Él pensaba, o
más bien estaba convencido de que nos rescataba. Y de algún modo lo hacía.
Te aclaraba
de entrada nomás que lo que pasara con él no pasaría de una amistad, que si
aceptabas, estaba todo bien y si no también. Era una aclaración que le gustaba
repetir todas las veces, sobre todo si a una se le daba por hacer alguna
insinuación o deslizaba algún comentario que lo pusiera en alerta roja.
—Sería lindo que te acostaras solo conmigo.
—Ya sabías de entrada nomás que no, eso es para los
matrimonios.
Y no era lo
que decía sino cómo lo decía. Se le estiraba la boca de labios finos, esa boca
nada linda que tenía, y la voz le salía tirante, como si los labios fueran un
elástico a punto de cortarse y las palabras tuvieran que hacer fuerza para
salir por ahí, por ese lugarcito apretado que quedaba.
No le gustaba
que lo apuraran. Pero tampoco soltar.
—No me apurés gurisa.
—No te apuro solo decía que te quiero, que sería lindo
que seamos vos y yo nomás.
—Bien, querer no está mal pero las cosas son como te
dije de entrada.
—¿Entonces vos también me querés?
—Y sí, acá, ahora, te quiero.
La cosa era
así. Te decía mi amor durante el acto y hasta se quedaba para abrazar después.
A veces, cuando se sentía seguro, se dormía. A veces nomás, con alguna gurisa
que él pensaba que la tenía clara, como conmigo.
—Vos tenés clara la cosa gurisa. Esto existe acá nomás
—y señalaba la pieza, moviendo el brazo en el aire formando un cuadrado como la
pieza—voy a dormir un ratito. Vení, dormite vos también un ratito, mi amor.
En la pieza
era un tipazo. Todo lo daba en su afán de rescatar, de rescatarnos. Él no se
olvidaba de nada, ni de los besos tipo novela de la siesta, ni del abrazo como
el del cine de antes, esos abrazos de vaquero que llega de espantar a los
indios y se baja de un salto del caballo y agarra a la mujer que viene
corriendo y se la abraza como si no estuviera ni sucio ni cansado ni herido ni
nada, como si todo lo que quisiera en la vida es abrazar a la mujer que viene
corriendo. Tampoco se olvidaba nunca de decir cosas lindas como que sos linda o
buena o qué ojos como cielo tenés, pero sobre todo no se olvidaba de hacer su
trabajo, como él decía.
—Un hombre debe de saber hacer su trabajo con una
mujer, gurisa. Para eso lo puso Dios en la tierra.
A mí me
gustaba cómo hacía su trabajo. Me gustaba cuando me tocaba ahí, despacito,
suave, con los dedos o con la lengua.
Mucho me gustaba.
Él era todo dar
y yo diría que poco recibir. Pero si a una se le ocurría deslizar que él se
limitaba a atendernos regularmente, con la puntualidad del sol y lo acertado de
la luna con los partos, a atendernos nomás y que eso era todo y que había que
hacer igual que él; se ofendía. Se le tensaban los músculos del cuello y los
ojos se le achinaban. Esos ojos marroncitos casi amarillos, llenos de puntitos
verdosos.
Se ofendía
porque no soportaba que nosotras no lo quisiéramos un poco. Decía que quería
eso, pero no se aguantaba que alguna no lo quisiera.
Todas
sabíamos que había otras y lo sabíamos por él. Nunca nos vimos ni de cruzada ni
nada, ni siquiera en la quinta, que era otro lugar además de la pieza que
compartíamos. Sabíamos de las otras gurisas porque él te decía.
—Tengo una amiga que ...
Y se ponía a
contarte de la gurisa, que qué hacía, que el marido que había tenido esto o
aquello, o que el novio que tenía tal cosa, o que en el trabajo tal otra, o que
la madre o los hijos qué se yo. Y
después siempre te contaba algo lindo de la gurisa, que las piernas, o que era
inteligente, o que la cara hermosa, o que los ojos grandes, o que estudiaba y
eso era bueno, o que era laburadora, o incapaz de mentir, o cualquier cosa,
algo que fuera lindo.
—¿No estarás celosa, no?
Siempre
terminaba así, preguntándote si estabas celosa. Preguntaba como esperando que
una le dijera que sí. Yo me moría de celos pero nunca le dije que sí. Siempre
le dije me alegro por vos cuando él me contaba que ahora desde que está con él,
la gurisa ya no tenía la mirada triste o ya no andaba nerviosa o que había
conseguido sacarse de encima al tipo que la maltrataba o que como él le había
ayudado a encontrar trabajo a un hijo, ahora ella estaba contenta y entonces
iba a progresar y hasta conseguir un hombre que la quiera bien.
Él era todo
lo que una quiere cuando estaba dentro de la pieza. Todo, tanto, que una a
veces se confundía y se creía que eso era de verdad. Yo también a veces me
confundía, me confundía y me daba una ilusión también. Pero ni bien salía de
pieza era otro tipo. Se portaba como un padre, te daba consejos de cómo hacer
con tu vida, con tus problemas, porque todas teníamos problemas. Te decía qué
hacer y qué decir también y lo que estaba bien y lo que estaba mal. Todo como un padre, y hasta te daba un beso
en la mejilla cuando te despedía, como un padre.
