sábado, 29 de febrero de 2020

Zeus


Aplacaba su lujuria por ella sin pudor y sin malicia.  Después solía llorar. De pie, desnudo ante la ventana, viendo el río arder.
Nunca se quedaba más allá de la ascensión del éxtasis. Saltaba del lecho cuando su corazón aún palpitaba al ritmo del orgasmo demorado hasta saber de ella, del  orgasmo de ella.
—Mirá mi obligación es satisfacerte así que decime.
—Lo hacés, no te preocupés.
—¿No me vas a decir?
—No, ya te dije, así está bien. Está todo bien.
Nunca se quedaba, ni por un minuto, ni por un segundo. Saltaba de la cama impelido por una decisión irreversible y brutal de la que parecía saber lo que necesitaba saber y nada más: nunca acariciar, nunca abrazar, nunca besar después del ascenso, después de perder la urgencia, de entregarla a regañadientes entre quejidos mezquinos.
—Andá al baño.
—Sí ya voy.
—La canilla está un poco…
—Sí ya sé.
Esperaba a escuchar el agua correr para llorar en silencio, mirando el río en llamas desde la ventana.

La había conocido como a todas, por ahí, de cruce, por casualidad. Como con todas le había llamado la atención algo en el cuerpo, le había gustado ese algo, había pensado en ese algo. En ella fueron las piernas. Después  lo atrajo eso que llamó la energía. Una fuerza que percibió a la  distancia y descubrió con la piel. Fue una corriente que llegó desde ella hasta su carne y le instaló la urgencia.  
Después hizo lo de siempre, buscarla allí donde la había visto. Esa playa marrón, con la arena quemada por las llamas del río. Buscarla durante días hasta que ella regresó, dorada y ligera como la brisa, como la siesta. Se habían  encontrado con la mirada entre la gente y el viento. Los que trafican con el amor se reconocen mutuamente.
La había invitado a cenar. Un día de semana. Nunca las invitaba los viernes ni los sábados. Solo los días de semana, era su regla, la número dos. La número uno era el salto colosal, ese salto parecido al asco o al espanto.
Ella había aceptado sin dudar, con poca coquetería, más bien con un aire de cansancio bien disimulado por la sonrisa amplia. A él le gustaba la sonrisa de ella. A veces la recordaba sin proponérselo, a veces la pensaba por un momento antes de espantarla como a una mosca. A veces la miraba, definitiva, en la cara de ella, la miraba antes de ocultarla con un beso, siempre el mismo. Un beso imperativo e implacable.
—Dejame besarte. Nunca dejás que te bese.
—Nos besamos todo el tiempo.
—No, no nos besamos. Me comés la boca todo el tiempo. Me ahogás, pero no me dejás besarte. Igual me gusta.
A ella le gustaba que él la besara de eso modo, con ese beso iracundo que no dejaba lugar para la ternura; le servía para creer que él la deseaba como ese beso. Desesperado.
Después del encuentro breve, demoledor, ella, como todas, obedecía la orden: andá el baño.
Cuando reaparecía en la cocina oliendo a jabón, él servía la cena, o el postre si previamente habían cenado. O el vino, si habían cenado y comido el postre. O simplemente le decía no te borres, si ella se había entretenido en la ducha y él había llorado mucho, esperándola, parado desnudo frente a la ventana, viendo las brasas del río iluminar la isla.

Con ella lo habían hecho en la cama, en la suya, esa que no usó nunca con las otras, con las otras lo hacía en una tarima, cuadrada y enorme, que construyó él mismo y preparó exclusivamente para el sexo, tanto como pudiera, con tantas como pudiera. También lo había hecho ahí con ella, al principio, las primeras veces; y en la cocina: ella sentada sobre la mesa, ella parada aplastada contra la pared, o de espaldas a él, con la ropa enredada sobre las sandalias, las manos apoyadas en el vidrio esmerilado de la puerta que da al patio. También en una silla, y  sentados en el doble escalón que lleva a la tarima. Una vez lo hicieron en el baño, pero no en la ducha. En la ducha no, esa era la tercera regla.
La cuarta era no buscar y limitarse a esperar sin esperar realmente. Después de haberlas elegido y concretado el primero encuentro, no volvía a buscarlas; esperaba. Secretamente deseaba que ellas no volvieran nunca. Secretamente esperaba que comprendieran que no debían volver.
—¿Te llamo?
—Me da igual. Vos decidís.
—¿Querés que volvamos a vernos?
—Me da igual, si sí o si no, está bien para mí. Es la mujer la que decide así que decidí vos.
—Bueno, si te da igual, te mando un mensaje y acordamos.
—Dale, lo que vos digas, yo no obligo a nadie a nada.

Con ella quiso que volviera, no lo dijo, pero quiso. Entonces dejó entrar al gato que había estado maullando fuera, durante toda la cena. Dejalo entrar, le había dicho ella mientras comían. No, es una porquería, te va a molestar todo el tiempo, le había contestado él.
Así que pensó que si dejaba entrar al gato, ella se quedaría unos minutos más. Más allá del sexo, del salto brutal, del baño, del vino.  
—¿Cómo se llama tu gato?
—Rafael; por el tenista.
—Va a ser grande, es largo.
—Es una porquería.
—Sí, se ve que es malcriado, una porquería de malcriado.

Con ella quiso que volviera y ella volvió. Otras habían vuelto también aunque él no lo había querido así.

Ella le había dicho que no esperara nada más que lo que habían tenido, nada más  que lo que tenían: las pieles cambiando el olor, los ascensos, los gritos ahogados, el salto de él, el baño de ella. El vino.

Pero él tenía también el llanto; ese llanto derramado sobre el fuego del río.

