martes, 25 de febrero de 2020

Deber Cívico



   Él pensaba, o más bien estaba convencido de que nos rescataba. Y de algún modo lo hacía.
   Te aclaraba de entrada nomás que lo que pasara con él no pasaría de una amistad, que si aceptabas, estaba todo bien y si no también. Era una aclaración que le gustaba repetir todas las veces, sobre todo si a una se le daba por hacer alguna insinuación o deslizaba algún comentario que lo pusiera en alerta roja.
—Sería lindo que te acostaras solo conmigo.
—Ya sabías de entrada nomás que no, eso es para los matrimonios.
   Y no era lo que decía sino cómo lo decía. Se le estiraba la boca de labios finos, esa boca nada linda que tenía, y la voz le salía tirante, como si los labios fueran un elástico a punto de cortarse y las palabras tuvieran que hacer fuerza para salir por ahí, por ese lugarcito apretado que quedaba.
   No le gustaba que lo apuraran. Pero tampoco soltar.
—No me apurés gurisa.
—No te apuro solo decía que te quiero, que sería lindo que seamos vos y yo nomás.
—Bien, querer no está mal pero las cosas son como te dije de entrada.
—¿Entonces vos también me querés?
—Y sí, acá, ahora, te quiero.
   La cosa era así. Te decía mi amor durante el acto y hasta se quedaba para abrazar después. A veces, cuando se sentía seguro, se dormía. A veces nomás, con alguna gurisa que él pensaba que la tenía clara, como conmigo.
—Vos tenés clara la cosa gurisa. Esto existe acá nomás —y señalaba la pieza, moviendo el brazo en el aire formando un cuadrado como la pieza—voy a dormir un ratito. Vení, dormite vos también un ratito, mi amor.
   En la pieza era un tipazo. Todo lo daba en su afán de rescatar, de rescatarnos. Él no se olvidaba de nada, ni de los besos tipo novela de la siesta, ni del abrazo como el del cine de antes, esos abrazos de vaquero que llega de espantar a los indios y se baja de un salto del caballo y agarra a la mujer que viene corriendo y se la abraza como si no estuviera ni sucio ni cansado ni herido ni nada, como si todo lo que quisiera en la vida es abrazar a la mujer que viene corriendo. Tampoco se olvidaba nunca de decir cosas lindas como que sos linda o buena o qué ojos como cielo tenés, pero sobre todo no se olvidaba de hacer su trabajo, como él decía.
—Un hombre debe de saber hacer su trabajo con una mujer, gurisa. Para eso lo puso Dios en la tierra.
   A mí me gustaba cómo hacía su trabajo. Me gustaba cuando me tocaba ahí, despacito, suave, con los dedos o con la lengua.
Mucho me gustaba.

