miércoles, 25 de marzo de 2020

El rostro en la ventana



   Llegué a Astapovo  a eso de las seis de la tarde, había recorrido trescientas verstas desde Moscú bajo una tormenta infatigable de agua y nieve. Era el 19 de noviembre de 1910.  
   En el pueblo y en la pequeña estación bullía gente de lo más diversa, compatriotas, periodistas, fotógrafos, gendarmes, operadores de cines.  Venían de todas partes;  troikas y automóviles llegaban de la carretera incesantemente.
   Algunos integrantes de la Guardia intentaban alejar de las inmediaciones del lugar donde se encontraba Tólstoi a más atrevidos.  En el andén, una mujer causaba tal conmoción que me impidió identificarla a primera vista. Se encontraba de pie frente a una ventana y miraba hacia el interior de la choza del jefe de la estación. Estaba subida a un cajón de madera. 
A pocos metros de distancia, medio oculto tras la choza, alcancé a ver un trípode justo antes de que la luz de magnesio destellara. Tres gendarmes se lanzaron sin demasiada convicción hacia el extremo opuesto del andén tras el fotógrafo. Aquella imagen de Sofía Andréievna aparecería en el Russki Listok al día siguiente, luego daría la vuelta al mundo.
   Ella no pareció darse cuenta de nada. Levemente iluminada por la luz que llegaba del interior, la piel amarillenta resaltaba en la oscuridad de la tarde. Me abrí paso ayudado por los gendarmes y por mi rango. Llegué hasta a ella; tuve la impresión de que no me reconocía. Apoyaba una mano enguantada sobre el vidrio de la ventana; con la otra apretaba fuertemente una hoja contra el pecho.  La lluvia había cesado; el frío era intenso. Algo en su rostro había cambiado desde la última vez que la vi. Intermitente, un leve temblor que partía de la comisura de los labios  le atravesaba la mejilla hasta llegar al párpado inferior.
   Extendió hacia mí un papel tembloroso.  Movió la cabeza alzando y bajando la barbilla un par de veces, indicándome que lo tomara; era una carta. Lo hice sin poder dejar de mirar aquella cara blanca. Torpemente intenté  plegar la hoja sin que se rompiera. Estaba húmeda.
—No, léala usted —dijo, luego volvió otra vez la cara hacia la ventana. Había comenzado a nevar.
   
   “28 de octubre de 1910.
     A las cuatro de la mañana.
     Mi marcha te afligirá, y lo siento, pero compréndeme, no he podido conducirme de otro modo. Mi situación en casa se ha vuelto intolerable. Sin hablar de otras cosas, no puedo vivir en las condiciones de lujo de siempre, y hago lo que hacen habitualmente los ancianos de mi edad, dejar el mundo para vivir en soledad y recogimiento los últimos días de su existencia. Te lo ruego, comprende esto y no vengas a buscarme, ni trates de averiguar dónde me hallo. Tu llegada no haría más que agravar tu situación y la mía, sin  modificar mi resolución.
   Te doy gracias por los cuarenta y ocho años de honrada vida que has pasado conmigo y te ruedo que me perdones en lo que haya podido ser culpable ante ti, como yo te perdono con toda mi alma en lo que hayas podido ser culpable ante mí. Te aconsejo que te adaptes a la nueva situación y que no abrigues malos sentimientos contra mí. Si quieres comunicarme algo, díselo a Sacha, que sabrá dónde me hallo y me enviará lo que haga falta.
   No podrá revelarte dónde estoy porque le he hecho prometer que no dirá nada a nadie.
León Tólstoi
   Encarga a Sacha que recoja mis manuscritos y me los mande.”

   Levanté la vista, ella había apoyado la frente contra el vidrio donde un círculo de vapor se había formado a la altura de la boca. Andrey, que luego de inclinar la cabeza  a modo de saludo había permanecido en silencio a su lado, la tomó por los hombros y la condujo con ternura.
—Vamos madre.
   Sofía Andréievna giró en dirección al vagón detenido frente a la estación. Oí el  rumor que produjo el rozar de sus enaguas. Vestía de negro.   Caminó encorvada, como si se preparase para enroscarse sobre en sí misma.  Se detuvo y  dijo algo; Andrey se inclinó para escucharla, luego me hizo un gesto para que los siguiera.
   Dentro de la estación Sacha se inclinaba sobre su padre. Tólstoi parecía decirle algo. Presencié el alzarse moribundo de un brazo.
   