Ella le había dicho su nombre aquel día sobre la arena chamuscada. Se lo había dicho, y el nombre había atravesado la sonrisa de ella y se había sentado en la tristeza refugiada en los ojos de él.  Fue entonces que había comenzado a llorar. Era por la belleza de ella que él lloraba. Por la belleza y por el nombre.
Ella le había dicho su nombre y él lo repetía cada vez, antes del salto, mientras ascendía, y más tarde: después del salto, del baño, del vino. Lo repetía cuando ella se había ido y el fuego en el río se había extinguido y el cansancio lo había alcanzado a él, como un bálsamo, como un conjuro, como una redención.  Lo repetía sin saberlo entre los paisajes del sueño, ininteligible y atroz.  Lo repetía sin quererlo, después,  mucho después, cuando ella dejó de ir y las llamas del río se ahogaron y muchos nombres de muchas ellas intentaban reemplazarlo.


A la sombra el río




Nunca los llamábamos por sus nombres. Él decía mi señora esto o aquello y yo decía mi esposo tal o cual cosa.  Tampoco hablábamos de ellos. Los nombrábamos como referencia, creo, para recordarnos nuestro propio lugar. Mi señora rompió su celular, usará este, me comunico en cuanto pueda. No, mi esposo estará en casa, si traés esos libros acá no tendré excusa para no presentarte, mandalos con un cadete. Estuviste un tanto ausente. Es que discutí con mi señora antes de venir. ¿Por qué te pasa eso Sukimuki?, porque soy la madre de mi esposo.
Tampoco hablábamos de nuestros trabajos o nuestros amigos. Nos limitábamos al sexo, a tener sexo, a hablar de sexo.
Qué árboles inútiles las palmeras. Son sospechosamente rectos. No parecen hechos por la mano de Dios

¿Por qué decís eso?

Porque a Dios le gustan las imperfecciones, las cosas inacabadas, torcidas, frágiles, desconcertadas. Las cosas como nosotros dos.

¿Y las palmeras?

Ellas se ven tan seguras de sí mismas, tan altivas, tan erguidas como el ángel que no se postró ante Él.

Pensás cada cosa que a veces creo que estás loca.


El hotel era viejo, tan viejo que aunque no lo estaba parecía sucio. Las camas rechinaban, parecía que iban a desarmarse con nuestros movimientos. Nunca dejamos de asombrarnos de la grifería de los baños, sobre todo la de la habitación colonial, porque el hotel tenía habitaciones temáticas. Nunca elegíamos la misma, no sé por qué, tal vez porque era lo único que podíamos controlar o elegir, esa habitación, pequeña y oscura.

Me llevaría la canilla de la ducha.
Yo la del lavabo.
Es de bronce, debe costar una fortuna hoy en día.
Es bellísima, esa, la que es una cabeza de ave, ¿qué es?
Pato parece.
No debe ser pato, debe ser cisne, por el cuello.
A mí me parece pato o gallareta.

Reíamos, reíamos allí desnudos en el baño, agachados, analizando los detalles de la grifería, las plumas de pato o de cisne. Teníamos algo de ridículos con nuestros cuerpos que comenzaban a envejecer, a aflojarse, a caerse hacia la tierra como adelantándose a su destino irrefrenable. La tierra que los guardaría junto con ese amor que no podíamos nombrar.


Nunca hablamos de amor, nunca. A veces lo pensábamos, lo sé, estoy segura, solo a veces. Cuando eso ocurría nos íbamos antes, antes que el teléfono sonara. Terminó el turno señora. Gracias. Terminó el turno, Heathcliff. ¿Sí?. Sí, ¿vamos?. Sí.
Esas noches nos íbamos antes de escuchar el timbre del teléfono.


Por casualidad fue. Por casualidad y por necesidad también. De sexo, decíamos, pero era de amor, de sentirse amado aunque fuera un rato. Amados acariciados deseados.


Durante el tiempo que transcurría entre uno y otro turno posible hablábamos por chat. Algunas veces hablábamos una semana, otras un mes o más. Hablábamos ajenos a la vida que nos contenía: la familia, el trabajo, los hijos. Mi señora. Mi esposo.
Hablábamos entre tareas de oficina pero sobre todo de noche. De noche, a la hora en que él se servía un whisky, sentado en su living frente al televisor o la PC o no sé, nunca supe, él me decía pero yo nunca pude imaginarlo, verlo en mi mente en otro lugar que no fuera el auto rojo, con su cabeza rozando el techo. Así lo recuerdo, extendiéndose hacia el asiento del acompañante para abrirme la puerta. O desnudo, también lo recuerdo desnudo mirando la grifería, en esa pose un tanto grotesca, es que es alto, muy alto; y delgado.

Nos gustaba hablar de sexo, lo llamábamos jugar. Lo hacíamos con un impudor infantil, jugando, tratándonos de usted.
Sukimuki me gustó mucho el encuentro. Me sentí bien y pleno. Fue emocionante. Y uno no deja de descubrir cosas.
¿Como cuáles?
Una, la capacidad de emocionarme con un encuentro. Otra, descubrir lo lindo que fue acariciarla. Y sigue la lista. Hubiera seguido haciendo el amor.
Yo también.
Me sentí muy libre, muy pleno. Me gustó tanto su cuerpo. No sé si podré hablar mucho pero tengo que decirle algo.
Diga.
Me tiene muy para arriba.
¿El ánimo o el deseo?
Entre otras cosas.
Enumere.
El ánimo, el deseo, la pasión, las ganas… el sexo.
Si sus palabras me subyugan imagínese lo que hace su abrazo.


