Llegué a Astapovo a eso de las seis de la tarde, había
recorrido trescientas verstas desde
Moscú bajo una tormenta infatigable de agua y nieve. Era el 19 de noviembre de
1910.
En el pueblo y en la pequeña estación bullía
gente de lo más diversa, compatriotas, periodistas, fotógrafos, gendarmes,
operadores de cines. Venían de todas
partes; troikas y automóviles llegaban
de la carretera incesantemente.
Algunos integrantes de la Guardia intentaban alejar
de las inmediaciones del lugar donde se encontraba Tólstoi a más
atrevidos. En el andén, una mujer
causaba tal conmoción que me impidió identificarla a primera vista. Se
encontraba de pie frente a una ventana y miraba hacia el interior de la choza
del jefe de la estación. Estaba subida a un cajón de madera.
A
pocos metros de distancia, medio oculto tras la choza, alcancé a ver un trípode
justo antes de que la luz de magnesio destellara. Tres gendarmes se lanzaron
sin demasiada convicción hacia el extremo opuesto del andén tras el fotógrafo.
Aquella imagen de Sofía Andréievna aparecería en el Russki Listok al día
siguiente, luego daría la vuelta al mundo.
Ella no pareció darse cuenta de nada.
Levemente iluminada por la luz que llegaba del interior, la piel amarillenta
resaltaba en la oscuridad de la tarde. Me abrí paso ayudado por los gendarmes y
por mi rango. Llegué hasta a ella; tuve la impresión de que no me reconocía.
Apoyaba una mano enguantada sobre el vidrio de la ventana; con la otra apretaba
fuertemente una hoja contra el pecho. La
lluvia había cesado; el frío era intenso. Algo en su rostro había cambiado
desde la última vez que la vi. Intermitente, un leve temblor que partía de la
comisura de los labios le atravesaba la
mejilla hasta llegar al párpado inferior.
Extendió hacia mí un papel tembloroso. Movió la cabeza alzando y bajando la barbilla
un par de veces, indicándome que lo tomara; era una carta. Lo hice sin poder
dejar de mirar aquella cara blanca. Torpemente intenté plegar la hoja sin que se rompiera. Estaba
húmeda.
—No,
léala usted —dijo, luego volvió otra vez la cara hacia la ventana. Había
comenzado a nevar.
“28 de octubre de 1910.
A las cuatro de la mañana.
Mi marcha te afligirá, y lo siento, pero
compréndeme, no he podido conducirme de otro modo. Mi situación en casa se ha
vuelto intolerable. Sin hablar de otras cosas, no puedo vivir en las
condiciones de lujo de siempre, y hago lo que hacen habitualmente los ancianos
de mi edad, dejar el mundo para vivir en soledad y recogimiento los últimos
días de su existencia. Te lo ruego, comprende esto y no vengas a buscarme, ni
trates de averiguar dónde me hallo. Tu llegada no haría más que agravar tu
situación y la mía, sin modificar mi resolución.
Te doy gracias por los cuarenta y ocho años
de honrada vida que has pasado conmigo y te ruedo que me perdones en lo que
haya podido ser culpable ante ti, como yo te perdono con toda mi alma en lo que
hayas podido ser culpable ante mí. Te aconsejo que te adaptes a la nueva
situación y que no abrigues malos sentimientos contra mí. Si quieres
comunicarme algo, díselo a Sacha, que sabrá dónde me hallo y me enviará lo que
haga falta.
No podrá revelarte dónde estoy porque le he
hecho prometer que no dirá nada a nadie.
León Tólstoi
Encarga a Sacha que recoja mis manuscritos y
me los mande.”
Levanté la vista, ella había apoyado la
frente contra el vidrio donde un círculo de vapor se había formado a la altura
de la boca. Andrey, que luego de inclinar la cabeza a modo de saludo había permanecido en
silencio a su lado, la tomó por los hombros y la condujo con ternura.
—Vamos
madre.
Sofía Andréievna giró en dirección al vagón
detenido frente a la estación. Oí el
rumor que produjo el rozar de sus enaguas. Vestía de negro. Caminó encorvada, como si se preparase para
enroscarse sobre en sí misma. Se detuvo
y dijo algo; Andrey se inclinó para
escucharla, luego me hizo un gesto para que los siguiera.