   Él era todo dar y yo diría que poco recibir. Pero si a una se le ocurría deslizar que él se limitaba a atendernos regularmente, con la puntualidad del sol y lo acertado de la luna con los partos, a atendernos nomás y que eso era todo y que había que hacer igual que él; se ofendía. Se le tensaban los músculos del cuello y los ojos se le achinaban. Esos ojos marroncitos casi amarillos, llenos de puntitos verdosos.
   Se ofendía porque no soportaba que nosotras no lo quisiéramos un poco. Decía que quería eso, pero no se aguantaba que alguna no lo quisiera.
   Todas sabíamos que había otras y lo sabíamos por él. Nunca nos vimos ni de cruzada ni nada, ni siquiera en la quinta, que era otro lugar además de la pieza que compartíamos. Sabíamos de las otras gurisas porque él te decía.
—Tengo una amiga que ...
   Y se ponía a contarte de la gurisa, que qué hacía, que el marido que había tenido esto o aquello, o que el novio que tenía tal cosa, o que en el trabajo tal otra, o que la madre o los hijos qué se yo.    Y después siempre te contaba algo lindo de la gurisa, que las piernas, o que era inteligente, o que la cara hermosa, o que los ojos grandes, o que estudiaba y eso era bueno, o que era laburadora, o incapaz de mentir, o cualquier cosa, algo que fuera lindo.
—¿No estarás celosa, no?
   Siempre terminaba así, preguntándote si estabas celosa. Preguntaba como esperando que una le dijera que sí. Yo me moría de celos pero nunca le dije que sí. Siempre le dije me alegro por vos cuando él me contaba que ahora desde que está con él, la gurisa ya no tenía la mirada triste o ya no andaba nerviosa o que había conseguido sacarse de encima al tipo que la maltrataba o que como él le había ayudado a encontrar trabajo a un hijo, ahora ella estaba contenta y entonces iba a progresar y hasta conseguir un hombre que la quiera bien.
   Él era todo lo que una quiere cuando estaba dentro de la pieza. Todo, tanto, que una a veces se confundía y se creía que eso era de verdad. Yo también a veces me confundía, me confundía y me daba una ilusión también. Pero ni bien salía de pieza era otro tipo. Se portaba como un padre, te daba consejos de cómo hacer con tu vida, con tus problemas, porque todas teníamos problemas. Te decía qué hacer y qué decir también y lo que estaba bien y lo que estaba mal.    Todo como un padre, y hasta te daba un beso en la mejilla cuando te despedía, como un padre.
   Pedro hacía quinta en el fondo de su casa y nosotras lo ayudábamos. A él le gustaba cocinar con las cosas que sacábamos de la quinta. Cocinaba mucho y rico. Y quería que comieras todo lo que te servía, como las madres, que te jieden con que te comás toda la comida.
   A mí me gustaba que me sirviera la comida porque me parecía que si me servía la comida  me quería fuera de la pieza igual que adentro. Pero no, él te quería así allá nomás. Si allá los ojos amarillos te miraban de una forma que todavía me acuerdo. Brillosos y como algo idos. Los ojos no mienten, el espejo del alma son y él allá en la pieza te miraba así, con el alma.
   Cuando llegó Luisa yo supe que algo no andaba bien. Él empezó a andar como nervioso y ya no disfrutaba de hacer su trabajo en la pieza. Se le notaba que no lo disfrutaba. Lo hacía pero no lo disfrutaba. Se le notaba en los ojos y en las manos, y en los besos también se le notaba.
   La Luisa no era como todas nosotras. Esa gurisa lo quería mal al Pedro. Lo quería con un amor que no era amor, o sí, a lo mejor era amor, pero un amor del malo, del que va comiéndose la carne, y después de la carne, se come el alma también.
   Cuando llegó Luisa, el Pedro andaba como si hubiera vuelto a ser joven, joven de verdad, con toda la fuerza de se ser joven y todas las ganas de ser joven. Los ojos le chispeaban y la boca era pura sonrisa y hasta la comida le salía más sabrosa. No paraba de hablar de Luisa. Ni en la pieza paraba, ni cuando llegaba ese momento en que él que te nombraba.  A mí me gustaba tanto escuchar que dijera mi nombre en ese momento. Pero desde que llegó ella él no me nombró más y tampoco me miraba a los ojos como antes. A los ojos los cerraba fuerte y apretaba los dientes.   Una vez dijo Luisa, en lugar de decir mi nombre dijo Luisa en ese momento que es cuando uno dice mi amor, o lo llama al otro como si no estuviera ahí, tan cerca que no se puede estar más cerca.  Esa noche el corazón me dolió, como fuego me dolió.
   Cuando llegó, Luisa era modosita, y linda, muy linda. Yo sabía porque él me contaba que era así.  También me contaba que era dulce. Pero un día no me contó más nada de ella y empezó a no nombrarme más y a cerrar los ojos y a apretar los dientes en ese momento. Entonces yo empecé a llorar y a querer conocerla a Luisa. Y de querer conocerla, empecé a espiar.
   Cuando la vi la primera vez entendí. Ella era linda como una modelo, alta y con el pelo brilloso y largo, lacio como las japonesas y tenía una manera de caminar que embrujaba, como una gata caminaba. La mirabas y no podías dejar de mirarla. La mirabas y te daban ganas de tocarla.
   El día que Pedro lloró yo estaba afuera, espiando. Llovía y hacía frío, yo tenía un frío que me llegaba a los huesos y lo vi entrar en la cocina y pasarse la mano por la nariz. Al principio no me di cuenta y después entendí. Se pasaba la mano por la nariz y los ojos, la parte de atrás por la nariz y ahí nomás la parte de adelante por los ojos, apretando, empujando hacia afuera como arrancándose las lágrimas que estaban ahí, al bordecito. Yo no podía verlas pero sé de esas cosas, sé de cómo las lágrimas se forman en el corazón y se quedan ahí al borde del ojos o colgando de las pestañas sin caerse.
   Esa noche ella entró en la cocina desnuda. Yo nunca le había entrado en la cocina al Pedro así, y estoy segura que ninguna de las otras gurisas lo habían hecho tampoco. Luisa entró contoneándose como una gata alzada y se sentó así a la mesa y se reía. Lo miraba a él llorar y se reía. Se le notaba en los ojos que le gustaba que el Pedro llorara. Él le sirvió un guiso carrero.    Delante de las tetas le puso el plato y cuando levantó la cabeza me vio. Me vio que lo miraba llorar y servirle la comida.  Me vio a los ojos y algo se le pasó por la cabeza porque dejó de llorar y los ojos se le achinaron pero no como cuando se le achinaban en la pieza, de miedo se le achinaron.
   Los tres días de después los pasé en cama, de la mojadura que me agarré me dio pus en la garganta. Él me fue a ver a la pensión y la llevó a la Inés y le pidió que me cuidara bien. Yo tenía una fiebre bárbara y lloraba y le decía que era culpa de Luisa y que me las iba a pagar porque el   Pedro era bueno y no se merecía que lo hagan llorar. Por suerte la gurisa no entendía ni jota de lo que yo les decía así que cuando sacaron a Luisa del río, toda estropeada y comida por los pescados, ni se le ocurrió preguntarme nada. No me preguntó dónde estuve esa tarde, ni por qué tenía la mano arañada, ni si no había visto la pala de la quinta de Pedro. Ni si no sabía por qué el  Pedro, que era más manso que una mosca, aunque ni la policía se lo creía, había dicho que era él quien la había matado a la Luisa y la había tirado al río.

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