La
mañana del 25 de agosto de 1984, me desperté muy temprano. Tuve que luchar con
el camisón para salir de la cama. Dos días atrás Capote me lo había traído de
regalo. Había subido las escalinatas
de mi casa en Los Ángeles llevando la caja delante de sí, con una gran sonrisa,
como quien lleva una bandeja en la que ofrece un bocadillo exótico y tramposo.
Había insistido para que mirase el contenido aún antes de sentarse
siquiera. Lo conocía lo suficiente
para no intentar disuadirlo, así que abrí el paquete; se había servido un
Martini aunque todavía no daban las once; se había echado en su sillón
predilecto, un Rococo Revival; se había quitado el sombrero apoyándolo en el
asiento junto a él sin soltarlo del todo y repasaba con las yemas de los dedos
la forma, demorándose en la hendidura de la copa.
Me
había pedido que sujetara la prenda sobre mi cuerpo, cayendo desde los hombros;
me había indicado que girara; que lo hiciera más rápido. Había celebrado el
movimiento encantador del género leve, al ver ondular los diminutos plisados
traslúcidos.
—Tenés
que estrenarlo hoy mismo —dijo. Luego se levantó y pasó el resto de la mañana y
gran parte de la tarde en su cuarto. Esa
noche nos emborrachamos.
Así fue como llegué a estar enredada en una
decena metros de muselina celeste, tratando de salirme de la cama a las siete
quince. Pensé que sería divertido
desayunar en el parque antes de que el sol fuera demasiado fuerte y así lo dispuse al ama de llaves. Pensé también
que probablemente yo era la última amiga
que le quedaba a Truman. Nunca le habían perdonado la publicación de aquellos
capítulos de Plegarias escuchadas,
pero ¡al diablo! ¿Qué tenía que hacer un tipo como él, un magnífico escritor
como él, organizando bailes de fantasía exclusivos para hipócritas?
Sí; yo era la única amiga que le quedaba,
salvo Tennesse, ese borracho, no sé qué le veía Truman; y Marilyn, claro,
pobrecita Marilyn, seguro que ella se
habría quedado a su lado también.
No. Él no los perdió a ellos; ellos lo
perdieron a él. Yo se lo dije entonces y se lo repetí ayer. Hacía calor,
estábamos en la sala, él tirado sobre el Rococo Revival; menudo, enjuto,
perdido en los tres cuerpos del Rococo Revival, con un vaso de wiski pegado a
esa mano de dedos huesudos que movía formando círculos y que pendía del brazo
que colgaba fuera del sillón, como una rama seca. Le había dicho que ellos lo
perdieron a él y él no me había contestado nada; había dejado el vaso sobre la mesa, detesto que haga eso,
detesto que apoye los vasos sobre la mesa de Johnny; me había preguntado por él
un rato antes, Carson lo había llamado, era el único que llamaba de ese modo a
Johnny. Me acerqué y retiré el vaso. Repasé con el puño del vestido la
superficie de caoba rubia. No apoyes el vaso en la mesa de Johnny, le dije o lo
pensé decirle.
Él cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó
a lamentarse por la muerte de Tennesse.
—No podía ser de otra forma —dijo. Otra vez
pensaba en Tennesse.
—Ese
borracho, mirá que atragantarse hasta morir con el corcho de una botella.
—Pero
obtuvo la recompensa —obviamente hacía referencia al Pulitzer.
—¡Esa
puta obsesión, Truman! —grité—, después de veinte años todavía el Pulitzer, A sangre fría no lo necesitó entonces,
según puedo recordar.
—Me
han ofrecido un millón como adelanto por Plegarias
—me miró, tenía en la boca esa media sonrisa plana, ese gesto suyo entre
cautivante y macabro; esa trampa para pájaros.
—Eso
es maravilloso Truman —me acerqué y me agaché hasta que mi cara quedó a la
altura de la suya.
—Es
contra entrega del manuscrito completo
—dijo y giró la cabeza para mirar al techo; la trampa para pájaros se le estiró
en la cara.