Chat:
¿Por qué entró en mis sueños anoche, Sukimuki?
Para entregarle algo a cuenta de lo que le entregaré en algún momento.
Voy a besarle todo el cuerpo y espero que nos sintamos libres para explorar y conquistarnos. Y le comento ….me despierto pensando en lo que pasó e imaginando lo que vendrá. Quedó en silencio, Sukimuki.
Quedé turbada.
Jajaja
Estoy impaciente por tocarlo y eso se transforma en una sensación física muy muy fuerte y yo nunca sentí ese impulso. Sentirlo como deseo físico es turbador Heathcliff, hay zonas de mi cuerpo que reaccionan de solo pensar en usted.  
Me gustaría que me susurre al oído lo más hot que se le ocurra ...con pocas palabras y sin eufemismos.
Tengo todo un día para pensarlo.
No. Tiene que ser ahora, así espontáneo.
Audio: Quiero que me penetres que me cojas hasta hacerme aullar como una loba (me tiemblan las manos, ahora vos, decime vos)
(Me morí bien muerto) Audio: Quiero penetrarte y penetrarte y cogerte y cogerte toda la noche, quiero que aúlles toda la noche. Quiero, quiero todo de vos. Quiero hacerte todo y que me hagas todo.
Mi vientre estalló, no quiero ni imaginar cuando me toque.


Sukimuki, así me llamaba. Escribí sipi una vez, por jugar, y él supo, supo que era una cita de un cuento para niños. De ahí en más fui Sukimuki. Yo lo llamaba Heathcliff, por la tortura, por esa tortura muda que caía de sus ojos, era como un animal herido y furioso que a veces salía para abrazarme, que a veces brotaba de la pantalla del teléfono y oscurecía mi cama, mi habitación, mi casa toda. Nos nombrábamos como personajes de cuentos para no nombrarnos, para no ser reales o tal vez para serlo, para ser más reales que los humanos, más reales que la vida, más definitivos. Inmortales.


Él siempre quería saber: cuántos hombres antes, cuántas poses, cuántos orgasmos, cuántos cada vez, cuántos antes, con los otros que existieron antes que él. Cuántos, qué, cómo. ¿Alguna vez te cogieron así? Y si me gustaba. Lo volvía loco saber si me gustaba, sobre todo el sexo oral, si me gustaba recibirlo, si me gustaba practicárselo.


Chat:
¿Estás ahí?, yo estoy recaliente con mi señora. Discutimos.
Juguemos así se te pasa el enojo.
Juguemos: ¿Qué le gustaría que le hiciera esta noche?
Veré y se lo contaré o se dará cuenta. Usted, Heathcliff, es un universo que tengo intención de explorar y si me deja, conquistar.
Explore, me gusta eso.


Chat:
Ayer después de sus palabras quedé muy hot, no pude dormir y varias cosas más.
Me estoy depilando. ¿Querés mucha depilación ahí, poca o nada?
Mucha.
A la orden.
Jajaja. Hay regiones inexploradas por mí que me gustaría conocer de cerca y profundamente. Usted sigue sin darme pistas, ¿qué me va  a hacer?
Con la boca, mi boca, la suya estará un tanto lejos, pero me parece que voy a tener que  pedirle permiso.
Concedido.
Concedió sin saber, no se aceptarán reclamos.
¿Y yo qué tengo que hacer?
Gozar.
Sukimuki, usted  me dijo ayer que soñó conmigo ¿Qué cosas?
Sus ojos su barba su boca su aliento, muy cerca, nos besábamos, era muy intensa la sensación, un enredo, no sé, viste cómo son los sueños, era como un ahogo, me despertó un orgasmo.
Me pongo colorado.
Ahora usted, ¿qué son esas cosas que quiere hacerme?
Cosas que quiero hacerle, pero usted lo dice tan lindo…y yo soy un rústico.
Buena excusa, es un malvado, porque sabe de mí y no me deja saber de usted.
¿Yo malvado y usted perversa?
Si me volví perversa es por su causa.
Jajaja Me gusta eso.
¿Dígame, no se haga rogar, que me va  a hacer?
Orgasmos en vivo y en directo.
¿Así, en plural? ¡Pero qué confianza se tiene!
Con lo que pasó es para sentirse confiados.


A veces nos distanciábamos, creo que era una forma de defensa, de relativizarnos más aún dentro de nuestras vidas, las reales, esas a las que pertenecíamos. Yo me voy a quedar ahí, no puedo dejar a mi esposo, ya sabés por qué. Yo no puedo dejar sola a mi señora, ya sabés por qué.
Sabíamos por qué. Fue lo primero que dejamos en claro, aquella noche, en la heladería cuando intentó tomar mi mano y la retiré con violencia, arrepentida antes de terminar el gesto. ¿Por qué saqué la mano, y si ahora no  insiste, si se va y no vuelvo a verlo nunca más? Pero no se fue, no del todo. Se fue y volvió.


Chat:
¿Sukimuki, estás ahí?
Sí.
Siempre se sufre, siempre se termina sufriendo.
No sé, supongo. Todo termina siempre con lágrimas y un viaje.
No quiero sufrir.
Yo tampoco.
Es tarde Sukimuki, ya estamos sufriendo.


