sábado, 28 de marzo de 2020

Delmira (serás mía o de nadie)




    







Delmira intentó acomodarse la cabellera. Sus dedos de niña se enredaron en los rulos apretados que caían a lo largo de su cuello hasta rozarle hombros. Se conformó con quitarse un mechón que le cubría los ojos. Levantó la almohada para comprobar que el revólver seguía allí. Al encontrarlo aquella mañana, el contacto con el metal la sobrecogió pero no sintió temor. Se limitó a fingir que no lo  había visto para, poco después, absorta en la contemplación del rostro, del orgasmo en el rostro de Enrique,  olvidarse del arma.
   Echada de espaldas, Delmira se rió, recordó cada gesto absurdo, cada contractura que el éxtasis produjo en la cara de Enrique y se rió hasta quedarse dormida. Como le ocurría habitualmente, soñó:
 —¡Delmira! —la voz de la madre, clara y perentoria resonaba en su mente produciendo un eco sostenido y lento, fangoso. 
“Porque tu cuerpo es raíz, el lazo…esencial de los troncos discordantes …del placer y el dolor, plantas gi
—¡Delmira!
“…plantas gigantes. Porque emerge en tu mano, tu mano, sí, tu mano  bella y fuerte... carne sombría…”.
—¡Delmita!. Tu padre.
—Ya voy mamá …“Como alma fúlgida y carne sombría”.


   Delmira despertó y lo primero que vieron sus ojos saltones fue la cara de Enrique, que, inclinado sobre su rostro, la miraba sin expresión alguna. Enrique sonreía levemente. Tenía el codo apoyado en la almohada y la cabeza descansaba sobre el puño cerrado. Su cara se deformaba  justo allí donde la mejilla era aplastada por los nudillos apretados.
   —Estabas soñando. Yo nunca sueño —Enrique le besó los ojos y le apartó de la frente un mechón despeinado, una mata áspera y opaca.
   Después de limpiarse el beso de los párpados hinchados, Delmira contó a Enrique su sueño, repitiendo, para poder memorizarlos, aquellos versos oníricos y según ella: libres.
—¿Libres de qué? —Enrique le acariciaba el cabello, introduciendo los dedos y haciéndolos girar, enredando aún más la copiosa cabellera —. Se te está oscureciendo el pelo. Hoy tenés los ojos verdes.
—Libres de la luz —Delmira le dio la espalda,  tomó de la mesa de luz una agenda y sin cambiar de postura, garabateó los versos con una caligrafía prácticamente ilegible. Miró la hoja donde las letras, las palabras, formaban líneas y círculos de grafito apretados, superpuestos, enredados. Igualito que mi pelo, pensó.  
—¿Te vas a enteder?   —Enrique se había apoyado con suavidad en el hombro de ella y pasándose la mano por el bigote grueso, había esperado en silencio a que terminara que escribir.
—Con que papá los entienda para pasarlos alcanza y sobra.   
—¿Todavía los pasa en limpio tu viejo?
—A veces.
—Ese sueño es pan comido: extrañás tu infancia, extrañás ser la nena de papá —Enrique esbozó una sonrisa amplísima de satisfacción. Se acarició el bigote, se entretuvo peinándolo con los dedos, ocultando con el gesto una mueca de burla en sus labios finos y descoloridos, que sin embargo podía adivinársele en la mirada. Se llevó dos cigarrillos a la boca. Primero los encendió, luego  le  entregó uno a Delmira que lo sostuvo un instante entre los dientecitos filosos y blancos, antes de inhalar la primera bocanada de humo, justo en el momento en que Enrique apoyó la mano en la blanda redondez de sus muslos.
—Hace frío —Delmira cubrió con una manta su desnudez traslúcida, resbaladiza— .  Ahora interpretás sueños. ¡Mirate vos!,   señor pitoniso —al hablar exhaló un chorro grueso de humo  hacia el techo de la habitación de alquiler. Este lugar me deprime, pensó.
—Nada de eso, si el sueño está clarito como el agua, a ver seguí contándome —le contestó él, alzando la manta y besándola en los senos prominentes, desmayados.
—¿Te dije que desde que nos divorciamos besás mejor?  —ella lo miraba, miraba la cabeza de él, inclinada sobre sus senos, el cabello corto y prolijo.
—Me dijiste; putita.
   Lentamente dejó escapar el humo azulado. Lo expulsaba formando una fina línea evanescente. Movía la cabeza para que el humo formara un película,  una niebla que se posaba sobre el cabello de él antes de desaparecer.
—Prefiero amante, no tengo nada contra putita pero amante es más de puta. 
—Mentira, lo que a vos te gusta no es ser puta sino encarnar tu poesía: ese remoto ideal sentimental, exótico, sensual.
   Enrique impostó la voz al pronunciar la última frase. Delmira se preguntó si él estaba jugando o se burlaba. Enrique la besaba, mientras hablaba sus labios apretaban la carne tensa de los senos de ella.
—Me gustabas, sí que me gustabas; pero ahora… no sé, estos kilos extra me tiene loco. 
—Perverso. Me raspa el bigote.
   Él se detuvo, la miró. Los ojos redondos, saltones, como asombrados de ella, descubrieron cierta tensión inquietante en la mirada de él.    Recordó el arma.
—Encarnar tus palabras exquisitas, calientabraguetas; eso te gusta.
—Ordinario.
—Refinada.
—Buitre.
—Niña obediente.
—Vampiro.
—Fuego verde. Sonámbula.
—Carnicero.
—Canalla.
—No sé por qué sigo con vos.
—Porque te gusta cagarme porque sos morbosa.
—Vulgar.
   Poeta excelsa, fue lo último que escuchó. Él balbuceaba su deseo sobre los pliegues del vientre de ella. Mi cabello se desfloja; sufro vértigos ardientes, pensó envuelta en el abrazo de él o tal vez no, tal vez el abrazo que la envolvía provenía de otro lugar, de su propio deseo espeso, un deseo mascullado en sus noches estáticas de escritura afiebrada, en su cuarto de soltera, al que había regresado, del que escaba cada semana para encontrarse a escondidas con Enrique después de divorciarse de él, después de gritarle que lo odiaba, que lo detestaba, que no era de su clase, que no lo vería más. Que le producía asco. Que esa mujer que se acostaba con él no era ella, era la otra Delmira, la trivial, la insignificante, la que moriría, la que ella no quería ser.

