Delmira intentó acomodarse la cabellera. Sus dedos de niña se enredaron en los rulos apretados que caían a lo largo de su cuello hasta rozarle hombros. Se conformó con quitarse un mechón que le cubría los ojos. Levantó la almohada para comprobar que el revólver seguía allí. Al encontrarlo aquella mañana, el contacto con el metal la sobrecogió pero no sintió temor. Se limitó a fingir que no lo había visto para, poco después, absorta en la contemplación del rostro, del orgasmo en el rostro de Enrique, olvidarse del arma.
Echada de espaldas, Delmira se rió, recordó
cada gesto absurdo, cada contractura que el éxtasis produjo en la cara de
Enrique y se rió hasta quedarse dormida. Como le ocurría habitualmente, soñó:
—¡Delmira!
—la voz de la madre, clara y perentoria resonaba en su mente produciendo un eco
sostenido y lento, fangoso.
“Porque
tu cuerpo es raíz, el lazo…esencial de los troncos discordantes …del placer y
el dolor, plantas gi
—¡Delmira!
“…plantas
gigantes. Porque emerge en tu mano, tu mano, sí, tu mano bella y fuerte... carne sombría…”.
—¡Delmita!.
Tu padre.
—Ya
voy mamá …“Como alma fúlgida y carne sombría”.
Delmira despertó y lo primero que vieron sus
ojos saltones fue la cara de Enrique, que, inclinado sobre su rostro, la miraba
sin expresión alguna. Enrique sonreía levemente. Tenía el codo apoyado en la
almohada y la cabeza descansaba sobre el puño cerrado. Su cara se deformaba justo allí donde la mejilla era aplastada por
los nudillos apretados.
—Estabas soñando. Yo nunca sueño —Enrique le
besó los ojos y le apartó de la frente un mechón despeinado, una mata áspera y
opaca.
Después de limpiarse el beso de los párpados
hinchados, Delmira contó a Enrique su sueño, repitiendo, para poder
memorizarlos, aquellos versos oníricos y según ella: libres.
—¿Libres de qué? —Enrique
le acariciaba el cabello, introduciendo los dedos y haciéndolos girar,
enredando aún más la copiosa cabellera —. Se te está oscureciendo el pelo. Hoy
tenés los ojos verdes.
—Libres de la luz
—Delmira le dio la espalda, tomó de la
mesa de luz una agenda y sin cambiar de postura, garabateó los versos con una
caligrafía prácticamente ilegible. Miró la hoja donde las letras, las palabras,
formaban líneas y círculos de grafito apretados, superpuestos, enredados.
Igualito que mi pelo, pensó.
—¿Te vas a enteder? —Enrique se había apoyado con suavidad en el
hombro de ella y pasándose la mano por el bigote grueso, había esperado en
silencio a que terminara que escribir.
—Con que papá los
entienda para pasarlos alcanza y sobra.
—¿Todavía los pasa en
limpio tu viejo?
—A veces.
—Ese sueño es pan comido:
extrañás tu infancia, extrañás ser la nena de papá —Enrique esbozó una sonrisa
amplísima de satisfacción. Se acarició el bigote, se entretuvo peinándolo con
los dedos, ocultando con el gesto una mueca de burla en sus labios finos y
descoloridos, que sin embargo podía adivinársele en la mirada. Se llevó dos
cigarrillos a la boca. Primero los encendió, luego le
entregó uno a Delmira que lo sostuvo un instante entre los dientecitos
filosos y blancos, antes de inhalar la primera bocanada de humo, justo en el
momento en que Enrique apoyó la mano en la blanda redondez de sus muslos.
—Hace frío —Delmira
cubrió con una manta su desnudez traslúcida, resbaladiza— . Ahora interpretás sueños. ¡Mirate vos!, señor pitoniso —al hablar exhaló un chorro
grueso de humo hacia el techo de la
habitación de alquiler. Este lugar me deprime, pensó.
—Nada de eso, si el sueño
está clarito como el agua, a ver seguí contándome —le contestó él, alzando la
manta y besándola en los senos prominentes, desmayados.