Dentro de la estación Sacha se inclinaba
sobre su padre. Tólstoi parecía decirle algo. Presencié el alzarse moribundo de
un brazo.
Cuatro días atrás, Sofía Andréievna y tres
de los hijos del escritor habían arribado
en tren especial a Astapovo. El
anciano había huido de Yásnaya Polyana a fines de octubre, en medio de la
noche. Su médico, Duchan Makovicki, lo
acompañaba.
Tolstoi y la menor de sus hijas, Sacha,
habían planeado juntos aquella fuga, decididos a ir felices, lejos, pero no fue
así, él se marchó en secreto. Sacha lo alcanzaría cuando estuviese en lugar
seguro. “Estaré en Óptima, Sacha. No se le digas a tu madre. Promételo”.
Tolstoi cuenta con la complicidad del
cochero que lo lleva hasta la estación. Cuando Sofía Andréievna se entera de la
huída y lee aquella carta que ha dejado en su partida, anuncia que se va a
arrojar al río. Pero lo piensa mejor y conmina a su hija. Le ordena que
telegrafíe a Tolstoi diciéndole que ella se ha ahogado. Al no ser obedecida
coge un martillo y se golpea el pecho. También intenta arrojarse por una
ventana alta. Los hijos la sujetan; la vigilan todo el tiempo.
Al entrar al vagón, Sofía es recibida por su
hija Tatiana. Andrey me explica que
Sacha, respaldada por el médico, no permite que su madre se acerque al
moribundo. Alojados en el vagón que los
ha transportado, Tatiana, Andrey y
Mijail, han desistido en el intento de vencer la intransigencia de su hermana
menor.
—Me
ha traicionado, Pierre, nos ha traicionado a todos. Es por ese Chertcov que le
ha envenenado el alma. Lo ha puesto en contra de mí —Sofía me habla pegándose a
mi cara. Huelo su aliento ácido.
—Cálmese
madre —Tatiana sostiene las manos de su madre entre las suyas, le ha quitado
los guantes y las frota para darles calor—. Tiene las manos heladas, madre,
acérquese para calentarlas —Sofía las retira sacudiéndose las manos de su hija
como si estas le quemasen, entrecruza los dedos a la altura del vientre, en un
gesto como de oración y apoya la barbilla sobre el pecho.
—Ese
puerco, vil, estafador —habla con los dientes apretados—. ¿Sabes que Levochka
ha cambiado su testamento por consejo suyo? ¿Lo sabes?
—Madre,
por favor —Tatiana se acercó nuevamente, la voz le temblaba.
—Usted
cállese —Sofía le grita sobre el rostro, luego me mira.
—No
—mentí.
—Pierre
¿Acaso me está mintiendo? ¿Usted también Pierre? ¡Oh Dios! ¡Todos estáis en mi contra! ¡Todos! —Sofía
Andréievna rompe en llanto. Aprieta los puños contra los ojos y camina de un
lado a otro retorciéndose. Tatiana intenta calmarla y solo logra encolerizarla
más— ¡No se acerque! ¡Usted también, usted también me ha traicionado! —grita,
alejándose de su hija, golpeándose las sienes con los puños.
—Así
están las cosas Pierre —Andrey sirve dos copas de coñac. Me ofrece un trago que
bebo de una sola vez. Él sonríe con la botella aún en la mano y me sirve
nuevamente; esta vez llena mi copa, luego se
sienta junto a una ventanilla. Bebe de a sorbos pequeños, apretando los
labios después de apurar el trago produciendo un ruido hueco apenas audible y
un temblor en su cuello. Tatiana ha recostado a su madre en un lecho
improvisado sobre los asientos, al fondo del vagón, y la cubre con una manta de
astracán. Sobre el andén cae la nieve indiferente.