Pedro hacía
quinta en el fondo de su casa y nosotras lo ayudábamos. A él le gustaba cocinar
con las cosas que sacábamos de la quinta. Cocinaba mucho y rico. Y quería que
comieras todo lo que te servía, como las madres, que te jieden con que te comás
toda la comida.
A mí me
gustaba que me sirviera la comida porque me parecía que si me servía la
comida me quería fuera de la pieza igual
que adentro. Pero no, él te quería así allá nomás. Si allá los ojos amarillos
te miraban de una forma que todavía me acuerdo. Brillosos y como algo idos. Los
ojos no mienten, el espejo del alma son y él allá en la pieza te miraba así,
con el alma.
Cuando llegó
Luisa yo supe que algo no andaba bien. Él empezó a andar como nervioso y ya no
disfrutaba de hacer su trabajo en la pieza. Se le notaba que no lo disfrutaba.
Lo hacía pero no lo disfrutaba. Se le notaba en los ojos y en las manos, y en
los besos también se le notaba.
La Luisa no
era como todas nosotras. Esa gurisa lo quería mal al Pedro. Lo quería con un
amor que no era amor, o sí, a lo mejor era amor, pero un amor del malo, del que
va comiéndose la carne, y después de la carne, se come el alma también.
Cuando llegó
Luisa, el Pedro andaba como si hubiera vuelto a ser joven, joven de verdad, con
toda la fuerza de se ser joven y todas las ganas de ser joven. Los ojos le
chispeaban y la boca era pura sonrisa y hasta la comida le salía más sabrosa.
No paraba de hablar de Luisa. Ni en la pieza paraba, ni cuando llegaba ese
momento en que él que te nombraba. A mí
me gustaba tanto escuchar que dijera mi nombre en ese momento. Pero desde que
llegó ella él no me nombró más y tampoco me miraba a los ojos como antes. A los
ojos los cerraba fuerte y apretaba los dientes. Una vez dijo Luisa, en lugar de decir mi
nombre dijo Luisa en ese momento que es cuando uno dice mi amor, o lo llama al
otro como si no estuviera ahí, tan cerca que no se puede estar más cerca. Esa noche el corazón me dolió, como fuego me
dolió.
Cuando llegó,
Luisa era modosita, y linda, muy linda. Yo sabía porque él me contaba que era
así. También me contaba que era dulce.
Pero un día no me contó más nada de ella y empezó a no nombrarme más y a cerrar
los ojos y a apretar los dientes en ese momento. Entonces yo empecé a llorar y
a querer conocerla a Luisa. Y de querer conocerla, empecé a espiar.
Cuando la vi
la primera vez entendí. Ella era linda como una modelo, alta y con el pelo
brilloso y largo, lacio como las japonesas y tenía una manera de caminar que
embrujaba, como una gata caminaba. La mirabas y no podías dejar de mirarla. La
mirabas y te daban ganas de tocarla.
El día que
Pedro lloró yo estaba afuera, espiando. Llovía y hacía frío, yo tenía un frío
que me llegaba a los huesos y lo vi entrar en la cocina y pasarse la mano por
la nariz. Al principio no me di cuenta y después entendí. Se pasaba la mano por
la nariz y los ojos, la parte de atrás por la nariz y ahí nomás la parte de
adelante por los ojos, apretando, empujando hacia afuera como arrancándose las
lágrimas que estaban ahí, al bordecito. Yo no podía verlas pero sé de esas
cosas, sé de cómo las lágrimas se forman en el corazón y se quedan ahí al borde
del ojos o colgando de las pestañas sin caerse.
Esa noche
ella entró en la cocina desnuda. Yo nunca le había entrado en la cocina al
Pedro así, y estoy segura que ninguna de las otras gurisas lo habían hecho
tampoco. Luisa entró contoneándose como una gata alzada y se sentó así a la
mesa y se reía. Lo miraba a él llorar y se reía. Se le notaba en los ojos que
le gustaba que el Pedro llorara. Él le sirvió un guiso carrero. Delante de las tetas le puso el plato y
cuando levantó la cabeza me vio. Me vio que lo miraba llorar y servirle la
comida. Me vio a los ojos y algo se le
pasó por la cabeza porque dejó de llorar y los ojos se le achinaron pero no
como cuando se le achinaban en la pieza, de miedo se le achinaron.
Los tres días
de después los pasé en cama, de la mojadura que me agarré me dio pus en la
garganta. Él me fue a ver a la pensión y la llevó a la Inés y le pidió que me
cuidara bien. Yo tenía una fiebre bárbara y lloraba y le decía que era culpa de
Luisa y que me las iba a pagar porque el Pedro era bueno y no se merecía que lo hagan
llorar. Por suerte la gurisa no entendía ni jota de lo que yo les decía así que
cuando sacaron a Luisa del río, toda estropeada y comida por los pescados, ni
se le ocurrió preguntarme nada. No me preguntó dónde estuve esa tarde, ni por
qué tenía la mano arañada, ni si no había visto la pala de la quinta de Pedro.
Ni si no sabía por qué el Pedro, que era
más manso que una mosca, aunque ni la policía se lo creía, había dicho que era
él quien la había matado a la Luisa y la había tirado al río.
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