Cerró el libro. Lloró. Terminar un libro era para ella un lugar de
naufragio, desamparado.
Arrastrada por la fuerza
implacable del deseo salió a la calle, atrozmente sola con ese amor, como el
que viviría para siempre en aquellas páginas ahora cerradas.
Mi cabello es doloroso, pensó,
apartándoselo de la cara. Vio a lo lejos la silueta de él, pura y decidida como
una línea.
Aligeró el paso, esta vez le
hablaría. Se pararía junto a él y le pediría la hora, le preguntaría por alguna calle, le diría
algo del clima, le señalaría el libro que él leía, inmóvil y sereno, y citaría
algún pasaje, o le diría que lo amaba. Que lo amaba.
Habían regresado las garzas.
Algunas planeaban a pocos centímetros de la superficie, con las plumas del
vientre teñidas por el reflejo del agua rosada del río. Las mira volar y le
nace una tristeza igual a la que queda después de la muerte.
Apresuró la marcha. No se detuvo.
Pasó junto a él, detrás de él en realidad. Caminó unos metros más. Cruzó la
calle hacia la ciudad que se extendía, sucia y embrutecida, al otro lado,
alejándose de la costa, serpenteando entre los lapachos florecidos y los cestos
de basura.
Nadie es digno de compasión, pensó y sacó del bolso unas monedas que le
entregó al niño del semáforo. Lo vio guardarlas en el bolsillo sin mirarlas
siquiera, y correr hacia la calle, hacia el automóvil detenido por la luz roja.
Lo vio pararse junto a la ventanilla y tender la mano. Nadie es digno de
compasión en esta ciudad, pensó.
Tomó un helado, frutilla y
chocolate. Siempre miraba durante un rato el cartel que anunciaba las decenas
de sabores que habían ido cambiando con los años y también multiplicándose.
Miraba durante un rato prolongado, sorprendida, extrañada y después, sin dudar,
pedía frutilla y chocolate, siempre, cada vez.
Regresó, él todavía leía. El sol
abandonaba cansinamente el río. Él cerró el libro. Ella se detuvo unos
segundos. Lo vio caminar hasta el borde
de la barranca.
Lo abrazó desde atrás, una mano en
el pecho, la otra en el sexo, bajó el cierre del pantalón e introdujo los
dedos, tan largos tan finos. Sintió la suavidad, la tibieza. Él se estremeció.
Inspiró hondo y apoyó su mano sobre la de ella, la que tenía en el pecho, la
sujetó, la alzó mientras bajaba la cabeza. Mano y cabeza se encontraron,
entonces él besó los dedos, largos, tan
largos y finos, antes de darse vuelta y abrazarla con fuerza, sujetándola por
la cintura contra su cuerpo, tomada de la nuca y el cuello para atrapar su boca
en un beso, único, solo uno, que ella o más bien su alma, recordaba bien.
—Se le cayó, señora, se le cayó el libro.
Despertó de su ensoñación. Se sintió
avergonzada al encontrarse con los ojos del joven. Se sonrojó.
—¿Se siente bien señora? ¿Venga, siéntese?
Se sentó, él lo hizo también.
Mi abuela también lee estas
novelas de amor. Las ha leído todas. ¿Usted también? Siempre la veo pasar.
—Sí yo también. Me gusta caminar por acá cuando termino de leer.
—Yo vengo a leer, no sé por qué vengo a leer acá.
—Es la fuerza del río.
—Sí, puede ser.
—Creeme, es la fuerza del río. La gente viene, no sabe por qué, es como si
hubieran perdido algo hace mucho y vinieran a buscarlo, pero sin saberlo.
—Le creo, algo hay porque la verdad entre el calor en verano, el frío en
invierno, el viento con tierra siempre, igual que los mosquitos, no entiendo
por qué vengo acá. Desde que era chico, pero eso usted lo sabe porque usted
también viene. Como los que corren, y los otros que leen, somos siempre los
mismos.
—¿Cuántos años tenés?
—Veintidós.
—Linda edad. A esa edad yo me iba a casar.
—¿Y por qué no se casó?
—Porque no era el indicado.
—¿Y a qué edad se casó?
—Nunca. Él nunca llegó o mejor dicho, no llegó a tiempo.
—¿La dejó plantada en la iglesia?
—No, no en la iglesia, en esta vida.
—Falleció, disculpe, lo siento mucho.
No, no falleció, tan solo no nació
a tiempo, pensó y miró el río, hacia el río que comenzaba a oscurecerse.
Escuchó el rumor del agua.
—¿Escucha el agua? Escuche. Yo siempre la escucho.
—Sí la escucho, es como la voz de alguien que sueña.
—Sí eso es, yo me preguntaba a qué se parece y usted lo ha dicho. ¿Se
siente mejor? Tengo que irme, pero puedo acompañarla, si le parece.
—Vivo cerca, pero no hace falta.
—La acompaño, supongo que sabrá que soy inofensivo. Hace años que me ve
sentado acá leyendo, y que yo la veo pasar, con su libro bajo el brazo.
