Me acuerdo como si lo estuviera leyendo ahora. Jamás voy a olvidarme de ese
cuento, le dijo Marcos Rosemberg a César Rey aquel mediodía. ¿Qué lo hiciste?
Lo quemé, le
contestó Rey.
Me acuerdo
como si ahora lo leyera, era una mañana como ésta, igual a ésta, vacía y
luminosa, por eso me acuerdo.
El
músico se sentó al piano llevando dentro la melodía que lo obsesionaba y la
primera botella de vino. La noche se extendía por delante, insegura y llana,
clareada por la luna desmesurada de mayo.
A
cinco cuadras de allí, él frotaba meticulosamente sus dientes sin mirarse al
espejo. Había cenado, había llevado los
platos al fregadero, había escuchado las quejas de su mujer, había besado y
arropado a sus hijos.
Si
él hubiese sabido de la farsa, que además de las botellas de vino y la melodía,
llevaba dentro el músico; si hubiera advertido que a pesar del sosiego
aplastado en que había cimentado su existencia, su matrimonio y su consecuente
paternidad, un sosiego adquirido a fuerza de
aceptar sin dudar, de no buscar respuestas y, posteriormente, de no
detenerse a hacerse preguntas; si hubiera sospechado que el otoño despinta no
solo las hojas de los árboles sino la luz y que la luz puede engañar la mente
tanto como la fe, las madres o incluso
la ciencia; si en lugar de cultivar la mansedumbre de la perdiz se hubiese
adiestrado en la agudeza del águila; si tan solo hubiese sospechado, a pesar de
la ropa idéntica, las seis cuadras idénticas hasta el trabajo, las ocho horas
idénticas en la tienda, la noche idéntica cada noche entre la sábanas, que en
cualquier momento un olor o un color, el ladrido de un perro, un árbol vacío o el presagio oculto en el
vuelo de un pájaro, habrían podido
despertarlo de repente y para siempre;
si hubiese advertido que aquella aparente llanura interminable de
minutos y horas y días y meses, esa llanura que se desplegaba fuera de él
ocupando las calles, la ciudad entera, la costa, el río inmortal, podía sin
aviso previo agrietarse, y si hubiese sabido, que el conveniente automatismo
con que ordenaba las prendas en la tienda, le sonreía a los clientes, le hacía
el amor a su mujer y empujaba la hamaca cada domingo en la plaza, podía sin
advertencia colapsar, entonces: él no hubiese una mañana cualquiera escuchado
la melodía que salía por la ventana abierta de la casa del músico; no hubiese
enlentecido dos días después su paso regular para escuchar un poco más; no se hubiese detenido junto a la ventana
aquel amanecer, con la luna inmensa esfumada tras las nubes y el sol asomándose
justo enfrente, sobre el río salobre; no hubiese, él, que nunca había llegado tarde al trabajo
por exceso de cuidado o idiotez, aquel día, golpeado a la puerta de la casa y
pedido permiso al músico para escuchar la pieza entera, viéndolo tocar.
—Por temor o estupidez —lo corrigió Rey.
—¿Qué?
—Hasta que el empleado de la tienda, que nunca se había detenido en su trayecto al trabajo, por
temor o estupidez.
—Sí, sí. Estaba bien escrito. Quiero decir era bueno.
—No podía ser bueno si no estaba bien escrito.
—Sí, lógicamente. ¿Cómo era que se llamaba el
personaje?
—Manuel —dijo Rey—. No. No. Miguel.
—Era la atmósfera —dos arrugas de meditación cruzaron la frente de Rosemberg.
—A esta altura la literatura me resulta un tema de
conversación muy poco familiar.
Amanecía,
serían las siete, unos minutos antes de las siete, tal vez. La luna era el sol
al oeste y el sol, una línea ancha, roja y difusa, amalgamada con el azul
todavía negro del cielo del este. La luz blanca del día, venía desde abajo,
como empujando.
Miguel
caminaba las cinco cuadras que lo separaban de la casa del músico, ya no las
percibía como parte de un suceso de mil pasos uniformes y firmes que lo
llevaban a la tienda, sino como un acontecimiento inexorable, una red tejida
por la miríada de hilos húmedos que componen la luz fría de mayo.
La
primera vez que advirtió la melodía -no podría decirse que la oyó, ya que más
bien la percibió, la sintió vibrar-, no
reparó en la ventana de la que surgía abismal y vagarosa, ni en las persianas desplegadas sobre la
vereda; se limitó a apartarse de la
línea de baldosas y dibujar una curva para evitarlas.
La
primera mañana que decidió detenerse para escuchar un poco más, advirtió que el
músico ejecutaba siempre la misma composición, conjeturó que se trataría de un
ensayo, tal vez para un concierto, tal vez en algún lugar antiguo muy apartado
de este otro, que él andaba cada mañana,
atrapado en el círculo interminable de las seis cuadras en línea hasta
la tienda.
La
primera vez que golpeó a la puerta de la casa del músico, de cuya ventana
emergía el misterio nocturno de la melodía, se preguntó si sería posible
recordar una canción nunca escuchada.
—¿De veras le gusta lo que
toco?
—Me gusta mucho mucho
muchísimo, pero claro, yo no sé nada de música.
—¿Quiere café? En realidad
no es café es cereal tostado.
—No, no, gracias.
Así que eso
se dijeron, le preguntó Rey a Rosemberg, no sé cómo te acordás. Aquella mañana
yo estaba metido hasta el cuello en la
atmósfera de la literatura. A nuestra edad ya no es posible. El
músico era un maldito, le contestó Rosembreg.