No recuerdo sus ojos, sé que eran marrones pero no los recuerdo. Sé que me miraban pero no los recuerdo. Sé que los cerraba muy apretados a veces, pero no los recuerdo. Sé que usaba anteojos, que esa noche me miraba sin atreverse y que cuando se inclinó hacia mí, el beso dudó.
¿Querés hacer el amor?, fui yo la que invitó.
Habíamos comido por ahí, se creyó en la obligación de llevarme a comer. Nos encontramos para tener sexo pero se obligó a llevarme a comer. Después una vuelta errática entre las palmeras de la costa. Esos árboles sospechosos e inútiles. Detuvo el auto rojo. No hacía calor.
No recuerdo de qué hablamos, sí que los minutos pasaban. Que había un mi señora y un mi esposo, que no podíamos darnos ciertos lujos como comer por ahí o hablar detenidos entre las palmeras con la arena oscura del río a pocos metros.  Con esa corriente animal del río inquietando, arremolinándose; huyendo.   
¿Querés hacer el amor?
¡Sí, claro!
Desconcierto, eso vi en sus ojos cuando le pregunté, son los únicos ojos de él que recuerdo, los de la sorpresa cargada de desconcierto; a los otros no los recuerdo. Me gustaría recordarlos. Me gustaría saber si alguna vez me miró con algo de amor, o de ternura al menos. 


De la primera vez recuerdo la alegría. Cómo su boca oculta por la barba apareció nítida, iluminada por la risa mientras lo cabalgaba. ¿Te gusta así, más lento, más suave?, vos decime. Y la risa. Yo también me reía. Nunca me había reído durante el sexo y de pronto tenía ganas de reír.  Simplemente reír de placer o felicidad, no lo sé. Ambas cosas tal vez, o de las cadenas, reír de las cadenas rotas y disueltas, de las puertas abiertas, de ese aire que era como el aire después de lluvia, que entra por todos lados, por las ventanas, por las rendijas, por debajo de las puertas, por cada poro de la casa.
¿Puedo acariciarte?
Sí.
¿Puedo?
Sí.
Yo nunca acaricio.
¿No?
No, nunca acaricio. Tampoco me gusta que me acaricien.
Pero yo te acaricié, me dejaste.
Sí, te dejé, me gustó, pero no acaricio ni me gusta que me acaricien. No puedo dejar de acariciarte Sukimuki. Tenés linda piel.
Gracias.
No puedo dejar de acariciarte. No puedo.


Chats:

Jueves 8:45 hs.
¿Y? ¿Qué te dijo el médico?
No sé, algo no está bien, no paro de sangrar.
¿Pero no era un estudio nomás?
Sí, pero no sé, algo pasó.
Voy. Decime dónde estás.
No.
¿Estás sola?
Sí, era solo un estudio, pero no, no vengas. Los escucho buscar quirófano.


12:00 hs.
Sukimuki


19:00 hs.
Supongo que te operaron. Supongo que estás bien. Supongo que dormís. Supongo que estás con tu esposo. Supongo que cuando puedas me vas a escribir. Supongo que tengo que estar tranquilo porque las malas noticias son veloces, diligentes; perversas.


Sábado 03:15 hs.
Audio: estoy bien. La operación tuvo que adelantarse, me entraron al quirófano de urgencia, no sé, un accidente en el estudio, algo que nunca pasa pero a veces sí. Estoy bien.


06:45 hs.
Sukimuki
….


14:00 hs.
Audio: Estoy preocupado, estuve preocupado, muy preocupado, no sabía qué hacer, no sé que hacer.
….


Domingo 13:00 hs.
Sukimuki


Lunes 23:00 hs.
Estoy bien. Estoy en casa.
Qué alegría escucharte. Qué alegría. No sabía qué hacer. ¿Cómo estás?
Bien.
¿Te lo sacaron?
¿Estaba encapsulado?
No sé.
Debiste preguntar
¿Para qué?
Para saber.
Sabré de todos modos.
¿Duele?
Un poquito.
Estoy con vos. Estoy sentado detrás de tuyo; desnudo. Te sostengo, te abrazo. Estás desnuda también.
Con mi cabeza apoyada en tu pecho, mis senos erguidos. Tocame.
Te toco, te acaricio el sexo.
Y yo te dejo hacer, lánguida.
Con la otra mano te recorro el cuerpo. Te beso el cuello.
Tengo los ojos cerrados.
¿Me sentís?
Sí, mi piel se sensibiliza y se eriza,  siento el vientre relajado.
No puedo dejar de acariciarte.
Quiero darme vuelta.
Hacelo, unite a mí.
Me doy vuelta, me trepo, me encastro en vos.
Y yo te beso, te como, te ahogo con mi aliento.




A veces la habitación pequeña y oscura desaparecía, a veces, esas noches en que su mirada me reintegraba a la virginidad, esas noches cuando él era mío y yo era suya, cuando dejábamos nuestros escudos, nuestras murallas, afuera, en el auto rojo, y entrábamos descarnados, cansados de esperarnos, agotados de extrañarnos, acabados de tanto desearnos.
Eran noches robadas al tiempo, hechas de horas grumosas, paralizadas, suspendidas entre las palmeras que jadeaban en la entrada, con sus lenguas verdes y amarillas colgando, prestas a escupir su maledicencia en forma de frutos amargos a nuestros pies, en las palmas de nuestras manos suplicantes. 
Eran noches en que susurrábamos nuestros nombres, en los oídos, sobre nuestras pieles, dentro de nuestras bocas.
Sukimuki…  
Heathcliff…
Y nos quedábamos así, él arriba, o yo arriba, o sentados, con mis piernas abrazando su cadera, mis manos sujetas a su cabello y su brazo rodeando mi cintura, ajustando mi cuerpo a su cuerpo; nos quedábamos como las horas, detenidos, pegados y con los ojos abiertos.
Mirá, miranos en el espejo. Mirá qué hermosos somos.
No; me da pudor.
Mirá, repetía y empujaba suavemente mi cara para que mirara el espejo.

Él tenía razón, éramos hermosos.                  



Chat:
¿Dormís?
No
¿Lees?
No. Me masturbo
¿Pensando en mí?
Sí.
¿En mi pija?
Sí.
¿Te ayudo?
Sí, pero vos no te toqués, vos esperame a mí.



