algunos crímenes irresueltos, un asesino certero e imposible de atrapar. Un autor que desea mantener su nombre en secreto, un telón  y ¡dos tazas, dos muertos! La sangre fluyó con violencia a la cara del detective. Un ligero mareo lo obligó a poyarse en el mostrador de la recepción.  
Monsieur Poirot, la señorita Christie ha telefoneado en su ausencia. Lo espera a tomar chocolate.
—¿Chocolate?
We monsieur; chocolate.
  
   El taxi tardó en llegar. Poirot, de pié en la recepción del Majestic, ojeaba las páginas del Daily Mirror. El conserje tuvo que llamar su atención dos veces cuando el automóvil se detuvo a las puertas del hotel a la espera de su pasajero. El detective había empalidecido. Plegó el diario y salió a la calle.
   El viaje fue lento a causa del tránsito. Poirot releyó el artículo una decena de veces.
“[…] la publicación de “Telón- Último caso de Poirot”, causará un gran revuelo entre los seguidores de  Ágatha Christie. La autora sorprenderá a sus lectores con un final que dejará helado al propio Poirot […] Mrs. Christie ofrecerá una conferencia de prensa el lunes por la tarde en el […] Una pobre despedida para el más grande de los detectives. ¿Cómo reaccionarán los seguidores de Poirot? […]”.  
   Así que de eso se trataba, finalmente la señora Christie terminaría lo que había comenzado. Terminaría con Hércules Poirot. Pero, ¿qué más podía hacerle al viejo detective la escritora?
¿Qué más que este estado de enfermedad, de decrepitud? Poirot cerró el periódico, lo plegó y lo abandonó en el asiento del taxi.    
   Se desató una llovizna cerrada. Al descender del automóvil, Poirot sintió los aguijones fríos sobre la cara. El taxista le sonrió
—Es usted Poirot ¿no es cierto? —el detective asintió con una inclinación de cabeza.
—Soy un gran admirador suyo, dígame ¿de qué trata su último caso?, no, no me lo diga. Dicen que la señorita Christie había dispuesto que no publicaran la novela hasta después de su muerte, pero que ha cambiado de opinión y quiere verla publicada antes de morir ¿Está enferma la señorita Christie?  Dicen que la escribió hace 30 años, ¿es cierto eso?
—La señorita Christie no me perdonaría que hiciera alguna revelación antes de la aparición de la novela.
—Entiendo, entiendo —dijo el taxista, excitado y extasiado ante su célebre pasajero—. Llegamos. No, no me debe nada, es por cuenta de la casa ¿Me firmaría un autógrafo? 
—¿Cómo se llama?
—Alfonso —“para monsieur Alphonse, con respeto, Hércules Poirot”.

   Al ver al detective descender del taxi, el jardinero acudió presuroso a abrir el pórtico, un portón de hierro forjado de doble hoja, sencillamente ornamentado. Saludó a Poirot con una sonrisa amplia que mostró la boca de dientes enormes,  desparejos y amarillentos. Se inclinó en una especie de reverencia que el detective calificó de ridícula.
—Señor Poirot, permítame felicitarlo.
   La actitud toda del jardinero mostraba una alegría que el detective consideró absurda. “El taxista”, pensó, “Ahora el jardinero ¡Bon Dieu!”, murmuró entre dientes.
   Poirot atravesó el parque con paso inseguro. La pierna le dolía y aunque intentaba, no podía disimular su renguera. Pensaba que al ingresar a la mansión encontraría a Sir Mallowan con la mano tendida hacia él en una actitud que delataría el evidente de orgullo que sentía por la señorita Christie; era algo que había presenciado muchas veces a lo largo de aquellos años, siempre en la víspera de la aparición de una novela. También estaría allí Philip Duchamp, “ese engreído”, zumbó, “ese poeta de domingo que cree que pasará a la historia con una biografía escrita sin atractivo alguno. Deberé estrechar su mano también”.
   Por último pensó en la señorita Marple y sintió envidia por primera vez; envidia y quizás celos. Ella lo observaría con sus perspicaces ojitos azules. Se preguntó si estaría sonriendo como los demás. Todo aquello le parecía un complot, una trampa. su sospecha se había convertido en certeza: en la casa se celebraba su muerte.
  