La
vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta del músico, los acordes
del piano le llegaron desde lejos: tené cuidado, permanecé alerta, le advirtieron, graves y presurosos, y sin saber por qué, recordó,
nítido y funesto, el sueño que lo
despertó, ardiendo, aquella mañana.
La
vez anterior a la última que llamó a la puerta del músico, a Miguel ya lo habían despedido de la
tienda, y cuando bebió de la taza humeante, con precaución para no
quemarse, la malta, le supo,
sorprendentemente, a café.
La
vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta, la noche se iniciaba y
el músico descorchaba una botella de vino mientras le sonreía con la botella en
una mano y el sacacorchos en la otra.
—¿Abriste la puerta con los
dientes?
—Con el codo.
—Traje salame y queso.
Miguel
pasó la noche en casa del músico; había recibido el telegrama de despido; había
discutido con su mujer; se había masturbado rabiosamente bajo la ducha; se
había vestido escuchando los reclamos de ella sin poder distinguir una palabra
de otra; se había agachado hasta apoyar
la rodilla en el suelo para besar a sus hijos; había cerrado la puerta de la
casa sin azotarla y había sonreído cuando pisó la vereda y dio el primer paso,
respirando el frío primerizo de mayo.
—Yo hubiera dado años de mi vida por escribir un
cuento así. El músico era un maldito desorbitado, sin embargo estaba lleno de
simpatía humana —Rosemberg metió las manos en los bolsillos y se miró los
zapatos, les falta lustre, pensó.
—No pescamos nada esa mañana.
—Todo lo que quieras —dijo Rosemberg—. Pero es una de
las mejores mañanas que he pasado en mi
vida
—Vos y tus recuerdos.
—Una mañana así vale una vida.
—Todos los hombres las viven y no hacen tanta cáscara
por eso.
Si al
recibir de lleno en la cara recién afeitada el frío prematuro de mayo, Miguel
no hubiese percibido junto con el frío, los acordes de la melodía que parecían
arrastrarlo hasta la casa del músico; si en lugar de provocarle una sonrisa los
acordes lo hubiesen inducido al vacío en el que cualquier otro habría caído al
escucharlos; si el músico, la suciedad arraigada en la camisa y los pantalones
del músico, le hubiesen producido el claro
rechazo que en todos producía; si la amplia sonrisa amarilla y la barba de tres
días y el olor a vino y las palabras pastosas hubiesen desatado la alarma que
en cualquier otro habrían desatado; si la naturalidad con que lo recibía cada noche, la misma
naturalidad con la que comía, bebía, ejecutaba la melodía y relataba anécdotas
inverosímiles, lo hubiesen hecho reflexionar durante un segundo, solo un
segundo, reflexionar como lo había hecho
hasta el día que la música lo había atado, con esa seguridad esa certeza esa
precariedad llamada verdad, entonces, Miguel, no habría pasado la noche en el
sofá, bebiendo; no abría pensado que el músico era su amigo; no habría
sospechado que todos los demás, los que hasta ese día consideraba sus amigos no
lo eran en realidad; no habría tenido la revelación de creer, firmemente, que
hasta ese instante había vivido equivocado; no se habría lamentado como un
chico arrepentido, acusado, culpado, y
finalmente, conducido por el músico ¿o la música?, finalmente perdonado, para
después solo después, de aquel beso oscuro y pringoso, cargado de alcohol y
todo lo que ocurrió sobre el sillón,
abrir la billetera para entregarle al músico hasta el último centavo de
la indemnización que sin saber por qué cargaba en el bolsillo, pero, sobre
todo, no habría llorado cuando al día siguiente, el último día que golpeó a la
puerta, la puerta no se abrió.
—¿Y por qué lo quemaste?
—Qué cosa
—Al cuento ¿Por qué?
—¡Ah!, sí. Era una porquería.
—Lo decís porque yo estoy diciendo que era bueno.
—Lo digo porque vos lo estás recordando, no leyendo,
recordando. Dame un cigarrillo.
—Era una mañana como esta, pero vos no —Rosemberg se
detuvo, miró a Rey. Tuvo que levantar la cabeza y un rayo de sol lo obligó
entrecerrar los ojos claros.
—¿Yo no? — una bocanada de humo azulado se escapaba
de la boca entreabierta de Rey.
—Nada, dejálo ahí, Cesar —Rosemberg retomó la
marcha.
—Te lo iba a decir Marcos, antes de irnos te lo iba a
decir.
—Decímelo ahora entonces.
—Si ya lo sabés, no jodás Marcos, si no era yo iba a
ser cualquier otro.
—Pero sos vos.
—Te parecés a Miguel por eso te gusta el cuento. La
mujer perfecta, el trabajo perfecto, el hijo perfecto, el chalecito perfecto
frente a la costanera. Y un día te parás y escuchás la música.
—Te faltó el amigo perfecto.
—El amigo perfecto hijo de puta. Vos me la serviste
en bandeja a Clara, Marcos.
—Era una mañana como ésta.
—No me acuerdo. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Te di el último. Era como ésta la mañana. Clara nunca
me miró como te miró aquella mañana.
—La música, Marcos. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Ya te dije que te di el último. A vos te mira, no sé,
si hasta cuando te nombra pone esa mirada.
—La música Marcos, la mirada de Clara, para vos, viene a ser como la música para Miguel. Necesito un cigarrillo y ginebra.
—¿Se van a ir,
me dijiste que se iban a ir?
—Mañana.
—Decile que la perdono.
—Decíselo vos.
—Decile que venga de vez en cuando a ver al nene.
—Decíselo vos.
—Decile que cuando se arrepienta, o te mates o te
maten, porque vos te vas a matar o alguien te va a matar, la voy a esta
esperando
—Se lo voy a decir.
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