Cuando el invierno llegó ya no pudimos vernos en las noches. Nos escapábamos los sábados, por la tarde, la tarde temprana, casi la siesta, con ese sol de agua que sale del río en invierno, cubierto de camalotes podridos, ese sol que no calienta y huele a pescado. Nunca nos satisfizo del todo la tarde, nos dejaba un gusto a poco, a demasiada clandestinidad, a demasiado al margen.
Entonces lo hacíamos en la noche en la pantalla del teléfono, nos deslizábamos al frío de la casa vacía que dormía bajo las frazadas y lo hacíamos con las palabras:
Te extraño Heathcliff.
Ya nos veremos.
Te extraño.
¿Tánto?
Te extraño.
Yo también quiero hacerte el amor.
Te extraño. Brutalmente te extraño.
¿Con tu cuerpo?
Sí. Vos cogeme y si podés, si querés, si ocurre, amame un poco, un rato y si pasa decímelo.
No. Aunque te ame, aunque lo sepa, nunca voy a decírtelo Sukimuki.
Es cruel.
Todo en nosotros es cruel.
Sí.
¿Vas a sobrevivir? digo, al cáncer.
No sé.
Si no sobrevivís no importa.
Sí ya sé.
No quise decir, no quise desearte...
Sí ya sé.
No te voy a extrañar.
Ya sé. Las pesadillas no se extrañan.
No, se desean secretamente pero no se extrañan. Decímelo Sukimuki.
No.
Por favor, una vez, solo una.
No.
Solo una.
Yo también te amo, Heathcliff.


Las palmeras deberían prohibirse, son como búhos, como radares, como dioses que todo lo ven y lo escuchan y lo saben y lo juzgan. Deberían prohibirse, primero exterminarse, después prohibirse. Son demasiado rectas, demasiado altas, demasiado silenciosas.
  

viernes, 28 de febrero de 2020

Cachencho

Para escucharlo, hacé clic acá



   El único miedo que tenía Cachencho era que se le juntara el ganado. Sí señor, a nada más le tenía miedo, porque dijeran lo que dijeran las malas lenguas, él las quería  a todas sus mujeres, y a todos sus gurises. Eso no se puede negar.
   Me parece mentira verlo ahí en el cajón, tan acicalado, y de traje.
   Al Cachencho yo lo vi de traje otra vez, una sola antes que esta, también para otro velorio, pero no el dél, claro, el de la madre era. Al del padre no fue, porque según él, el viejo fue un hijo de puta en vida y muerto era un hijo de puta muerto, nada más. Esa vez, cuando el velorio de la madre, yo lo miraba y tampoco lo podía creer, verlo así, limpio y de traje con cinto en lugar de la cámara de bicicleta que se ponía para que no se le cayeran los pantalones manchados de grasa, y de esa tierra hecha de toda clase de porquerías con la que uno se ensucia en la gomería.
   Todo limpio y hasta peinados esos pelos de alambre, está en el cajón, si parece otro tipo.  Y se ríe, mirá vos, yo no sabía que la gente se podía morir así riéndose y que de muertos, la risa les quedaba tan bien. Y sí, el Cachencho se va para el otro mundo como anduvo en este, riéndose.
   El barrio entero seguro se cae más tarde, porque si había algo que era él es que era querido. Todas sus mujeres lo querían, todas. Lo tenían hecho un pibe al Cachencho sus mujeres con tanto amor, amor del bueno, del deantes, como decía él.
—A mí, mis mujeres me quieren como se quería antes José, así me quieren. Alcanzame la maza.
—¿Y cómo se quería antes? Acá tiene Cachencho.
—Con todo el cuerpo José y para siempre. Ayudame José que los años no vienen solos.
—Deme pacá, que años ni años, que usté está hecho un toro. Lo que pasa es que se está poniendo vago.
   Con los ochenta cumplidos, el Cachencho seguía atendiendo la gomería. A veces andaba medio cansado, entonces rezongaba entre dientes, “Los años no vienen solos” y se iba y se preparaba el mate y no convidaba. Se lo tomaba solo dando vueltas por la gomería, mirando los almanaques de las paredes. Hay almanaques del año de María Castaña en las paredes de la gomería.  Esos con mujeres de todos los colores y las formas. Mujeres que te muestran un hombro, el escote apretado y hasta una teta, o tienen las piernas alzadas como bailando en el aire. Mujeres que te miran a la cara y se ríen o  te llaman con los ojos.
   Cuando Cachencho miraba los almanaques a mí me daba una tristeza porque lo veía viejo, muy viejo, chupando el mate hasta la última gota, hasta que se escuchaba el ruido entrecortado de las últimas gotas pasando por la bombilla, y Cachencho seguía, seguía como si quisiera sacarle el corazón a la yerba de un chupón, o algo así. 
                                                                       
   Diez años tenía yo cuando llegué a lo gomería. Me fui apaleado esa mañana.    Salí cagando aceite cuando logré zafarme. Gomería para camiones veinticuatro horas decía en la entrada.  Si tenés hambre, pasá, trabajá y después comés, decía. Así que pasé. El Cachencho me miró, me dio una escoba y después un guiso.    Ese día me quedé hasta que cerró. Al siguiente me quedé a dormir y no me fui más. Cachencho fue a la justicia a decir que yo me quedaba ahí como hijo y así fue. Así nomás, antes las cosas eran más claras, no como ahora que son turbias y mezquinas, eso decía el Cachencho y yo sé que tenía razón.