Han pasado dos meses desde mi última
estancia en Yásnaya Polyana y casi cuatro desde que, luego de recibir aquella carta implorante me había
prestado como testigo para aquello de lo que ahora no me encontraba tan
seguro. A Tolstoi la vida en Yásnaya se
le había hecho intolerable y estaba obsesionado con el destino de su obra luego
de su muerte. Aconsejado por Chertcov planeó cambiar su testamento en favor de
Sacha quien me escribió a San
Petersburgo, lugar en el que me encontraba asentado con mis tropas. Desde mi
regreso de Manchuria, luego de la derrota de la guerra con Japón, me había
convertido en un nómada tras las revueltas que se alzaban por todo el
país. Teníamos órdenes de reprimir a los
revolucionarios. Tras la breve tregua de 1906, luego del levantamiento de
Gueorgui Apóllonovich Gapón, el amotinamiento de los marineros del acorazado
Potemkím en Odesa y la de la guarnición de Kronstadtm, que habían dejado varios
cientos de muertos, los focos revolucionarias habían vuelto a sucederse.
Sacha y Tolstoi no permanecían ajenos a
aquella situación, el escritor había pasado su vida comprometido con el pueblo
ruso, haciéndose eco de sus necesidades, en un manifiesto repudio a la
desigualdad de las clases sociales. Sacha por su parte, adoraba y secundaba a
su padre hasta el extremo de haberse visto expuesta en más de una ocasión, al
reproche no solo de su madre, sino del círculo social al que pertenecía. Pero en aquella carta, Rusia, ni siquiera se
nombraba una vez, en ella me imploraba que viajase lo antes posible a Yásnaya
Polaina; las explicaciones las daría a mi llegada. Insistía en que mi presencia
era absolutamente necesaria en la finca. No pude hacer otra cosa y accedí
a sus ruegos.
Aquel día a mediados de Julio, cabalgamos
azotando la mañana. Tolstoi se sostenía sobre el caballo ligero y dueño de sus
movimientos. Poco después del amanecer llegamos al bosque de Yásnaya Polyana.
Nos apeamos, el anciano se sentó sobre un tocón. Vladimir Grigorievich Chertcov, acompañado
por cuatro amigos, entre ellos el pianista Goldenweiser, llegaron un rato
después. Habían dejado la troika que los transportó a un par de verstas de
allí.
Tolstoi lega los derechos de autor de toda
su obra a Sacha; se asegura de los detalles, revisa el documento, lee
lentamente “Todas mis obras escritas
hasta el presente y las que escriba hasta mi muerte, editadas e inéditas,
artísticas, dramáticas, o de otro género, terminadas o sin terminar...”,
Chertcov permanece callado, puedo ver el peso de los años de destierro sobre
sus hombros, “... traducciones,
adaptaciones y diario; cartas, borradores, pensamientos dispersos, notas”.
Tolstoi estampa su firma, le seguimos los
testigos. Apenas intercambiamos palabras. Chertcov guarda los documentos en su
cartera y se aleja junto con los cuatro sombríos hombres, al tiempo que el
anciano y yo montamos nuestros caballos y regresamos a Yásnaya. Sacha nos
esperaba en los jardines. Tolstoi se apea; a duras penas intercambian una mirada esquiva. Ella se
acerca, toma mis manos entre las suyas
y las besa; noto que ha llorado. Esa
misma tarde nos despedimos, nuestra promesa de matrimonio ha quedado sellada o
al menos eso creo. Me marcho con el pecho ardiendo de dicha. La escena en el
bosque me parece solo un sueño y como a un sueño la olvido rápidamente.
En los días, para mí interminables, que
transcurrieron hasta mi regreso a la finca en septiembre, en la más lenta y
tensa paz, que tanto añoraría pocos años
después, apenas habiendo salvado la vida, viviendo en el destierro, lejos ya de
mi patria, mis títulos y rango, Sacha me mantiene al tanto de la vida en
Yásnaya Polyana en sus larguísimas cartas, que leo una y otra vez. Sofía
Andréievna sospecha la existencia del testamento y vuelve la casa de cabeza
durante sus ataques nerviosos. Ha amenazado nuevamente con el suicidio, pero el
día de mi arribo la encuentro jovial y despreocupada. Es la víspera del cuarenta y ocho aniversario
del matrimonio Tolstoi. Sofía planea vestirse de blanco y retratarse con su
marido, tras lo cual Sacha y yo anunciaríamos nuestro matrimonio. Pero Tolstoi
se niega a retratarse y desata una tormenta de reproches y amenazas. Finalmente accede pero permanece con la cabeza gacha, negándose
a mirar a su esposa como ella le pide. No consiente representar aquella comedia. Ni bien el retratista se ha
marchado, Sofía se echa al suelo de rabia “!¡Me mataré, me envenenaré!”. Los
hijos varones reprochan la actitud de su padre. Sacha y sus hermanas lo
defienden. Tostoi se retira a sus habitaciones. Sacha lo sigue.