Truman había cobrado adelantos por Plegarias en dos oportunidades, en 1966 y 1969, el primero fue de veinticinco
mil grandes. Billetes ahogados en
alcohol, enterrados en coca, frotados
en los culos de cuanto pendejo carilindo se le paraba en frente con cara de
admiración, y vaya uno a saber en
cuantas porquerías más. De todas formas esa era la vida que él elegía. Por otro
lado, también en el sesenta y seis, A Sangre fría se había vendido más que
cualquier otro libro. Estuvo en la lista de best-sellers del New York Times
durante treinta y siete semanas. Truman estaba fascinado, extasiado ante su
éxito. Durante ese año, él parecía estar en todas partes al mismo tiempo, en
revistas, programas de TV, yates, y en
las mismas casas ilustres a las que a hora no podía entrar.
Mirado ahora, aquello parecía haber sido un sueño, más bien
una alucinación, claro que no como las que él tenía, a esa la había tenido todo
el país.
—¿Ya
la terminaste? —me miró— a Plegarias, Truman ¿La terminaste por fin?
—La
tengo toda acá —dijo, tocándose la frente —, completa. Completa.
Después de aquel Baile en Blanco y Negro,
que todavía se recuerda, aunque no esté permitido hablar de ello, sus amigos
comenzamos a pensar que Truman necesitaba un respiro. Por aquel entonces todos
querían conocerlo, se disputaban su presencia y festejaban la afilada crueldad
de su lengua. Fue por aquellos años que su relación con Dunphy comenzó a
declinar, cuando le entró a dar más de la cuenta al alcohol y a las drogas.
Dunphy se cansó de sus excesos no sin antes disfrutar de un par de vueltas al
globo a costillas suya, y comenzó tomar distancia como quien no quiere la cosa hasta
desaparecer. Maldito cretino, al fin y al cabo él también lo abandonó.
—Un
millón es mucho dinero Truman ¿Cuándo tenés que entregar la novela?
—En
1981 —dijo y volvió a estirar la trampa ante mi cara.
—De
eso hace tres años.
—¿A
sí?, no me había dado cuenta... cariño.
Pero eso fue anoche, anoche antes de
emborracharnos, antes de caer en mi cama un tanto mareada, ajena a sus planes
si es que en realidad tenía alguno; fue anoche, antes de mi caminata mañanera
por el pasillo hacia la habitación que ocupaba Truman, envuelta en la nube de
tela de mi camisón.
Al llegar a la puerta llamé dando un toque suave con la palma de la mano. Truman
no respondió así que usé los nudillos. Maldito drogón, seguro te zampaste media
docena de pastillas, reproché en voz alta. Te he visto mirarlas como si fueran
piedras preciosas. La puta madre Truman. Contestame. Algún día te
encontrarán...,abrí la puerta, ...muerto.
Truman se alimentó más de la cuenta del
dinero y la fama conseguidos con A Sangre
Fría. La novela le llevó cuatro años de investigación y dos de espera,
hasta que los asesinos fueron ejecutados. Presenciar aquella ejecución para
terminarla era innecesario, pero él estaba convencido de que debía hacerlo de
ese modo. Después llegaron los críticos y le negaron el Pultizer porque su
libro se vendía demasiado. Después desbarrancó.
—¿Truman?
¡Maldito! ¿Qué tomaste?
—Estoy
cansado Joanne, dejame dormir un rato más, cariño.
—¡¿Qué
tomaste Truman?!
—Nada
cariño, solo lo que me recetaron, solo eso... cariño.
—No
te ves nada bien. Voy a llamar a un médico.
—No
quiero volver a pasar por eso otra vez... cariño. No más hospitales. Estoy
sumamente cansado, cariño. Si te importo, no hagás nada. Dejame ir. Sé muy bien
lo que hago.
—No
tenés derecho a pedirme eso Truman.
—Toda
mi vida supe que podía tomar un puñado de palabras y que al tirarlas al aire
descenderían en el sitio apropiado. Ya no puedo hacerlo, cariño, no lo digas a
nadie, ya no puedo hacerlo.