   Una vez casi se le juntan dos de sus mujeres en la gomería. Cachencho era joven todavía y estaba con la Rosita en la fosa, yo los escuché cuando entré,  meta dale y ponga ahí abajo. Cachencho no le puedo enterrar sin confesarle que lo espié. Perdonemé pero con quince años me pudo la curiosidad. Me tiré al piso y me arrastré al borde de la fosa para los camiones y lo ví, ahí. La Rosita estaba apoyada en una goma de esas que tenemos colgando en la pared de la fosa, se había medio sentado y lo rodeaba con esas piernas gordas que siempre tuvo la Rosita que dan ganas de morderlas de lindas y blandas y usté, que si me acuerdo y me vienen las ganas, mire, usté a mí me pareció un potro ahí clavado entre esas piernas de la Rosita. Me vinieron unas ganas como no se tienen más después, mirando la teta de la Rosita que se había salido de la solera floreada y se movía con las sacudidas. Usté no es mi padre, Cachencho, Dios lo sabe, pero me parece que las ganas estas que siempre tengo las heredé de usté.
   Ese día se me había puesto duro, disculpe que le diga Cachencho con usté ahí en el cajón, pero se lo tenía que confesar antes de enterrarlo y bueno me estaba a punto de meter la mano en el pantalón cuando escuché unos tacos que se acercaban por la vereda, enseguida supe que era la Irma, ella siempre andaba de tacos ¿se acuerda?, si baldeaba la vereda de tacos la Irma y amasaba en la panadería de tacos también. Yo iba  a buscar el pan y salía la Irma, enorme como era, de tacos, con las manos llenas de harina siempre. De chico me regalaba una torta negra. Tomá carasucia me decía y me miraba así como miraba la Irma que parecía que le caía azúcar de los ojos. Nunca le conté Cachencho pero yo lloraba, cuando salía de la panadería lloraba porque la Irma me miraba así y a mí me daba algo en el pecho que se me convertía en llanto.  Después supe que así miran las madres, bueno, algunas madres, otras no y que ella miraba así porque nunca pudo ser madre. Que nos miraba así a todos los guachos que entrábamos a la panadería, sobre todo a mí porque yo era como hijo suyo Cachencho y lo que más quiso la Irma en el mundo había sido  tener un hijo que fuera de ella y suyo y que de eso se murió la pobre, de no poder ser madre. Toda esa azúcar que tenía y no pudo sacarse del cuerpo la mató. Bueno ese día en que usté con la Rosita estaban en la fosa yo la escuché a la Irma y me fui para la puerta y como estaba así duro la Irma me miró y abrió enorme los ojos. Me dijo no te da vergüenza a vos,  me agarró de una oreja y me arrastró la media cuadra hasta la panadería Yo me iba tapando para que no se me notara lo duro que no sé por qué no se me pasaba. Hasta el baño me arrastró,  me metió la cabeza en la pileta y abrió la canilla, casi me ahoga la Irma, pero a mí no me importó porque usté se salvó de que lo viera con la Rosita. Aunque yo creo que la Irma sabía, no solo de Rosita sino de las otras también, pero hubiera sido feo que lo viera, la hubiera entristecido a la Irma  ¿Y sabe qué más creo Cachencho?  Que usté sabía que ella sabía y que usté la quería más que las otras por eso. Por eso y porque fue con la única que no tuvo un hijo.
   Ya le estoy diciendo que seguro se caen todas hoy, pero no se preocupe que yo me adelanté y ninguna se va querer quedar con la viudez, no para afuera al menos, para adentro, la yevan todas, así que no va a haber ningún lío ni reclamo ni nada, solo las lágrimas que usté se merece. Que de eso habrá muchas, seguro.  Me va a tener que perdonar pero tuve que ingeniármelas para que todas quedaran contentas, que no le guardaran ningún mal pensamiento, por eso lo hice, por usté, que es como un padre. Así que a todas les dije lo mismo: que su última voluntá fue mandarme con el mensaje de que contara la verdá, que eran muchas ellas y los hijos, a los que amaba por igual,  pero que aclarara cuál había sido el verdadero amor, como se dice ahora vio, eso, el verdadero amor. A todas les dije que habían sido el verdadero amor, que usté me mandaba a decir y que también pedía por caridá, que lo guardaran como un secreto, un secreto que los iba a juntar otra vez allá en la otra vida. Y todas lloraron Cachenco y me prometieron guardar el secreto, solo para poder encontrarse con usté después, cuando Dios lo mande.
   Se me está poniendo frío, Cachencho. Se le están enfriando esas manos tibias, de oso, que me raspaban como lija cuando me palmeaba la mejilla o aqueya vez cuando me quebré, ¿se acuerda?, le saqué la bicicleta y me fui de jeta y me quebré y usté que me dijo, eso no se hace mijo, con voz de trueno me los dijo, pero mientras, me acariciaba la cara mugrienta por el porrazo y las lágrimas, y me acariciaba la frente también, ¿se acuerda? Me acariciaba y yo fue ahí que  supe que yo era un guacho pero que tenía padre.
   A la final yo también empecé a ligar en el amor. Usté se hacía el distraído cuando las gurisas venían a la gomería y me hacían la pasada. Me daba un mate y me decía “este es un lugar de trabajo” pero se reía mirando para abajo. Yo creo que usté pensaba “de tal palo tal astilla” ¿no es cierto que es eso lo que pensaba, Cachencho?  A la final le resulté el más parecido de sus gurises aunque no yevo su sangre. Pero me tocaron otros tiempos a mí. Las mujeres no son las deantes, no quieren como antes con todo el cuerpo y para siempre. Y uno hace lo que puede, así que de que me dieran gurises para querer, nada, y tampoco creo que ninguna se dispute mi viudez, Cachencho. La Teresita fue siempre muy sufrida así que se quedó conmigo, pero no de amor, de sufrida nomás, y de tanto quedarse ahí está, digo que está por venir en cualquier momento, con las otras mujeres de la legión de María. A rezarle vienen Cachencho, para acompañar su alma al paraíso. Yo lo dejo acá porque no me va a gustar ver nada más. Me voy para la gomería a tomarme un mate a su salú, su salú Cachencho.


jueves, 27 de febrero de 2020

El pájaro profeta (Aquel cuento que quemara César Rey)


   Me acuerdo como si lo estuviera leyendo ahora. Jamás voy a olvidarme de ese cuento, le dijo Marcos Rosemberg a César Rey aquel mediodía. ¿Qué lo hiciste?
   Lo quemé, le contestó Rey. 
   Me acuerdo como si ahora lo leyera, era una mañana como ésta, igual a ésta, vacía y luminosa, por eso me acuerdo.
   