—¿Te dije que desde que
nos divorciamos besás mejor? —ella lo
miraba, miraba la cabeza de él, inclinada sobre sus senos, el cabello corto y
prolijo.
—Me dijiste; putita.
Lentamente dejó escapar el humo azulado. Lo
expulsaba formando una fina línea evanescente. Movía la cabeza para que el humo
formara un película, una niebla que se
posaba sobre el cabello de él antes de desaparecer.
—Prefiero amante, no
tengo nada contra putita pero amante es más de puta.
—Mentira, lo que a vos te
gusta no es ser puta sino encarnar tu poesía: ese remoto ideal sentimental,
exótico, sensual.
Enrique impostó la voz al pronunciar la
última frase. Delmira se preguntó si él estaba jugando o se burlaba. Enrique la
besaba, mientras hablaba sus labios apretaban la carne tensa de los senos de
ella.
—Me gustabas, sí que me
gustabas; pero ahora… no sé, estos kilos extra me tiene loco.
—Perverso. Me raspa el
bigote.
Él se detuvo, la miró. Los ojos redondos,
saltones, como asombrados de ella, descubrieron cierta tensión inquietante en
la mirada de él. Recordó el arma.
—Encarnar tus palabras
exquisitas, calientabraguetas; eso te gusta.
—Ordinario.
—Refinada.
—Buitre.
—Niña obediente.
—Vampiro.
—Fuego verde. Sonámbula.
—Carnicero.
—Canalla.
—No sé por qué sigo con
vos.
—Porque te gusta cagarme
porque sos morbosa.
—Vulgar.
Poeta excelsa, fue lo último que escuchó. Él
balbuceaba su deseo sobre los pliegues del vientre de ella. Mi cabello se
desfloja; sufro vértigos ardientes, pensó envuelta en el abrazo de él o tal vez
no, tal vez el abrazo que la envolvía provenía de otro lugar, de su propio
deseo espeso, un deseo mascullado en sus noches estáticas de escritura
afiebrada, en su cuarto de soltera, al que había regresado, del que escaba cada
semana para encontrarse a escondidas con Enrique después de divorciarse de él,
después de gritarle que lo odiaba, que lo detestaba, que no era de su clase,
que no lo vería más. Que le producía asco. Que esa mujer que se acostaba con él
no era ella, era la otra Delmira, la trivial, la insignificante, la que
moriría, la que ella no quería ser.
La boca la boca hundida en la boca esa otra
boca de otro blanco blando tan cercano tan
lejano. La boca, la boca intrépida en la boca del otro mordiente la
saliva, la carne, la lengua arrugada,
buscadora, mordedora la lengua y la boca los labios abrazándose, abrasándose;
disputando el poder del beso abierto a la luz a la noche a las entrañas a las
palabras.
Ahora los de él, los labios de él ocultando
los de ella que luchan que ceden se desmayan se mueren de amor suspirando su
nombre. No lo nombra, lo piensa: Enrique, lo piensa y no lo nombra, no le
muestra no se permite la entrega,
todavía no, todavía no. La entrega, esa impúdica cercanía con la muerte, ese
aterrador, abrumador contacto con la vida.
Ahora otra vez los de ella, los labios de
ella, que le ganan a los de él, le cubren
la boca le cubren la cara, la cara de sal.
La oscuridad de los ojos cerrados, esa
burbuja llena de puntos luminosos que
fugan, a dónde van los puntos luminosos, la oscuridad plagada de puntos
incandescentes y mudos es un túnel que llama que jala.
Las
bocas cerradas los ojos abiertos. La primera batalla ha dado paso al
paréntesis donde los cuerpos se
refugian, alejados uno del otro, atrapados en la penumbra, en la distancia del
rechazo que sobreviene al éxtasis.
El tiempo se detiene, es pesado y mudo y
está cargado de olores delatores.
Delmira, escucha: Delmira, Enrique la nombra, la nombra Delmira y se acerca, rompe el paréntesis dentro del
que ha estado desabrochándose el pijama. Delmira ve el vello del pecho,
ondulado y negro. El camisón enroscado en la cintura, los senos prominentes,
los pezones oscuros, encogidos por el frío,
el beso claro y seco y el roce de la lengua tibia, dura, espléndida.