   El jardín que separaba la casa de la calle era el orgullo del viejo jardinero. Poirot caminó por la senda de ladrillos rojos sin mirar los macizos de flores, ni el seto bien cortado, ni los ligustros podados semejando objetos fácilmente  reconocibles: aquí un cántaro, allá una gran pelota junto a una luna en cuarto menguante, más allá un gran pájaro con las alas desplegadas. Toda aquella perfección lograda a fuerza del arduo y constante trabajo del jardinero,  pasaba inadvertida a los ojos del detective. Sus pensamientos se remontaban a los años de su juventud. Los títulos de las novelas en que había sido el gran detective, el héroe de todos los lectores que lo seguían y admiraban, se amontonaban en su mente, se fusionaban; los años se confundían en su memoria. Esto o aquello, ¿había ocurrido en 1920 o 23? ¿Era el 32 o el 62?  . Tantos lugares,  tantas misterios resueltos, tantos años de fidelidad:  El misterioso caso de Styles; Asesinato en el campo de golf ; Poirot investiga; Los cuatro grandes; Los relojes;  La tercera muchacha; Las manzana; Primeros casos de Poirot. Una lista muy larga que sumaban  […] “¿Cincuenta y cuatro años? No pueden ser tantos”, pensó el detective. Sonrío. “Vaya anacronismo”, masculló.

   Al entrar a la mansión no encontró a la señora Christie en el salón. Allí lo recibieron Sir Max Mallovan y Philip Duchamp, tal como él había imaginado que ocurriría. Se alegró de ver que la señorita Marple no sonreía como ellos.
—Ágatha lo espera en la biblioteca —oyó de Sir Mallowan, que fue el último en saludarlo y que, sin cambiar su expresión de satisfacción, lo acompañó hasta la puerta de la biblioteca a la que  llamó con un leve golpe con los nudillos. La abrió sin esperar respuesta.
—Tu detective está aquí, querida.
—Que pase. Déjanos solos, por favor.
   Sobre la mesa una bandeja de plata sostenía dos tazas de porcelana de falso blanco con filigranas de flores; también una tetera.
—¿Chocolate?
—Finalmente lo hará —no fue una pregunta fue una afirmación la que el detective dirigió a su creadora.
—Hace tiempo que debí hacerlo. La señorita Marple no debió advertirle —la señora Christie sirvió las tazas. El aroma del cacao caliente se esparció por el lugar.
—Solidaridad entre personajes.
—Quería ser yo la que se lo dijera.
—¿Siempre ha pensado usted que  soy… —hizo una pausa buscando en su mente—, como lo dijo… déjeme recordarlo con las palabras exactas, lo escuché claramente en la obra de autor anónimo –Poirot asentuó las últimas palabras—: "detestable, ampuloso, pesado, egocéntrico"?
—Olvida que yo lo he creado de ese modo per también: leal, inteligente, un creyente ferviente, un alma noble —fue la contestación sin emoción de la escritora.
—Sabe usted bien que hace años que me he escurrido de sus manos.
—Cierto, aunque no todo lo que usted supone.
—No debí confiarme.
—Siempre ha sido un engreído.
—Engreído; olvidé ese calificativo en mi lista.
—Lo que ha de ocurrir es lo mejor para usted.
—Perdone que opine que mi muerte no me sentaría bien. Además, ¿ha considerado ya la reacción de los lectores?
—Beba usted antes de que se enfríe.
—Dos tazas dos muertos —dijo, repitiendo la frase escrita en la misiva de la señorita Marple— ¿No estará planeando asesinarme y suicidarse, supongo?, no sería digno de su genio.
—Yo soy la autora, ¿lo olvida usted Poirot?
—Eso no la convierte en  mi dueña —la escritora bebía su cacao— me ha humillado, me ha reducido a un payaso. Lo he visto en la obra.
—Eso cambia en el final Poirot, no se porte como un chico.
—Me hace ver ridículo, me convierte en una ruina.
—En beneficio de la trama.
—¿En beneficio de la trama termino mis días asesinando? ¡Yo, Hércules Poirot, reducido a un vil asesino! ¡Un cobarde!
—Se lo toma usted demasiado a pecho. Sólo he querido protegerlo del futuro.
—Convirtiéndome en un cobarde, un asesino y un suicida, haciéndome actuar en contra del mandato divino. El peor de los pecados que un católico pueda cometer ¿Protegerme del futuro? Sólo piensa en su fama, en que nadie toque a su monigote predilecto y para eso me destruye no sólo física, sino moralmente, condenando mi alma inmortal.
—No sabe usted nada, amigo mío, no sabe nada acerca de los que esperan mi muerte, que será pronto, créame, lo sé, apenas lo sobreviviré a usted; no sabe que en cuanto sellen mi cajón ya habrá algún Philip Duchamp garabateando un nuevo caso para el gran Hércules Poirot. Tenía que evitarlo. Piensan que quiero sentir nuevamente la gloria antes de morir, lo que deseo es llevarlo conmigo para protegerlo, estoy en mi derecho Poirot. Usted es mi mayor creación.
—¡No me lleva con usted, me desecha! No me protege. Se protege a sí misma, protege su fama, su ego. Teme que en lugar de recordarla a usted sea  a mí a quien recuerden. Ese y no otro motivo la impulsa, es por eso que el telón cae para mí, y por ese motivo también que me ha ridiculizado.