—Años, sí. ¿Cuántos serán?
—Trece, exactamente trece, hoy cumplo años y vine por primera vez el día
que cumplí nueve. Mi abuela me regaló La
historia sin fin, y mi madre no quería que pasara todo el día leyendo, así
que le dije que me iba a jugar y vine a leer.
—Creo que lo recuerdo, no sé.
Mintió. Lo recordaba bien. Lo vio,
sentado, allí mismo, con el libro sobre las rodillas. Estaba inclinado sobre
las páginas como si tuviese la intención de zambullirse en los renglones.
Reconoció la portada y pensó: quiere ser Bastián, todos los que leen el libro
quieren ser Bastián. Traspasar el umbral
hacia fantasía y darle un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil.
Las islas habían cambiado mucho
desde entonces, se habían achatado por el dragado, por toda esa tierra chupada
de su cuerpo para ser transportada en frente, para construir la defensa. También
habían perdido los ceibos, los aromos, los espinillos y el misterio.
—¿Vamos? ¿Me deja que la acompañe hasta su casa?
—Sí.
—Así que no tiene familia.
—Sí tengo.
—Me refiero suya, de usted, hijos, nietos.
—No, eso no.
—Tiene hermanos, entonces, sobrinos.
—Sí, tengo.
—No está sola, de alguna forma, aunque le parezca extraño, eso me alivia.
—No me pareces extraño, al contrario.
—¿Por qué al contrario?
—Parecés de buen corazón, por eso.
Mintió otra vez. Él tenía buen
corazón, ella lo sabía bien, era él quien no lo sabía aún. Lo había tenido la
primera vez y también en las demás;
sobre todo con ella, y para ella.
Todas las personas del mundo
tuvieron la culpa. Aquella vez, la primera que se encontraron, cuando se
conocieron, cien vidas atrás o mil, o diez mil. Ella no lo sabía. Todas las
personas del mundo tuvieron la culpa y el sol y las estrellas; también
Dios.
Tampoco aquella vez, la primera,
alcanzaron sus cuerpos a tocarse, a conocerse, a explorarse, a comprenderse.
Sólo supieron sus bocas de un beso, solo uno; y sus manos, que también
supieron, supieron del vacío. Después sabrían de la búsqueda. Durante mil
vidas, a través de mil mundos.
—Llegamos, esta es.
—Es linda. Permítame la llave, así le abro la puerta.
La llave en la puerta, una vez más
él colocaría la llave en la puerta. Ella lo había visto hacerlo cientos de
veces antes, en otras puertas, siempre idénticas. Lo miró una vez más
introducir la llave en la cerradura y su corazón se detuvo un instante,
después, saltó hacia su garganta. Se llevó la mano al cuello para sujetarlo. Él
hizo ese extraño movimiento con los dedos cuando giró la llave, los movía como
lo hacen los magos con los naipes. Ella no había visto a nadie hacerlo de ese
modo, nunca. Excepto a él.
No me equivoqué, pensó. Es él. Yo sabía, mi corazón sabía, siempre sabe
quién es él.
—Sírvase.
—Gracias. No te pregunté cómo te llamás.
—Ernesto.
—Un nombre viejo
—Por mi abuelo. ¿Y usted, cómo se
llama?
—Inés, pero me dicen Umbra.
—Bueno ese sobrenombre sí que parece viejo.
—Es muy viejo, sí, no sabés cuánto.
—Tiene que contarme eso, por qué la llaman de ese modo.
—Soy buena contando historias. Sé muchas además de la de mi sobrenombre.
—Entonces seremos amigos. Me gustan las historias.
—Debe ser por eso que lees tanto.
—Umbra, es raro pero me gusta, la voy a llamar de ese modo.
—¿Querés un té? Hice una torta esta mañana.
—Solo como torta de nuez.
—Es de nuez. Una feliz coincidencia.
—Mi abuela dice que las coincidencias no existen.
—No, no existen jovencito, pero hay que llegar a viejo para saberlo.
—Usted no es vieja.
—Sí los soy, no sabés cuánto. ¿Torta de nuez, entonces, aceptás, aunque sea
en compañía de una vieja que solo puede contarte historias?
—Y hacer tortas de nuez, si yo
tuviera su edad o usted la mía, le pediría que se case conmigo.
—¡Qué disparates decís! Te voy a llamar, dejame pensar, tenés cara de
—fingió pensar, como buscando, durante un momento—, Leukós —pronució con
dulzura, feliz de poder pronunciar el nombre de él una vez más.
—Rarísimo, más que Umbra, pero si hay una historia allí, me lo quedo
—La hay —murmuró ella más para sí que para él. Sonrió.
Umbra, repitió Ernesto al entrar
en la casa y a ella, el nombre pronunciado por él le entró en el cuerpo como
una bendición, como una sanación, como los besos, las caricias, las palabras de
amor, todo eso que se negaba a entregar, a recibir, una y otra vez, en cada
vida, esperándolo.
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