miércoles, 26 de febrero de 2020

Umbra


   Cerró el libro. Lloró.  Terminar un libro era para ella un lugar de naufragio, desamparado.
   Arrastrada por la fuerza implacable del deseo salió a la calle, atrozmente sola con ese amor, como el que viviría para siempre en aquellas páginas ahora cerradas.
   Mi cabello es doloroso, pensó, apartándoselo de la cara. Vio a lo lejos la silueta de él, pura y decidida como una línea.
   Aligeró el paso, esta vez le hablaría. Se pararía junto a él y le pediría la hora,  le preguntaría por alguna calle, le diría algo del clima, le señalaría el libro que él leía, inmóvil y sereno, y citaría algún pasaje, o le diría que lo amaba. Que lo amaba.
   Habían regresado las garzas. Algunas planeaban a pocos centímetros de la superficie, con las plumas del vientre teñidas por el reflejo del agua rosada del río. Las mira volar y le nace una tristeza igual a la que queda después de la muerte.
   Apresuró la marcha. No se detuvo. Pasó junto a él, detrás de él en realidad. Caminó unos metros más. Cruzó la calle hacia la ciudad que se extendía, sucia y embrutecida, al otro lado, alejándose de la costa, serpenteando entre los lapachos florecidos y los cestos de basura.
Nadie es digno de compasión, pensó y sacó del bolso unas monedas que le entregó al niño del semáforo. Lo vio guardarlas en el bolsillo sin mirarlas siquiera, y correr hacia la calle, hacia el automóvil detenido por la luz roja. Lo vio pararse junto a la ventanilla y tender la mano. Nadie es digno de compasión en esta ciudad, pensó.
   Tomó un helado, frutilla y chocolate. Siempre miraba durante un rato el cartel que anunciaba las decenas de sabores que habían ido cambiando con los años y también multiplicándose. Miraba durante un rato prolongado, sorprendida, extrañada y después, sin dudar, pedía frutilla y chocolate, siempre, cada vez.
   Regresó, él todavía leía. El sol abandonaba cansinamente el río. Él cerró el libro. Ella se detuvo unos segundos. Lo vio  caminar hasta el borde de la barranca.

   Lo abrazó desde atrás, una mano en el pecho, la otra en el sexo, bajó el cierre del pantalón e introdujo los dedos, tan largos tan finos. Sintió la suavidad, la tibieza. Él se estremeció. Inspiró hondo y apoyó su mano sobre la de ella, la que tenía en el pecho, la sujetó, la alzó mientras bajaba la cabeza. Mano y cabeza se encontraron, entonces él  besó los dedos, largos, tan largos y finos, antes de darse vuelta y abrazarla con fuerza, sujetándola por la cintura contra su cuerpo, tomada de la nuca y el cuello para atrapar su boca en un beso, único, solo uno, que ella o más bien su alma, recordaba bien.
—Se le cayó, señora, se le cayó el libro.
   Despertó de su ensoñación. Se sintió avergonzada al encontrarse con los ojos del joven. Se sonrojó.
—¿Se siente bien señora? ¿Venga, siéntese?
   Se sentó, él lo hizo también.
   Mi abuela también lee estas novelas de amor. Las ha leído todas. ¿Usted también? Siempre la veo pasar.
—Sí yo también. Me gusta caminar por acá cuando termino de leer.
—Yo vengo a leer, no sé por qué vengo a leer acá.
—Es la fuerza del río.
—Sí, puede ser.
—Creeme, es la fuerza del río. La gente viene, no sabe por qué, es como si hubieran perdido algo hace mucho y vinieran a buscarlo, pero sin saberlo.
—Le creo, algo hay porque la verdad entre el calor en verano, el frío en invierno, el viento con tierra siempre, igual que los mosquitos, no entiendo por qué vengo acá. Desde que era chico, pero eso usted lo sabe porque usted también viene. Como los que corren, y los otros que leen, somos siempre los mismos.
—¿Cuántos años tenés?
—Veintidós.
—Linda edad. A esa edad yo me iba a casar.
—¿Y por qué no se casó?
—Porque no era el indicado.
—¿Y a qué edad se casó?
—Nunca. Él nunca llegó o mejor dicho, no llegó a tiempo.
—¿La dejó plantada en la iglesia?
—No, no en la iglesia, en esta vida.  
—Falleció, disculpe, lo siento mucho.
   No, no falleció, tan solo no nació a tiempo, pensó y miró el río, hacia el río que comenzaba a oscurecerse. Escuchó el rumor del agua.
—¿Escucha el agua? Escuche. Yo siempre la escucho.
—Sí la escucho, es como la voz de alguien que sueña.
—Sí eso es, yo me preguntaba a qué se parece y usted lo ha dicho. ¿Se siente mejor? Tengo que irme, pero puedo acompañarla, si le parece.
—Vivo cerca, pero no hace falta.
—La acompaño, supongo que sabrá que soy inofensivo. Hace años que me ve sentado acá leyendo, y que yo la veo pasar, con su libro bajo el brazo.
—Años, sí. ¿Cuántos serán?
—Trece, exactamente trece, hoy cumplo años y vine por primera vez el día que cumplí nueve. Mi abuela me regaló La historia sin fin, y mi madre no quería que pasara todo el día leyendo, así que le dije que me iba a jugar y vine a leer.
—Creo que lo recuerdo, no sé.
   Mintió. Lo recordaba bien. Lo vio, sentado, allí mismo, con el libro sobre las rodillas. Estaba inclinado sobre las páginas como si tuviese la intención de zambullirse en los renglones. Reconoció la portada y pensó: quiere ser Bastián, todos los que leen el libro quieren ser Bastián.  Traspasar el umbral hacia fantasía y darle un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil.