—Viejo loco —la voz de Andrey se alza en medio
de la confusión. Tolstoi se detiene pero no voltea. Sacha se vuelve contra su
hermano. Intento detenerla y recibo la descarga de su furia. No hemos vuelto a
vernos desde entonces.
Después de largos minutos de incómodo
silencio Andrey se pone de pie. Sofía se ha dormido.
—Así
están las cosas Pierre, viejo amigo —repite—, toda Rusia habla del gran
Tolstoi, los diarios dan cuenta de su estado y el pueblo espera; y nosotros
también —Andrey se sirve otra copa de coñac. Desde el fondo del vagón llega el
ronquido agitado de Sofía.
Luego de permanecer unos días en Optina, en
el convento de Chamardino, donde ha profesado su hermana María, el primer
pensamiento de León Nicolaievich es el de permanecer cerca del monasterio
alquilando alguna isba de los alrededores. Poco después llega Sacha y advierte
a su padre que los periódicos han publicado su desaparición y que no se habla
de otra cosa, que su esposa conoce su paradero y que es preciso marcharse de
allí.
Tolstoi emprende camino, resuelto a pasar la
frontera, a ir al Cáucaso, a Bulgaria, a más de mil kilómetros de distancia. Lo
hace en medio de un temporal. En el
tren, Ducham advierte que el anciano tiembla bajo su recia chaqueta y consigna
una fiebre que en dos horas de trayecto no deja de aumentar, en tanto la
noticia de que el gran Tolstoi viaja en el tren corre por los vagones.
Aterrados deciden bajar en la primera
estación que no es otra que la de Astapovo. El jefe de la estación, bondadoso y
cordial, según Sacha, lo aloja lo mejor posible. Tolstoi dicta este telegrama para Chertcov: “Caí enfermo, ayer. Viajeros me han visto salir debilitado del tren,
temo publicidad, estoy mejor, vamos más lejos, tome medidas, déme noticias”
Tosltoi tiene una pulmonía. Sacha,
alarmadísima, telegrafía a su hermano Serguei a Moscú para que acuda acompañado
del doctor Nikitin. Serguei obedece inmediatamente. En cuanto se localiza al
fugitivo, los médicos más renombrados reciben aviso de ir en su auxilio.
Un emisario del Santo Sínodo, el padre
Versofini, que desea reconciliarlo con la Iglesia Ortodoxa , solicita
visitarlo. Sacha no lo permite. Recientemente excomulgado Tolstoi no contradice
a su hija.
Sergei me relata los hechos. Su voz es
áspera, su mirada ausente, sus frases cortas, indiferentes.
—Es
hora de hablar nuevamente con Sacha, acompáñeme Pierre.
No
había pensado en eso, no había pensado en enfrentarme a Sacha.
—A
mi hermana le alegrará verlo y si voy con usted de seguro no me negará la
entrada ¿Qué es lo que ocurrió entre vosotros? Nadie me lo ha dicho.
La nieve había cesado. No había viento. En
los alrededores se veían fogatas junto a las que se adivinaban algunas
siluetas.
Al acercarme a la ventana veo a Sacha
sentada junto al lecho de Tolstoi.
Ducham nos recibe, nos conduce junto a
ellos. El escritor tenía los ojos
abiertos, advertí que no le sorprendió verme.
—Hay
sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de
mí solo? —no nos hablaba a nosotros, le hablaba a Rusia.
Hacia la medianoche Sacha consintió que su madre
entrase en la habitación. Sofía Andréievna se acercó; rezaba fervorosamente.
Tolstoi no la reconoció. Deliraba. A las seis de la mañana entregó su alma a Dios. Era el 20 de
noviembre de 1910.
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