Después de Baile en Blanco y Negro, Truman
pasó varios años clasificando las cartas que guardaba y sus cuadernos llenos de
conversaciones, de descripciones, de situaciones. Repasó, leyó, seleccionó,
reescribió. Fue en ese tiempo que comenzó a gestarse Plegarias Escuchadas. Truman, al igual que lo hizo cuando era niño,
usó aquellos cientos de registros, solo que en aquel tiempo no le costaron más
que un par de regaños. Él se rió mucho recordándolo cuando los comentarios
sobre Mojave, el primer capítulo de Plegarias que apareció en Esquire, le
costó los primeros amigos. J. M. se lo
dijo, J. M. Fox le advirtió que si publicaba aquellas historias estaría muerto,
pero Truman lo descalificó.
—¿Es
que esa gente se pensaba que me tenían para entretenerle? Soy un escritor, me
sirvo de todo.
—Truman,
Truman ¿De qué hablás?
—Cariño,
dame tu mano, cariño.
—Tenés
el pulso agitado; dejame que
—Le
he escrito a Buddy, le he dicho que me siento triste —Buddy; así llamaba al que
fue su amante; así lo habían llamado a él de niño.
—Hace
años que ya no sos del tipo de Jack Dunphy, Truman. Deberías empezar a
entenderlo.
—Siempre
seré de su tipo...cariño —sonrió, otra vez la línea recta de sus labios
extendidos a todo lo largo de la cara.
—Voy
a llamar al médico.
—¿Qué
tiene que hacer uno como culminación de una vida desastrosa , cariño?
—No
sé ¿Rezar?
—Es
precisamente lo que hice anoche, cariño. —comenzó a balbucear, como si orase o
recordara aquellos devaneos nocturnos —Pedro. Pedro. Heme aquí solo sumido en
mi oscura locura con estas mil luciérnagas espectrales. La zigzagueante línea
de mi reputación como escritor hace tiempo que descendió hasta el centro de la
tierra. Monstruos Perfectos. Don y látigo que Dios me dio. Siento los nervios
desquiciados, tal vez un par de gemas más, perlas, zafiros, rubíes, diamantes.
Estoy tan cansado. Solo un mazo de naipes. Capítulos fuera de frecuencia. Jugar
poker con apuestas altísimas. Textura. Aligerar tintas. Simple como un arroyo
de campo. Potencial. Los sueños tienen el derecho a realizarse en la
purificación de una mente que se despide.
—Maldito
seas Truman, te estás muriendo.
—Todavía
no, cariño. Pronto, pero no todavía. Fueron injustos, lo fueron ¿no es cierto
cariño?
—Con
Brando fuiste demasiado lejos.
—Al
menos un par de veces durante cada encuentro le recordé que yo estaba allí para
escribir un reportaje. Es verdad que me alimenté de su carne pero fue él quien
me la puso en la boca.
Marlon Brando, fue la primera víctima de
Capote, él le confesó los dramas de su vida: el alcoholismo de su madre, que
caminaba tras él, de rodillas, suplicándole que le hiciera el amor. También sus
amores homosexuales
—¿Qué
esperaban? Todos ellos, todos, luciérnagas espectrales, monstruos perfectos.
—¡Basta,
Truman!
—Tenés
razón cariño. Para qué, para qué.
Capote había anunciado una novela que sería
la radiografía de la sociedad, dijo que sería una variante de la novela de no
ficción. La había comparado con En busca
del Tiempo Perdidot, pero la trampa solo soltó una par de pájaros podridos.
—Maldito
Truman, te lo dijimos, te lo dijimos. ¿Truman? —puse mi cara sobre la suya,
tenía los ojos muy abiertos; fijos. Me sequé las lágrimas. Creo que no me veía.
—Estoy
bien cariño. Pensaba en la tierna Sook con sus zapatillas gastadas.
—Esa
vieja deschabetada de tu tía abuela ¡ja, que personaje!
—Creo
que me estoy muriendo...cariño. Salgamos a buscar bellotas tía Sook. Después
nos echaremos a oler el aroma de los pinos.
Tomé su mano; él se sostuvo de mis dedos
como un niño.
Truman pasó parte de su niñez en
Alabama, abandonado por su madre,
aislado, creo que eso fue lo que lo rompió y también lo que después lo
construyó.