   La boca la boca hundida en la boca esa otra boca de otro blanco blando tan cercano tan  lejano. La boca, la boca intrépida en la boca del otro mordiente la saliva, la carne,  la lengua arrugada, buscadora, mordedora la lengua y la boca los labios abrazándose, abrasándose; disputando el poder del beso abierto a la luz a la noche a las entrañas a las palabras.
   Ahora los de él, los labios de él ocultando los de ella que luchan que ceden se desmayan se mueren de amor suspirando su nombre. No lo nombra, lo piensa: Enrique, lo piensa y no lo nombra, no le muestra no se  permite la entrega, todavía no, todavía no. La entrega, esa impúdica cercanía con la muerte, ese aterrador, abrumador contacto con la vida.
   Ahora otra vez los de ella, los labios de ella,  que le ganan a los de él, le cubren la boca le cubren la cara, la cara de sal.
   La oscuridad de los ojos cerrados, esa burbuja llena  de puntos luminosos que fugan, a dónde van los puntos luminosos, la oscuridad plagada de puntos incandescentes y mudos es un túnel que llama que  jala.
   Las bocas cerradas los ojos abiertos. La primera batalla ha dado paso al paréntesis  donde los cuerpos se refugian, alejados uno del otro, atrapados en la penumbra, en la distancia del rechazo que sobreviene al éxtasis.
   El tiempo se detiene, es pesado y mudo y está cargado de olores delatores.
   Delmira, escucha: Delmira,  Enrique la nombra, la nombra Delmira  y se acerca, rompe el paréntesis dentro del que ha estado desabrochándose el pijama. Delmira ve el vello del pecho, ondulado y negro. El camisón enroscado en la cintura, los senos prominentes, los pezones oscuros, encogidos por el frío,  el beso claro y seco y el roce de la lengua tibia, dura, espléndida.
  La sombra de la habitación cubriéndolos, espiándolos, el suelo limpio y frío. La alfombra opaca esperando los cuerpos. Ruedan. Ahora él cae sobre ella que mira, ve la cara de él, donde asoma una barba trágica y verdosa, cae sobre su cara. La toca, toca la cara, primero con suavidad como para curarla de la barba que la hiere que le perfora la piel, después se enfurece, usa las uñas, quiere arrancarle la piel. Enrique detiene su mano la sujeta  la mira, su mirada le arranca la piel.
   Lo aparta, él se acerca suplicante, ella  lo aparta, se ríe. Coloca un pie en su pecho y lo aparta. Él espera paciente;  tenso. El pie de ella se desliza hasta el vientre. Él espera paciente; erecto. Puente: el pie de ella es un puente que la mano de él asalta y cruza reptando hacia él hacia los pechos hacia el cuello la cara vaga en la oscuridad de los ojos cerrados de las bocas otra vez abiertas, suspirantes. Anhelantes. Él exhala un suspiro osco con olor a limón, un suspiro caliente que a ella le eriza la piel.
   Lo hombros sujetando los cuerpos, los hombros de ella sujetando el cuerpo de él, los hombros de él apretados, sosteniendo el peso del cuerpo, el peso del deseo de ella, el deseo de ella que se hamaca oscila serpentea sobre bajo junto al de él que latiga, vacila, latiga.
   El maleficio del amor colándose desde lo desconocido, calando los músculos, buscando los huesos la médula de los huesos, el amor exhalado en la respiración excitada de las bocas agitadas. Temblorosas las bocas los labios mojados, encarnados, confusos.
—Te amo.
—No.
—Te amo.
—No.
—¿A dónde vas?
—No.
—¿No qué? ¿Vení a dónde vas?
—No me ames, no me ames Enrique
—Entonces no te amo,  vení.