      El músico se sentó al piano llevando dentro la melodía que lo obsesionaba y la primera botella de vino. La noche se extendía por delante, insegura y llana, clareada por la luna desmesurada de mayo. 
      A cinco cuadras de allí, él frotaba meticulosamente sus dientes sin mirarse al espejo.  Había cenado, había llevado los platos al fregadero, había escuchado las quejas de su mujer, había besado y arropado a sus hijos.
      Si él hubiese sabido de la farsa, que además de las botellas de vino y la melodía, llevaba dentro el músico; si hubiera advertido que a pesar del sosiego aplastado en que había cimentado su existencia, su matrimonio y su consecuente paternidad, un sosiego adquirido a fuerza de  aceptar sin dudar, de no buscar respuestas y, posteriormente, de no detenerse a hacerse preguntas; si hubiera sospechado que el otoño despinta no solo las hojas de los árboles sino la luz y que la luz puede engañar la mente tanto como la fe, las madres o  incluso la ciencia; si en lugar de cultivar la mansedumbre de la perdiz se hubiese adiestrado en la agudeza del águila; si tan solo hubiese sospechado, a pesar de la ropa idéntica, las seis cuadras idénticas hasta el trabajo, las ocho horas idénticas en la tienda, la noche idéntica cada noche entre la sábanas, que en cualquier momento un olor o un color, el ladrido de un perro,  un árbol vacío o el presagio oculto en el vuelo de un pájaro,  habrían podido despertarlo de repente y para siempre;  si hubiese advertido que aquella aparente llanura interminable de minutos y horas y días y meses, esa llanura que se desplegaba fuera de él ocupando las calles, la ciudad entera, la costa, el río inmortal, podía sin aviso previo agrietarse, y si hubiese sabido, que el conveniente automatismo con que ordenaba las prendas en la tienda, le sonreía a los clientes, le hacía el amor a su mujer y empujaba la hamaca cada domingo en la plaza, podía sin advertencia colapsar, entonces: él no hubiese una mañana cualquiera escuchado la melodía que salía por la ventana abierta de la casa del músico; no hubiese enlentecido dos días después su paso regular para escuchar un poco más;  no se hubiese detenido junto a la ventana aquel amanecer, con la luna inmensa esfumada tras las nubes y el sol asomándose justo enfrente, sobre el río salobre; no hubiese,  él, que nunca había llegado tarde al trabajo por exceso de cuidado o idiotez, aquel día, golpeado a la puerta de la casa y pedido permiso al músico para escuchar la pieza entera, viéndolo tocar.

—Por temor o estupidez —lo corrigió Rey.
—¿Qué?
—Hasta que el empleado de la tienda, que nunca se  había detenido en su trayecto al trabajo, por temor o estupidez.
—Sí, sí. Estaba bien escrito. Quiero decir era bueno.
—No podía ser bueno si no estaba bien escrito.
—Sí, lógicamente. ¿Cómo era que se llamaba el personaje?
—Manuel —dijo Rey—. No. No. Miguel.
—Era la atmósfera —dos arrugas de meditación  cruzaron la frente de Rosemberg.
—A esta altura la literatura me resulta un tema de conversación muy poco familiar.

      Amanecía, serían las siete, unos minutos antes de las siete, tal vez. La luna era el sol al oeste y el sol, una línea ancha, roja y difusa, amalgamada con el azul todavía negro del cielo del este.    La luz blanca del día, venía desde abajo, como empujando.
  
      Miguel caminaba las cinco cuadras que lo separaban de la casa del músico, ya no las percibía como parte de un suceso de mil pasos uniformes y firmes que lo llevaban a la tienda, sino como un acontecimiento inexorable, una red tejida por la miríada de hilos húmedos que componen la luz fría de mayo.    
      La primera vez que advirtió la melodía -no podría decirse que la oyó, ya que más bien  la percibió, la sintió vibrar-, no reparó en la ventana de la que surgía abismal y vagarosa,  ni en las persianas desplegadas sobre la vereda;  se limitó a apartarse de la línea de baldosas y dibujar una curva para evitarlas.
      La primera mañana que decidió detenerse para escuchar un poco más, advirtió que el músico ejecutaba siempre la misma composición, conjeturó que se trataría de un ensayo, tal vez para un concierto, tal vez en algún lugar antiguo muy apartado de este otro, que él andaba cada mañana,  atrapado en el círculo interminable de las seis cuadras en línea hasta la tienda. 
       La primera vez que golpeó a la puerta de la casa del músico, de cuya ventana emergía el misterio nocturno de la melodía, se preguntó si sería posible recordar una canción nunca escuchada.
—¿De veras le gusta lo que toco?
—Me gusta mucho mucho muchísimo, pero claro, yo no sé nada de música.
—¿Quiere café? En realidad no es café es cereal tostado.
—No, no, gracias.
  
   Así que eso se dijeron, le preguntó Rey a Rosemberg, no sé cómo te acordás. Aquella mañana yo estaba metido hasta el cuello en la  atmósfera de la literatura. A nuestra edad ya no es posible.   El músico era un maldito, le contestó Rosembreg.
   