   Cuatro días atrás, Sofía Andréievna y tres de los hijos del escritor habían arribado  en tren especial a  Astapovo. El anciano había huido de Yásnaya Polyana a fines de octubre, en medio de la noche. Su médico, Duchan Makovicki,  lo acompañaba.
   Tolstoi y la menor de sus hijas, Sacha, habían planeado juntos aquella fuga, decididos a ir felices, lejos, pero no fue así, él se marchó en secreto. Sacha lo alcanzaría cuando estuviese en lugar seguro. “Estaré en Óptima, Sacha. No se le digas a tu madre. Promételo”.
   Tolstoi cuenta con la complicidad del cochero que lo lleva hasta la estación. Cuando Sofía Andréievna se entera de la huída y lee aquella carta que ha dejado en su partida, anuncia que se va a arrojar al río. Pero lo piensa mejor y conmina a su hija. Le ordena que telegrafíe a Tolstoi diciéndole que ella se ha ahogado. Al no ser obedecida coge un martillo y se golpea el pecho. También intenta arrojarse por una ventana alta. Los hijos la sujetan; la vigilan todo el tiempo.
  
   Al entrar al vagón, Sofía es recibida por su hija Tatiana.  Andrey me explica que Sacha, respaldada por el médico, no permite que su madre se acerque al moribundo.  Alojados en el vagón que los ha transportado,  Tatiana, Andrey y Mijail, han desistido en el intento de vencer la intransigencia de su hermana menor.
—Me ha traicionado, Pierre, nos ha traicionado a todos. Es por ese Chertcov que le ha envenenado el alma. Lo ha puesto en contra de mí —Sofía me habla pegándose a mi cara. Huelo su aliento ácido.
—Cálmese madre —Tatiana sostiene las manos de su madre entre las suyas, le ha quitado los guantes y las frota para darles calor—. Tiene las manos heladas, madre, acérquese para calentarlas —Sofía las retira sacudiéndose las manos de su hija como si estas le quemasen, entrecruza los dedos a la altura del vientre, en un gesto como de oración y apoya la barbilla sobre el pecho.
—Ese puerco, vil, estafador —habla con los dientes apretados—. ¿Sabes que Levochka ha cambiado su testamento por consejo suyo? ¿Lo sabes?
—Madre, por favor —Tatiana se acercó nuevamente, la voz le temblaba.
—Usted cállese —Sofía le grita sobre el rostro, luego me mira. 
—No —mentí.
—Pierre ¿Acaso me está mintiendo? ¿Usted también Pierre?  ¡Oh Dios! ¡Todos  estáis en mi contra! ¡Todos! —Sofía Andréievna rompe en llanto. Aprieta los puños contra los ojos y camina de un lado a otro retorciéndose. Tatiana intenta calmarla y solo logra encolerizarla más— ¡No se acerque! ¡Usted también, usted también me ha traicionado! —grita, alejándose de su hija, golpeándose las sienes con los puños.
—Así están las cosas Pierre —Andrey sirve dos copas de coñac. Me ofrece un trago que bebo de una sola vez. Él sonríe con la botella aún en la mano y me sirve nuevamente; esta vez llena mi copa, luego se  sienta junto a una ventanilla. Bebe de a sorbos pequeños, apretando los labios después de apurar el trago produciendo un ruido hueco apenas audible y un temblor en su cuello. Tatiana ha recostado a su madre en un lecho improvisado sobre los asientos, al fondo del vagón, y la cubre con una manta de astracán. Sobre el andén cae la nieve indiferente.
  