La sombra de la habitación cubriéndolos,
espiándolos, el suelo limpio y frío. La alfombra opaca esperando los cuerpos.
Ruedan. Ahora él cae sobre ella que mira, ve la cara de él, donde asoma una
barba trágica y verdosa, cae sobre su cara. La toca, toca la cara, primero con
suavidad como para curarla de la barba que la hiere que le perfora la piel,
después se enfurece, usa las uñas, quiere arrancarle la piel. Enrique detiene
su mano la sujeta la mira, su mirada le
arranca la piel.
Lo aparta, él se acerca suplicante,
ella lo aparta, se ríe. Coloca un pie en
su pecho y lo aparta. Él espera paciente;
tenso. El pie de ella se desliza hasta el vientre. Él espera paciente;
erecto. Puente: el pie de ella es un puente que la mano de él asalta y cruza
reptando hacia él hacia los pechos hacia el cuello la cara vaga en la oscuridad
de los ojos cerrados de las bocas otra vez abiertas, suspirantes. Anhelantes.
Él exhala un suspiro osco con olor a limón, un suspiro caliente que a ella le
eriza la piel.
Lo hombros sujetando los cuerpos, los
hombros de ella sujetando el cuerpo de él, los hombros de él apretados,
sosteniendo el peso del cuerpo, el peso del deseo de ella, el deseo de ella que
se hamaca oscila serpentea sobre bajo junto al de él que latiga, vacila,
latiga.
El maleficio del amor colándose desde lo
desconocido, calando los músculos, buscando los huesos la médula de los huesos,
el amor exhalado en la respiración excitada de las bocas agitadas. Temblorosas
las bocas los labios mojados, encarnados, confusos.
—Te amo.
—No.
—Te amo.
—No.
—¿A dónde vas?
—No.
—¿No qué? ¿Vení a dónde
vas?
—No me ames, no me ames
Enrique
—Entonces no te amo, vení.
La vuelta, la mano invitando, los pasos
vacilantes, la habitación la sombra de la habitación tragándolos: el brazo de
él extendido, asido al de ella.
La silueta desnuda, ese algo que ella
percibe o tal vez imagina: una claridad que lo cubre lo roza que se escapa de
su piel bordeándolo, ensombreciéndolo, ocultándole la cara.
Ahora Enrique es una sombra que se acerca
que alcanza la cama la trepa como un gato como un tigre negro negrísimo sigiloso
presto a alcanzar de un salto la presa. Ella se ríe, le acaricia la cabeza, se
ríe, se echa, se abre, lo enlaza, se ríe, se cierra, lo empuja, lo jala, lo
envuelve, lo sujeta, lo empuja, se ríe, le sostiene la cara, le penetra los
ojos, lo inmoviliza, con sus piernas, con sus ojos claros; lo asfixia, lo besa
y los asfixia tragándose la saliva los balbuceos, los gemidos. Lo suelta y lo
empuja, lo mira. Sos mío, le dice, sos mío y hago lo que quiero, lo que se me
da la gana, si se me da la gana te mato.
Las sábanas limpias crujientes bajo la
espalda cóncava de ella. Las sábanas temblando entre las piernas. Viejo hermoso
el amor: ladino, ocultador.
Los cuerpos, los cuerpos-madeja, enroscados,
viboreados, inútiles. La reserva
disfrazada de entrega en los ojos. La luz que entra desde el pasillo, desde la
luna en la puerta, la luz que se apoya sobre la almohada, que les descubre las
caras partidas. La luz les canta les
susurra les confiesa las caras.
Los dientes de él apretados, la mirada vuelta
hacia adentro escindida del cuerpo, todo vuelto hacia afuera, hacia ella hacia
dentro de ella de su boca de su carne tensa alerta primitiva; caníbal.