EPÍLOGO
   “Querida Rosaleen:
                     La muerte de Poirot en Telón, ha desatado una gran polémica en la aletargada Londres, Ágatha ha recibido las más gratas felicitaciones a la vez que las más descarnadas críticas. A continuación transcribo un obituario aparecido en el New York Time.  Qué ironía, pequeña, ¿me  permites que siga llamándote pequeña, no es cierto?
6 de noviembre de 1975 "Hercule Poirot Is Dead; Famed Belgian Detective; Hercule Poirot, the Detective, Dies" 
                    En cuanto a tus preguntas sobre aquella tarde, pues la discusión fue larga, te diré que por momentos hemos escuchado sus voces ardientes desde el salón. Max estuvo a punto de intervenir, ha sido Duchamp quien se lo ha impedido. Creo que hizo bien. No hemos vuelto a ver a Poirot desde aquel día fatal en que se alejó sin despedirse. Ahora nadie lo verá nuevamente. Desde entonces tu madre no ha sido la misma. Se pasa el día releyendo la novela, parece que  buscara algo; temo que confirme que los reproches de Hércules han sido justificados. A veces pienso que se ha arrepentido de haberla publicado. Cuando escribió Telón, Hércules, cómo decirlo mi querida, él  no significaba lo que hoy en la vida de todos y tal vez por eso, no sé, ya sacarás tú tus propias conclusiones cuando la leas. A veces ella me mira y parece que va a decirme algo, pero ni un sólo reproche ha salido de sus labios por mi advertencia a mi viejo amigo.  Extraño a Hércules, también Max lo extraña, aunque no lo diga.
                    Ágatha parece no vivir entre nosotros, como si parte  de ella ya se hubiese ido. Como si la partida de Poirot se la hubiese llevado un poco a ella también. La extrañaré cuando ya no esté, ya la extraño, es todo tan triste, no sé con cuál de los dos ha sido más cruel, si con él destruyéndolo, o conmigo dejándome para siempre aquí sin él, y pronto sin ella. Mi última aventura saldrá a la luz después de su muerte, así lo ha dispuesto. Un notario guarda la novela que llevará por título “Asesinato al dormir”, al igual que antes guardó celosamente Telón por tantos años, y, a diferencia de mi buen amigo, yo he de sobrevivir en una vida eterna donde ni él ni Ágata me harán compañía.
                    Actualmente tu madre se encuentra en cama y te imploro regreses pronto si deseas verla antes de la partida de su alma. Me ha prohibido que te informe sobre su estado de salud, pero ya ves que no la he escuchado. Creo que  tu presencia la alegraría, además siento el deber de informarte que los médicos esperan un desenlace pronto.
                    El pobre Max [……………..]

Afrodita