El sol estaba
alto ya. Ella dormía aún. Las flores que el viento había arrancado a los
espinillos de la costa le cubrían el vientre, salpicaban de amarillo sus senos
pálidos, se desperezaban enredándose en su pelo.
Él llegó del
lado del río, empapado en agua salada. De los hombros le caían peces. De los
dedos y los dientes, le chorreaba el sol a borbotones.
Al verla allí,
tendida sobre el pasto, los ojos le lloraron su nombre.
Se tumbó a su
lado. La fue regando de peces y untando con el sol que le brotaba de los dedos,
de los dientes, de la lengua, y el que se le derramó del sexo cuando ella, al
despertar, abrió las piernas dejando escapar mariposas de alas pardas que
volaron hasta su boca y le endulzaron la saliva y la voz.
—Serás mi diosa.
—No quiero.
—Serás mi reina.
—No quiero.
—Serás mi mujer.
—No quiero.
Él le fue
quitando las flores del vientre, de los senos, del pelo. Las fue reemplazando
por espinas y ella sangró niños. Algunos llevaban alas traslúcidas en las manos
y en los pies, otros tenían branquias y escamas.
Los alados
volaron cruzando entre los dedos de él, llevándose algo de sol. Los escamados le lamieron la sal y se
arrojaron al agua haciendo estallar el río en gotas oscuras que ella guardó en una
cajita de sueños.
Como él lloraba,
ella lo besó.
Lo besó en las
sienes y en los ojos, lo besó en el pecho y en el sol que le salía de allí, de esa
hendidura desde la que se derramaba tumbado sobre ella. Lo besó hasta beberlo.
Ella rió y con las
manos apoyadas sobre la frente de él, alfombrada de piedras y abrojos y
cuchillos, lo fue guiando. Lo empujó decidida, los empujó más y un poco más, hasta ese lugar de
ella donde las mariposas batían sus alas pardas murmurando el nombre de él,
llamándole la boca, pidiéndole el sol escondido entre los dientes.
Y otra vez la
voz de él se endulzó, y se le endulzaron la saliva y las pestañas. Y otra vez
ella sangró niños, algunos voladores, otros, nadadores veloces de dientes
afilados.
Por la noche la
luna lamió sus las heridas.
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