   Han pasado dos meses desde mi última estancia en Yásnaya Polyana y casi cuatro desde que, luego de  recibir aquella carta implorante me había prestado como testigo para aquello de lo que ahora no me encontraba tan seguro.  A Tolstoi la vida en Yásnaya se le había hecho intolerable y estaba obsesionado con el destino de su obra luego de su muerte. Aconsejado por Chertcov planeó cambiar su testamento en favor de Sacha quien me escribió a  San Petersburgo, lugar en el que me encontraba asentado con mis tropas. Desde mi regreso de Manchuria, luego de la derrota de la guerra con Japón, me había convertido en un nómada tras las revueltas que se alzaban por todo el país.  Teníamos órdenes de reprimir a los revolucionarios. Tras la breve tregua de 1906, luego del levantamiento de Gueorgui Apóllonovich Gapón, el amotinamiento de los marineros del acorazado Potemkím en Odesa y la de la guarnición de Kronstadtm, que habían dejado varios cientos de muertos, los focos revolucionarias habían vuelto a sucederse.
   Sacha y Tolstoi no permanecían ajenos a aquella situación, el escritor había pasado su vida comprometido con el pueblo ruso, haciéndose eco de sus necesidades, en un manifiesto repudio a la desigualdad de las clases sociales. Sacha por su parte, adoraba y secundaba a su padre hasta el extremo de haberse visto expuesta en más de una ocasión, al reproche no solo de su madre, sino del círculo social al que pertenecía.  Pero en aquella carta, Rusia, ni siquiera se nombraba una vez, en ella me imploraba que viajase lo antes posible a Yásnaya Polaina; las explicaciones las daría a mi llegada. Insistía en que mi presencia era absolutamente necesaria en la finca. No pude hacer otra cosa y accedí a  sus ruegos. 
   Aquel día a mediados de Julio, cabalgamos azotando la mañana. Tolstoi se sostenía sobre el caballo ligero y dueño de sus movimientos. Poco después del amanecer llegamos al bosque de Yásnaya Polyana. Nos apeamos, el anciano se sentó sobre un tocón.  Vladimir Grigorievich Chertcov, acompañado por cuatro amigos, entre ellos el pianista Goldenweiser, llegaron un rato después. Habían dejado la troika que los transportó a un par de verstas de allí.
   Tolstoi lega los derechos de autor de toda su obra a Sacha; se asegura de los detalles, revisa el documento, lee lentamente “Todas mis obras escritas hasta el presente y las que escriba hasta mi muerte, editadas e inéditas, artísticas, dramáticas, o de otro género, terminadas o sin terminar...”, Chertcov permanece callado, puedo ver el peso de los años de destierro sobre sus hombros, “... traducciones, adaptaciones y diario; cartas, borradores, pensamientos dispersos, notas”.
   Tolstoi estampa su firma, le seguimos los testigos. Apenas intercambiamos palabras. Chertcov guarda los documentos en su cartera y se aleja junto con los cuatro sombríos hombres, al tiempo que el anciano y yo montamos nuestros caballos y regresamos a Yásnaya. Sacha nos esperaba en los jardines. Tolstoi se apea; a duras penas  intercambian una mirada esquiva. Ella se acerca,   toma mis manos entre las suyas y las besa;  noto que ha llorado. Esa misma tarde nos despedimos, nuestra promesa de matrimonio ha quedado sellada o al menos eso creo. Me marcho con el pecho ardiendo de dicha. La escena en el bosque me parece solo un sueño y como a un sueño la olvido rápidamente.
     En los días, para mí interminables, que transcurrieron hasta mi regreso a la finca en septiembre, en la más lenta y tensa paz, que tanto añoraría pocos  años después, apenas habiendo salvado la vida, viviendo en el destierro, lejos ya de mi patria, mis títulos y rango, Sacha me mantiene al tanto de la vida en Yásnaya Polyana en sus larguísimas cartas, que leo una y otra vez. Sofía Andréievna sospecha la existencia del testamento y vuelve la casa de cabeza durante sus ataques nerviosos. Ha amenazado nuevamente con el suicidio, pero el día de mi arribo la encuentro jovial y despreocupada.  Es la víspera del cuarenta y ocho aniversario del matrimonio Tolstoi. Sofía planea vestirse de blanco y retratarse con su marido, tras lo cual Sacha y yo anunciaríamos nuestro matrimonio. Pero Tolstoi se niega a retratarse y desata una tormenta de reproches y amenazas.  Finalmente accede  pero permanece con la cabeza gacha, negándose a mirar a su esposa como ella le pide. No consiente representar  aquella comedia. Ni bien el retratista se ha marchado, Sofía se echa al suelo de rabia “!¡Me mataré, me envenenaré!”. Los hijos varones reprochan la actitud de su padre. Sacha y sus hermanas lo defienden. Tostoi se retira a sus habitaciones. Sacha lo sigue. 
 —Viejo loco —la voz de Andrey se alza en medio de la confusión. Tolstoi se detiene pero no voltea. Sacha se vuelve contra su hermano. Intento detenerla y recibo la descarga de su furia. No hemos vuelto a vernos desde entonces.
  