La respiración de él advirtiendo el fin de
la faena. El corazón de él delatado en la garganta y las sienes. Las manos de
él apretadas, sujetando. Te amo, dice o tal vez no tal vez no lo ha dicho él,
tal vez Delmira lo ha pensado ¿Lo ha pensado con la voz de él o con la de ella?
—Ya no puedo esperar
—ella susurra, muerde.
La voz templada, la frase contenida entre
dos bramidos, ajustada entre dos bramidos destemplados que brotan
imprecisos descontrolados desgajados
entre los dientes oprimidos, sorteando la lengua paralizada.
El ascenso. Hay en cada amante un guerrero,
un ciego, un exterminador.
La doble soledad del
éxtasis.
Te amo.
Yo también te amo, yo también.
Los muslos de ella mojados resbaladizos; su
boca resbalante oscura. Delmira mira el túnel por el que
huyen las luces que nacen que se encienden que arden, se incendian, bajo sus párpados cerrados. Piensa: manos enjoyadas del rubí de mi deseo,
la perla de mi tristeza y el diamante de mi beso. Llevad a la fosa misma un
pétalo de mi cuerpo, y en mis sueños de odio soy serpiente. Me vuelvo peor que
loca. En llamas me despedazo. Perenne mi deseo, en el tronco de piedra ha
quedado prendido.
Mi alma desnuda temblará
en tus manos, sobre tus hombros pesará mi cruz. Hiedra sangrienta, piensa y se
duerme.
Se despertó sedienta. Anduvo por el
cuarto
—¿Qué lees?
—La carta de Rubén
—¿Qué Rubén?
—No te hagás Enrique, de
Rubén Darío, de qué Rubén va a ser.
—¿Me lees?
—Sí ,¿ por qué no? Mirá
que sos pavote Enrique:
"… es la primera vez que en lengua castellana
aparece un alma femenina en la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser
Santa Teresa en su exaltación mística(...) Si usted, niña bella continúa la
lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro
mundo de habla española…”
—Niña bella, te dice,
mirá vos el poeta, mirá vos el hijo de puta.
—No lo insultes. No soy
bella.
—A veces sí.
—Celoso.
—¿Por qué me ocultás?
—¿Qué decís?
—Me escondés en esta
ratonera. Me negás. Te avergüenzo. Me hacés hervir la sangre, te mataría.
—Estuvimos de acuerdo,
los dos, Enrique, los dos.
—No llorés. No me hagás la Lili Damita. El
expresionismo alemán no te sienta.
—Malvado, cretino.
—Me torturás, te
complacés torturándome. Algún día de
estos te mato, te juro Delmira, te juro que te mato.
—Enrique mío: Quiéreme
siempre, siempre, así como me dices. ¡Es tan divino quererse mucho, mucho y por
toda la vida! Me parece que es toda la felicidad de la tierra. Puede ser.
—Toda la felicidad de la
tierra —Enrique pareció no terminar la frase. Se quedó con la boca abierta,
mirándola.
—Sí Enrique, toda la
tierra.
—Yo no veo toda la
tierra, veo esta pieza asquerosa, esta puerta. Detrás de esta puerta yo no
existo, detrás de esta puerta vos no existís.
—¡Qué decís!
—Detrás de esta puerta
sos las otras, la niña bella, la sucesora de Sor Juan Inés, la nena de papá, la
señorita con modales de princesa. Mi víctima.
—Qué decís Enrique, tu
víctima ¿Qué decís?
—No soy sordo Delmira, ni
ciego.
—Yo te quiero Enrique.
—Vos estás loca Delmira.
Delmira se arrojó en los brazos de Enrique.
Él la rechazó. Ella se fue doblando hasta quedar encogida sobre la alfombra con
los brazos, la cabeza, abatidos.
Lo que ocurrió después se lo llevaron los muertos.
Lo que ocurrió después se lo llevaron los muertos.
Para los diarios quedará una foto y el
escándalo. Enrique con una bala en sien. Delmira sobre la alfombra y el escándalo, su cabello ensortijado
cubriéndole la cara y el escándalo, el cuerpo apenas cubierto por el camisón
blanco y el escándalo. El charco de sangre junto a su cabeza y el escándalo.
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