   La vuelta, la mano invitando, los pasos vacilantes, la habitación la sombra de la habitación tragándolos: el brazo de él extendido, asido al de ella.
   La silueta desnuda, ese algo que ella percibe o tal vez imagina: una claridad que lo cubre lo roza que se escapa de su piel bordeándolo, ensombreciéndolo, ocultándole la cara.     
   Ahora Enrique es una sombra que se acerca que alcanza la cama la trepa como un gato como un tigre negro negrísimo sigiloso presto a alcanzar de un salto la presa. Ella se ríe, le acaricia la cabeza, se ríe, se echa, se abre, lo enlaza, se ríe, se cierra, lo empuja, lo jala, lo envuelve, lo sujeta, lo empuja, se ríe, le sostiene la cara, le penetra los ojos, lo inmoviliza, con sus piernas, con sus ojos claros; lo asfixia, lo besa y los asfixia tragándose la saliva los balbuceos, los gemidos. Lo suelta y lo empuja, lo mira. Sos mío, le dice, sos mío y hago lo que quiero, lo que se me da la gana, si se me da la gana te mato.     
   Las sábanas limpias crujientes bajo la espalda cóncava de ella. Las sábanas temblando entre las piernas. Viejo hermoso el amor: ladino, ocultador. 
   Los cuerpos, los cuerpos-madeja, enroscados, viboreados, inútiles.  La reserva disfrazada de entrega en los ojos. La luz que entra desde el pasillo, desde la luna en la puerta, la luz que se apoya sobre la almohada, que les descubre las caras partidas. La luz  les canta les susurra les confiesa las caras.
   Los dientes de él apretados, la mirada vuelta hacia adentro escindida del cuerpo, todo vuelto hacia afuera, hacia ella hacia dentro de ella de su boca de su carne tensa alerta primitiva; caníbal.
   La respiración de él advirtiendo el fin de la faena. El corazón de él delatado en la garganta y las sienes. Las manos de él apretadas, sujetando. Te amo, dice o tal vez no tal vez no lo ha dicho él, tal vez Delmira lo ha pensado ¿Lo ha pensado con la voz de él o con la de ella?
—Ya no puedo esperar —ella susurra, muerde.
   La voz templada, la frase contenida entre dos bramidos, ajustada entre dos bramidos destemplados que brotan imprecisos  descontrolados desgajados entre los dientes oprimidos, sorteando la lengua paralizada. 