—Sissi,
Sissi, léenos tu cuento Sissi. Sook
quiso comprarme aquella bicicleta, vendió su camafeo, ella quiso
comprármela.
—Sí
Truman, sí, Sook quería comprártela.
Los muchachos del pueblo solían burlarse de
él, del timbre agudo de su voz, de sus amaneramientos. Lo llamaban Sissi. Sissi
ellos; maricas ellos, fracasados malditos, maldito Truman...no te mueras
Truman.
—Estaba
un poco loca Sook —me miró, buscaba mis ojos.
Por momentos me daba la impresión de que no
sabía dónde estaba. De que no me reconocía. Al
rato nuestra charla fluía.
—Contame
de aquel día en que ganaste el concurso de cuentos, me encanta esa historia.
—¿Sabés
que empecé a escribir a los ocho años, cariño?, entonces no sabía que me
encadenaba de por vida a un amo despiadado. Me divertía muchísimo. Practicaba
con mis lápices y papeles cuatro o cinco horas por día; si me preguntaban qué
estaba haciendo, contestaba que mis tareas
escolares
En aquel tiempo Truman escribía acerca de lo
que veía y escuchaba, siguió haciéndolo, claro que a eso todos los saben.
—Contame
del concurso, dale.
—Gané
el concurso, me dieron el premio, después me lo quitaron cuando se dieron
cuenta de que era el registro de un chisme, el tipo se reconoció y se quejó y
me quitaron el premio. Sook casi me mata —rió, una carcajadita agudísima.
También reí. Me apoyé en el respaldo de la cama. Truman se recostó en mi pecho.
Le acaricié el cabello.
—Perry...no
hice lo suficiente por él.
—Hiciste
lo que pudiste.
—No.
Sé que no. Ahora creo que no.
—Perry
era un asesino y estaba loco, vos lo sabés, lo sabías entonces. Él te
manipulaba Truman, lo hacía
Truman entrevistó a Perry Mason en varias
ocasiones durante los cuatro años que tardó en escribir A
Sangre Fría, creía tener al tipo en un puño pero la verdad que ese asesino
lo tenía en un puño a él.
—Todavía
guardo sus cartas suplicándome que lo salve de la horca —sus ojos se llenaron
de lágrimas. Lo besé.
En los dos años que pasaron desde la
sentencia hasta que lo ahorcaron, las cartas de Perry siguieron llegando. Se
alzaron rumores sobre aquella relación
de Truman. Algunos creyeron que él lograría que la ejecución se aplazara
indefinidamente. Pero Truman no pensaba en Perry, pensaba que a su novela le
faltaba el final.
—Perry
y yo nos parecíamos.
—No
seas idiota Truman.
—Nos
parecíamos; fuimos dos niños solos —no lo contradije. Sentí que su cuerpo se
sacudía levemente —. Mamá...mamá —susurró —. Mamá fue lo primero que escribí
—agregó y su cuerpo se sacudió nuevamente.
—Conozco
la leyenda Truman. Pero soy Joanne, no uno de tus fans.
—¿Fans,
cariño? ¿Acaso todavía los tengo? —su voz se pagaba, apenas podía escuchar lo
decía.
—Siempre
los tendrás Truman. Siempre. Podés apostar tus huevos.
—No
llorés, cariño.
—No
lloro viejo idiota ¿por qué habría de hacerlo?
—Ayudame,
cariño.
—Voy
a llamar al médico.
—No,
no. Ayudame.
Me quité el camisón y le dije a la mucama
que se tomara el resto del día, y el siguiente, si le daba la gana.
La ambulancia llegó silenciosa. Odio las
sirenas de las ambulancias. Por favor sin sirenas, les había dicho. Miré las
copas de los árboles, las hojas empezaban a mancharse de amarillo.
—Señorita
Carson —el oficial de policía insistió.
—Ya
se lo dije varias veces —miré a aquel tipo a la cara y volví a mentirle—, y la
verdad es que me estoy cansando. A las siete y media lo llamé, me dijo que
estaba cansado, que lo dejara dormir. Salí a dar un paseo, después me encerré
en mi cuarto a leer. A las doce treinta llamé a la puerta de su habitación y
Truman no contestó. Entonces entré y lo encontré muerto.
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