   Las islas habían cambiado mucho desde entonces, se habían achatado por el dragado, por toda esa tierra chupada de su cuerpo para ser transportada en frente, para construir la defensa.   También habían perdido los ceibos, los aromos, los espinillos y el misterio.
—¿Vamos? ¿Me deja que la acompañe hasta su casa?
—Sí.
—Así que no tiene familia.
—Sí tengo.
—Me refiero suya, de usted, hijos, nietos.
—No, eso no.
—Tiene hermanos, entonces, sobrinos.
—Sí, tengo.
—No está sola, de alguna forma, aunque le parezca extraño, eso me alivia.
—No me pareces extraño, al contrario.
—¿Por qué al contrario?
—Parecés de buen corazón, por eso.

   Mintió otra vez. Él tenía buen corazón, ella lo sabía bien, era él quien no lo sabía aún. Lo había tenido la primera vez y  también en las demás; sobre todo con ella, y para ella.

   Todas las personas del mundo tuvieron la culpa. Aquella vez, la primera que se encontraron, cuando se conocieron, cien vidas atrás o mil, o diez mil. Ella no lo sabía. Todas las personas del mundo tuvieron la culpa y el sol y las estrellas; también Dios. 
   Tampoco aquella vez, la primera, alcanzaron sus cuerpos a tocarse, a conocerse, a explorarse, a comprenderse. Sólo supieron sus bocas de un beso, solo uno; y sus manos, que también supieron, supieron del vacío. Después sabrían de la búsqueda. Durante mil vidas, a través de mil mundos.

—Llegamos, esta es.
—Es linda. Permítame la llave, así le abro la puerta.
   La llave en la puerta, una vez más él colocaría la llave en la puerta. Ella lo había visto hacerlo cientos de veces antes, en otras puertas, siempre idénticas. Lo miró una vez más introducir la llave en la cerradura y su corazón se detuvo un instante, después, saltó hacia su garganta. Se llevó la mano al cuello para sujetarlo. Él hizo ese extraño movimiento con los dedos cuando giró la llave, los movía como lo hacen los magos con los naipes. Ella no había visto a nadie hacerlo de ese modo, nunca. Excepto a él.
No me equivoqué, pensó. Es él. Yo sabía, mi corazón sabía, siempre sabe quién es él.
—Sírvase.
—Gracias. No te pregunté cómo te llamás.
—Ernesto.
—Un nombre viejo
—Por mi abuelo. ¿Y usted,  cómo se llama?
—Inés, pero me dicen Umbra.
—Bueno ese sobrenombre sí que parece viejo.
—Es muy viejo, sí, no sabés cuánto.
—Tiene que contarme eso, por qué la llaman de ese modo.
—Soy buena contando historias. Sé muchas además de la de mi sobrenombre.
—Entonces seremos amigos. Me gustan las historias.
—Debe ser por eso que lees tanto.
—Umbra, es raro pero me gusta, la voy a llamar de ese modo.
—¿Querés un té? Hice una torta esta mañana.
—Solo como torta de nuez.
—Es de nuez. Una feliz coincidencia.
—Mi abuela dice que las coincidencias no existen.
—No, no existen jovencito, pero hay que llegar a viejo para saberlo.
—Usted no es vieja.
—Sí los soy, no sabés cuánto. ¿Torta de nuez, entonces, aceptás, aunque sea en compañía de una vieja que solo puede contarte historias?
—Y hacer tortas de nuez,  si yo tuviera su edad o usted la mía, le pediría que se case conmigo.
—¡Qué disparates decís! Te voy a llamar, dejame pensar, tenés cara de —fingió pensar, como buscando, durante un momento—, Leukós —pronució con dulzura, feliz de poder pronunciar el nombre de él una vez más.
—Rarísimo, más que Umbra, pero si hay una historia allí, me lo quedo
—La hay —murmuró ella más para sí que para él. Sonrió.

   Umbra, repitió Ernesto al entrar en la casa y a ella, el nombre pronunciado por él le entró en el cuerpo como una bendición, como una sanación, como los besos, las caricias, las palabras de amor, todo eso que se negaba a entregar, a recibir, una y otra vez, en cada vida, esperándolo.




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