   El ascenso. Hay en cada amante un guerrero, un ciego, un exterminador.       
La doble soledad del éxtasis.
  Te amo.
   Yo también te amo, yo también.
   Los muslos de ella mojados resbaladizos; su boca resbalante oscura. Delmira mira el túnel por el  que  huyen las luces que nacen que se encienden que arden, se incendian,  bajo sus párpados cerrados.  Piensa: manos enjoyadas del rubí de mi deseo, la perla de mi tristeza y el diamante de mi beso. Llevad a la fosa misma un pétalo de mi cuerpo, y en mis sueños de odio soy serpiente. Me vuelvo peor que loca. En llamas me despedazo. Perenne mi deseo, en el tronco de piedra ha quedado prendido.
Mi alma desnuda temblará en tus manos, sobre tus hombros pesará mi cruz. Hiedra sangrienta, piensa y se duerme.
   Se despertó sedienta. Anduvo por el cuarto   
—¿Qué lees?
—La carta de Rubén
—¿Qué Rubén?
—No te hagás Enrique, de Rubén Darío, de qué Rubén va a ser.
—¿Me lees?
—Sí ,¿ por qué no? Mirá que sos pavote Enrique:
"… es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación mística(...) Si usted, niña bella continúa la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española…”
—Niña bella, te dice, mirá vos el poeta, mirá vos el hijo de puta.
—No lo insultes. No soy bella.
—A veces sí.
—Celoso.
—¿Por qué me ocultás?
—¿Qué decís?
—Me escondés en esta ratonera. Me negás. Te avergüenzo. Me hacés hervir la sangre, te mataría.
—Estuvimos de acuerdo, los dos, Enrique, los dos.
—No llorés. No me hagás la Lili Damita. El expresionismo alemán no te sienta.
—Malvado, cretino.
—Me torturás, te complacés torturándome.  Algún día de estos te mato, te juro Delmira, te juro que te mato. 
—Enrique mío: Quiéreme siempre, siempre, así como me dices. ¡Es tan divino quererse mucho, mucho y por toda la vida! Me parece que es toda la felicidad de la tierra. Puede ser.
—Toda la felicidad de la tierra —Enrique pareció no terminar la frase. Se quedó con la boca abierta, mirándola.
—Sí Enrique, toda la tierra.
—Yo no veo toda la tierra, veo esta pieza asquerosa, esta puerta. Detrás de esta puerta yo no existo, detrás de esta puerta vos no existís.
—¡Qué decís!
—Detrás de esta puerta sos las otras, la niña bella, la sucesora de Sor Juan Inés, la nena de papá, la señorita con modales de princesa. Mi víctima.
—Qué decís Enrique, tu víctima ¿Qué decís?
—No soy sordo Delmira, ni ciego.
—Yo te quiero Enrique.
—Vos estás loca Delmira.
  
   Delmira se arrojó en los brazos de Enrique. Él la rechazó. Ella se fue doblando hasta quedar encogida sobre la alfombra con los brazos,  la cabeza, abatidos.
   Lo que ocurrió después se lo llevaron los muertos.   
   Para los diarios quedará una foto y el escándalo. Enrique con una bala en sien. Delmira sobre la alfombra y el escándalo, su cabello ensortijado cubriéndole la cara y el escándalo, el cuerpo apenas cubierto por el camisón blanco y el escándalo. El charco de sangre junto a su cabeza y el escándalo.

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