      La vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta del músico, los acordes del piano le llegaron desde lejos: tené cuidado, permanecé  alerta, le advirtieron, graves y  presurosos, y sin saber por qué, recordó, nítido y funesto,  el sueño que lo despertó, ardiendo, aquella mañana.
      La vez anterior a la última que llamó a la puerta del  músico, a Miguel ya lo habían despedido de la tienda, y cuando bebió de la taza humeante, con precaución para no quemarse,  la malta, le supo, sorprendentemente,  a café.  
      La vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta, la noche se iniciaba y el músico descorchaba una botella de vino mientras le sonreía con la botella en una mano y el sacacorchos en la otra.
—¿Abriste la puerta con los dientes?
—Con el codo.
—Traje salame y queso.
  
      Miguel pasó la noche en casa del músico; había recibido el telegrama de despido; había discutido con su mujer; se había masturbado rabiosamente bajo la ducha; se había vestido escuchando los reclamos de ella sin poder distinguir una palabra de otra; se  había agachado hasta apoyar la rodilla en el suelo para besar a sus hijos; había cerrado la puerta de la casa sin azotarla y había sonreído cuando pisó la vereda y dio el primer paso, respirando el frío primerizo de mayo.

—Yo hubiera dado años de mi vida por escribir un cuento así. El músico era un maldito desorbitado, sin embargo estaba lleno de simpatía humana —Rosemberg metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos, les falta lustre, pensó.
—No pescamos nada esa mañana.
—Todo lo que quieras —dijo Rosemberg—. Pero es una de las mejores  mañanas que he pasado en mi vida  
—Vos y tus recuerdos.
—Una mañana así vale una vida.
—Todos los hombres las viven y no hacen tanta cáscara por eso.

      Si al recibir de lleno en la cara recién afeitada el frío prematuro de mayo, Miguel no hubiese percibido junto con el frío, los acordes de la melodía que parecían arrastrarlo hasta la casa del músico; si en lugar de provocarle una sonrisa los acordes lo hubiesen inducido al vacío en el que cualquier otro habría caído al escucharlos; si el músico, la suciedad arraigada en la camisa y los pantalones del músico,  le hubiesen producido el claro rechazo que en todos producía; si la amplia sonrisa amarilla y la barba de tres días y el olor a vino y las palabras pastosas hubiesen desatado la alarma que en cualquier otro habrían desatado; si la naturalidad con  que lo recibía cada noche, la misma naturalidad con la que comía, bebía, ejecutaba la melodía y relataba anécdotas inverosímiles, lo hubiesen hecho reflexionar durante un segundo, solo un segundo, reflexionar  como lo había hecho hasta el día que la música lo había atado, con esa seguridad esa certeza esa precariedad llamada verdad, entonces, Miguel, no habría pasado la noche en el sofá, bebiendo; no abría pensado que el músico era su amigo; no habría sospechado que todos los demás, los que hasta ese día consideraba sus amigos no lo eran en realidad; no habría tenido la revelación de creer, firmemente, que hasta ese instante había vivido equivocado; no se habría lamentado como un chico arrepentido,  acusado, culpado, y finalmente, conducido por el músico ¿o la música?, finalmente perdonado, para después solo después, de aquel beso oscuro y pringoso, cargado de alcohol y todo lo que ocurrió sobre el sillón,  abrir la billetera para entregarle al músico hasta el último centavo de la indemnización que sin saber por qué cargaba en el bolsillo, pero, sobre todo, no habría llorado cuando al día siguiente, el último día que golpeó a la puerta, la puerta no se abrió.   

—¿Y por qué lo quemaste?
—Qué cosa
—Al cuento ¿Por qué?
—¡Ah!, sí. Era una porquería.
—Lo decís porque yo estoy diciendo que era bueno.
—Lo digo porque vos lo estás recordando, no leyendo, recordando. Dame un cigarrillo.
—Era una mañana como esta, pero vos no —Rosemberg se detuvo, miró a Rey. Tuvo que levantar la cabeza y un rayo de sol lo obligó entrecerrar los ojos claros.
­—¿Yo no? — una bocanada de humo azulado se escapaba de la boca entreabierta de Rey.
—Nada, dejálo ahí, Cesar —Rosemberg retomó la marcha.         
—Te lo iba a decir Marcos, antes de irnos te lo iba a decir.
—Decímelo ahora entonces.
—Si ya lo sabés, no jodás Marcos, si no era yo iba a ser cualquier otro.
—Pero sos vos.
—Te parecés a Miguel por eso te gusta el cuento. La mujer perfecta, el trabajo perfecto, el hijo perfecto, el chalecito perfecto frente a la costanera. Y un día te parás y escuchás la música.
—Te faltó el amigo perfecto.
­—El amigo perfecto hijo de puta. Vos me la serviste en bandeja a Clara, Marcos.
—Era una mañana como ésta.
—No me acuerdo. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Te di el último. Era como ésta la mañana. Clara nunca me miró como te miró aquella mañana.
—La música, Marcos. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Ya te dije que te di el último. A vos te mira, no sé, si hasta cuando te nombra pone esa mirada.
—La música Marcos, la mirada de Clara, para vos,  viene a ser como la música para Miguel.  Necesito un cigarrillo y ginebra.
—¿Se van a ir,  me dijiste que se iban a ir?
—Mañana.
—Decile que la perdono.
—Decíselo vos.
—Decile que venga de vez en cuando a ver al nene.
—Decíselo vos.
—Decile que cuando se arrepienta, o te mates o te maten, porque vos te vas a matar o alguien te va a matar, la voy a esta esperando
—Se lo voy a decir.

Afrodita