  
   Después de largos minutos de incómodo silencio Andrey se pone de pie. Sofía se ha dormido.
—Así están las cosas Pierre, viejo amigo —repite—, toda Rusia habla del gran Tolstoi, los diarios dan cuenta de su estado y el pueblo espera; y nosotros también —Andrey se sirve otra copa de coñac. Desde el fondo del vagón llega el ronquido agitado de Sofía.       

   Luego de permanecer unos días en Optina, en el convento de Chamardino, donde ha profesado su hermana María, el primer pensamiento de León Nicolaievich es el de permanecer cerca del monasterio alquilando alguna isba de los alrededores. Poco después llega Sacha y advierte a su padre que los periódicos han publicado su desaparición y que no se habla de otra cosa, que su esposa conoce su paradero y que es preciso marcharse de allí.
   Tolstoi emprende camino, resuelto a pasar la frontera, a ir al Cáucaso, a Bulgaria, a más de mil kilómetros de distancia. Lo hace en medio de un temporal.  En el tren, Ducham advierte que el anciano tiembla bajo su recia chaqueta y consigna una fiebre que en dos horas de trayecto no deja de aumentar, en tanto la noticia de que el gran Tolstoi viaja en el tren corre por los vagones.
   Aterrados deciden bajar en la primera estación que no es otra que la de Astapovo. El jefe de la estación, bondadoso y cordial, según Sacha, lo aloja lo mejor posible. Tolstoi dicta este  telegrama para Chertcov: “Caí enfermo, ayer. Viajeros me han visto salir debilitado del tren, temo publicidad, estoy mejor, vamos más lejos, tome medidas, déme noticias”
   Tosltoi tiene una pulmonía. Sacha, alarmadísima, telegrafía a su hermano Serguei a Moscú para que acuda acompañado del doctor Nikitin. Serguei obedece inmediatamente. En cuanto se localiza al fugitivo, los médicos más renombrados reciben aviso de ir en su auxilio.
   Un emisario del Santo Sínodo, el padre Versofini, que desea reconciliarlo con la Iglesia Ortodoxa, solicita visitarlo. Sacha no lo permite. Recientemente excomulgado Tolstoi no contradice a su hija.

   Sergei me relata los hechos. Su voz es áspera, su mirada ausente, sus frases cortas, indiferentes.
—Es hora de hablar nuevamente con Sacha, acompáñeme Pierre.
No había pensado en eso, no había pensado en enfrentarme a Sacha.
—A mi hermana le alegrará verlo y si voy con usted de seguro no me negará la entrada ¿Qué es lo que ocurrió entre vosotros? Nadie me lo ha dicho.
   La nieve había cesado. No había viento. En los alrededores se veían fogatas junto a las que se adivinaban algunas siluetas.
   Al acercarme a la ventana veo a Sacha sentada junto al lecho de Tolstoi. 
   Ducham nos recibe, nos conduce junto a ellos.  El escritor tenía los ojos abiertos, advertí que no le sorprendió verme.
—Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de mí solo? —no nos hablaba a nosotros, le hablaba a Rusia.
   Hacia la medianoche Sacha consintió que su madre entrase en la habitación. Sofía Andréievna se acercó; rezaba fervorosamente. Tolstoi no la reconoció. Deliraba. A las seis de la mañana  entregó su alma a Dios. Era el 20 de noviembre de 1910.

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